JOAQUÍN SOROLLA. 150 ANIVERSARIO
JARDÍN DE LA CASA DE SOROLLA

Con información de Blanca Pons-Sorolla


 

 

Entre los años 1917 y 1918 Joaquín Sorolla recibe los siguientes nombramientos: miembro de la Junta Superior creada para la organización de la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid -que se celebra en mayo de 1917 en el Palacio del Retiro y en la que participa con una obra-, vocal del Patronato del Museo de Arte Moderno de Madrid y presidente de honor del comité ejecutivo para el Primer Congreso Español de Bellas Artes, organizado por la Asociación de Pintores y Escultores de Madrid.

En el año 1919, después de una temporada de intenso trabajo en el transcurso de la cual su salud comienza visiblemente a resentirse, es nombrado profesor de Colorido y Composición en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid y director de la Residencia de Paisajistas establecida en el Monasterio del Paular.

Durante los primeros seis meses del año 1920 Sorolla alterna su labor docente en la Escuela de San Fernando con la práctica de la pintura. Entrada la primavera, en los jardines de su casa, pinta numerosas vistas como Jardín de la Casa de Sorolla, así como retratos de amigos y familiares.

El óleo sobre lienzo (105 x 81,5 cm) Jardín de la Casa de Sorolla es una de las últimas obras que realiza antes de sufrir el ataque de hemiplejía del mes de junio. Casi como una premonición, el silloncito vacío de mimbre que aparece en primer término -el mismo en el que habitualmente se sentaba a pintar y se colocaba su querida Clotilde y otros tantos amigos- anuncia melancólicamente, sin saberlo, su inesperado final.

El jardín es una imagen de lo que Sorolla realmente era y de lo que más le importaba y deseaba en su vida. Su obra tardía -curiosamente, le pasó lo mismo que a Renoir- es un canto a la belleza y a la dicha de vivir. Su infatigable ansia de pintar, unida al inmenso amor por su familia, le protegió, como si se encontrara en una isla, de sus propios dolores y de las catástrofes que acaecían en el mundo real.

El tema no es el protagonista de estos cuadros, que realizados en muy poco tiempo -nunca sobrepasan el de una sesión- logran plasmar a gráciles trazos y toques de pincel las "impresiones" que las flores, los arbustos y el agua iban dejando en su retina. En muchas de estas últimas creaciones se puede considerar a Sorolla un verdadero impresionista ya que representa lo visto con sus propios ojos, la realidad circundante tal y como aparece ante la mirada del artista. No le preocupa en absoluto repetirse por puro placer, en una improvisación cromática sorprendente que obedece al principio del encuadre casual, propio del impresionismo. Utiliza colores que a veces parecen irreales y que percibía en las sombras de la luz matinal, cenital y el crepúsculo.

El pincel se expresa por evocación. La mancha trémula y expresiva, casi sin definir, nos transmite de forma resumida la reacción plástica del artista ante este "trozo del natural". Sorolla es capaz de condensar únicamente lo esencial, haciendo desaparecer todo lo superfluo, encerrando en el lienzo un valor de sugerencias infinito, un efecto casi mágico producido, precisamente, por su indeterminación.

Los trazos del pincel -nerviosos, abiertos y con toques rápidos- sustituyen al barrido largo y modelado, y consiguen "cazar" literalmente los reflejos solares -tamizados- a través de la exultante vegetación, interpretando simultáneamente la vibración y el movimiento de este pequeñísimo mundo circundante.

 

FUENTES

PONS-SOROLLA, Blanca. Sorolla. Obras maestras (catálogo de exposición), Madrid, Editorial El Viso, 2019, pp. 218 y 220.

TORRES GONZÁLEZ, Begoña. Sorolla. La magia de la luz, Madrid, Ediciones Libsa, 2004, pp. 396-398.

 

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