ANECDOTARIO DE ARTISTAS
EL PINCEL DIVINO

Carlos Cid Priego


 

Especial que recoge las anécdotas más llamativas de las vidas de varios artistas célebres. Unas están recogidas históricamente, otras no; pero, haciendo constar siempre nuestras reservas, las recogemos por cuanto simbolizan los rasgos más salientes de cada temperamento real.

 

 

Giovanni Santi, pintor segundón de la villa italiana de Urbano, tuvo un bellísimo hijo de ojos azules y cabellos dorados al que la gente, tanto llamaba el niño la atención por su hermosura, comparaba con un ángel. Pronto la criatura, de nombre Rafael Sanzio, fue a su vez pintor de ángeles.

El padre comprendió las aptitudes extraordinarias del niño y, al ver que no podía enseñarle más, lo envió al taller de Perugino. Mucho aprendió Rafael de su maestro, pero supo ir más allá que él. Su pincel parecía inspirado por un soplo divino. Para todo servía: era escultor, arquitecto, pero sobre todo pintor. Nadie competía con él en Roma en elegancia y corrección. Y en el fondo, hasta sus más encarnizados rivales le amaban.

Sabiendo el antagonismo que existía entre Miguel Ángel y Rafael, el príncipe Chigi encargó al primero que le tasara un cuadro que tenía en tratos con el de Urbino. El genial gruñón frunció el entrecejo y murmuró: "por de pronto, creo que cada una de estas cabezas de ángeles podría valorarse en 100 escudos". Chigi no quiso oír más. Asustado por la cantidad, prefirió dar a Rafael lo que le pidiera, y más sabiendo que era muy desprendido.

Rafael fue hombre de mundo, que vivió siempre en sociedad, rodeado de un numeroso grupo de discípulos y admiradores. En alguna ocasión intervino en intrigas, como cualquier cortesano de su época.

Por desgracia, la salud de Rafael era muy débil y murió a los 37 años de edad, cuando estaba en la cima de su gloria y a punto de casarse con La Fornarina, bellísima modelo de sus cuadros. Se dice que una desenfrenada noche de sexo con su gran amor fue la causa del fallecimiento. Su muerte fue muy sentida: toda la ciudad de Roma desfiló ante su lecho mortuorio, en cuya cabecera se había colocado La Transfiguración, su último cuadro, al que sólo faltaban unas pocas pinceladas.

 

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