RETRATOS DE EMPERADORES (IV)
CLAUDIO


 

 

Claudio

Los conjurados contra Calígula querían salvar sus vidas, pero no repararon en lo que ocurriría tras la muerte del tirano. Las cohortes del pretorio necesitaban un emperador, pues habían sido creadas para su escolta y protección. Un pretoriano encontró a Claudio (Lyon, 10 a.C. - Roma, 54 d.C.), miembro de la familia imperial, escondido tras el asesinato de su sobrino en un recodo del palacio, temblando por su destino. Tras llevarlo ante sus compañeros, estos lo aclamaron como nuevo emperador. A sus voces se sumaron las de las cohortes urbanas, por lo que finalmente un resignado Senado otorgó a Claudio, que ya contaba 50 años de edad, todos los poderes imperiales. Los principales asesinos de Calígula fueron ajusticiados; el primero Casio Querea, que además anhelaba la recuperación del funcionamiento normal de las instituciones republicanas.

Claudio no fue el ser entrañable que retrató Robert Graves en sus dos famosas novelas, pero tampoco el ridículo y cruel gobernante del que hablaban los historiadores antiguos. Su gestión se puede calificar incluso de sobresaliente si la comparamos con las de Calígula y Nerón: modificó las leyes en favor de las gentes a quienes el derecho tradicional dejaba más indefensas, redujo los impuestos, rehusó las exigencias monetarias, repatrió exiliados, ascendió a los libertos, devolvió su importancia al viejo erario y pidió a los senadores que ejerciesen sus funciones adecuadamente y no se limitasen a ser figurantes. Además, promovió las importaciones y las construcciones (las nuevas y las inconclusas), y conquistó la anhelada Britania para el Imperio, una hazaña bélica que le valió un clamoroso triunfo, similar al que su hermano Germánico tuvo en el año 17.

Si Claudio, historiador y republicano por vocación (el no desempeñar ninguna función oficial hasta su mandato le permitió adquirir una profunda cultura), fue tachado de grotesco, se debe en parte a sus taras físicas. Cuando estaba de pie y callado, su presencia era majestuosa, pero cuando hablaba lo hacía con dificultad, y al andar se tambaleaba debido a sus torpes piernas. Recientes investigaciones aseguran que ello, más que por sus numerosas enfermedades infantiles, se debió a una parálisis cerebral. El propio Claudio reconoció que, durante el reinado de Calígula, había fingido estupidez para defender su seguridad por temor a los sangrientos antojos de su sobrino, que pensó desembarazarse de él en varias ocasiones; de hecho, algunos historiadores afirman que nunca se le ocultó que había una conjura en marcha contra Calígula.

Respecto a su carácter timorato, se explica por las supersticiones heredadas de sus antecesores y, especialmente, por el rechazo que recibió de una familia que, hasta que Calígula lo asoció a su consulado en el año 37, lo mantuvo apartado e infravalorado por su cojera y tartamudez. Solo Augusto manifestó alguna indulgencia. Livia, en cambio, casi ni le hablaba, aunque de alguna manera tuvieron que estrechar lazos porque Claudio la deificó durante su reinado. Incluso su propia madre Antonia, hija de Marco Antonio y Octavia, le despreciaba. Y en cuanto a la supuesta crueldad de Claudio, no hay que olvidar las frecuentes conjuras que se tramaron en su contra siendo emperador. La última acabó con su asesinato mediante el empleo de setas venenosas o una pluma envenenada que le introdujeron en la garganta con la excusa de ayudarle en uno de sus habituales vómitos.

 

La obra

En el desfile de tipos y representaciones de la dinastía Julio-Claudia, destacan algunos que ofrecen a los emperadores heroizados o divinizados, a menudo desnudos o semidesnudos, con el manto recogido a la altura de la cadera y frecuentemente con el brazo derecho en alto sosteniendo una lanza.

Perfecto ejemplo de estos simulacros masculinos, propios de Júpiter (versión romana del dios griego Zeus), es el imponente retrato en mármol de Claudio (hacia el año 50 d.C.) que se conserva en el Museo Pío Clementino, entidad integrada dentro de los Museos Vaticanos.

Se trata de una iconografía aplicada ya a individuos heroizados en tiempos de la República, que en el Imperio se consagró por haber servido para la imagen del Divus Iulius de su templo del foro romano. El mismo resorte ideológico hará aparecer a las emperatrices como encarnación de diosas o alegorías.

 

Fotografía de Giovanni Dall'Orto

 

FUENTES: LE GALL, Joël y Marcel LE GLAY. L'Empire Romain, tomo III, París, 1987, pp. 142-164; BENDALA GALÁN, Manuel. "El arte romano", en Ars Magna, tomo IV, Barcelona, 2011, p. 248.

 

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