SEVILLA Y VELÁZQUEZ


 

 

La formación y la primera etapa de la carrera del pintor Diego Velázquez (1599-1660) transcurrieron en Sevilla, su ciudad natal, donde vivió hasta su definitivo establecimiento en la Corte en Madrid en 1623.

Sevilla era la ciudad con una población más abundante y variada del país, y su importancia como centro de actividad económica e intelectual fue muy grande. En el campo pictórico convivieron los últimos representantes de Manierismo con artistas receptivos a las nuevas corrientes naturalistas. Velázquez fue uno de estos, como demuestran sus obras, en las que existe un énfasis en la descripción precisa de personajes y objetos, un gusto por los colores terrosos y un interés por escenas y personajes tomados de la experiencia cotidiana.

Ese interés del maestro Velázquez por la vida cotidiana se expresó en escenas de taberna o de vendedores callejeros, y también en varias pinturas religiosas en las que existe una extraordinaria interacción entre la experiencia de lo real y lo cotidiano y la historia sagrada, y en las que el artista sevillano dio pruebas de su gusto precoz por la paradoja narrativa.

Tanto en Cristo en casa de Marta y María, como en La cena de Emaús, el primer término lo ocupan sendas escenas de cocina, que dan paso, al fondo, a los personajes evangélicos. Se trata de un recurso que Velázquez pudo aprender de cuadros y estampas flamencas, que demuestra su interés por reflexionar sobre las fronteras entre la realidad y la historia, y que volveremos a encontrar en Las hilanderas, al final de su carrera. Son obras que atentan contra el principio clasicista según el cual el motivo principal debe ocupar un lugar también principal en la composición, y que muestran el deseo de singularidad que animó a su autor. 

A través de sus primeros cuadros religiosos asistimos a los inicios de Velázquez como pintor, y nos asomamos también a aspectos importantes relacionados con su formación intelectual y con las expectativas devocionales de la sociedad sevillana. La Inmaculada Concepción y San Juan Evangelista en Patmos tienen como tema una devoción mariana que logró unir a casi toda la población en la defensa de una creencia común; y al mismo tiempo, la iconografía que utilizó manifiesta su cercanía a Francisco Pacheco (1564-1644), que fue su maestro y suegro, y formó parte de las elites intelectuales de la ciudad.

En estas obras o en La Adoración de los Magos (imagen superior) exploró de nuevo las relaciones entre la narración histórica y la vida cotidiana, y dotó a sus personajes de rasgos de gran realismo, pues están tomados muy probablemente de personas reales. En el caso de La Adoración de los Magos, el aspecto del rey de mayor edad coincide con los retratos conocidos de Pacheco, y probablemente el rey joven, la Virgen María y el Niño Jesús de la escena sean el propio pintor, su mujer y su hija recién nacida.

Esa tensión entre cotidianeidad e historia sagrada, fue estimulada por la Iglesia contrarreformista y muy querida por algunas órdenes religiosas, como los jesuitas, para quienes Velázquez pintó esta última obra.

En Sevilla, el lenguaje poderosamente realista de estos cuadros resultaba una novedad, pues muchos de los artistas se movían todavía dentro de códigos de idealización, caso del escultor e imaginero alcalaíno Juan Martínez Montañés, la personalidad artística más importante de ese momento. Pero Diego Velázquez supo ser receptivo a todo tipo de estímulos creativos, como muestra La imposición de la casulla a San Ildefonso, que realizó después de un corto viaje a Madrid donde tuvo ocasión de estudiar al Greco.

 

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