TAN LEJOS, TAN CERCA. GUADALUPE DE MÉXICO EN ESPAÑA

09/06/2025


 

 

Introducción

Como les informamos el pasado 28 de mayo, Tan lejos, tan cerca. Guadalupe de México en España ofrece una nueva mirada sobre el papel de la Virgen de Guadalupe como imagen revelada, objeto de culto y símbolo de identidad en el ámbito hispano. A través de casi 70 obras entre pinturas, grabados, esculturas y libros, la exposición muestra cómo esta figura religiosa, surgida en el cerro del Tepeyac en 1531, trascendió las fronteras novohispanas para convertirse en una presencia poderosa en el imaginario colectivo español.

El proyecto, comisariado por los doctores mexicanos Jaime Cuadriello (profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México e investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de México) y Paula Mues Orts (profesora de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México), es fruto de años de investigación y colaboración entre instituciones, y se estructura en once secciones temáticas, combinando piezas de pequeño y gran formato, para mostrar desde las primeras representaciones de las apariciones, hasta las sofisticadas "vera effigies" reproducidas con fines devocionales o políticos.

La exposición incluye obras maestras de artistas novohispanos y peninsulares como José Juárez, Juan Correa, Manuel de Arellano, Miguel Cabrera, Velázquez, Zurbarán o Francisco Antonio Vallejo, entre otros. Un conjunto que traza un mapa artístico y simbólico de la devoción guadalupana vigente desde el siglo XVII hasta principios del XIX.

Como complemento a la muestra, la Fundación Casa de México en España colabora con una intensa programación cultural que profundiza en la dimensión simbólica y artística de la Virgen de Guadalupe. El programa incluye conferencias de los comisarios, un ciclo de cine con títulos históricos y contemporáneos, cápsulas informativas y talleres de artesanía tradicional mexicana, impartidos por maestros de Michoacán y Chiapas. Estas actividades, desarrolladas entre el Museo Nacional del Prado de Madrid y la sede de la Fundación, ofrecen al público una experiencia integral que entrelaza historia, arte y tradición viva.

La exposición, integrada mayoritariamente por obras del patrimonio español, aborda la intencionalidad y función de las imágenes guadalupanas, tan diversas pese a reiterar un mismo prototipo, y apunta a sus semejanzas y contrapuntos con otras devociones europeas o tratadas por la pintura española.

Desde la llegada a España de las primeras imágenes guadalupanas, en 1654, se contabilizan unas 1.000 copias procedentes de México. La mayoría de ellas fueron enviadas principalmente antes de 1821, año de la independencia mexicana, por indianos, virreyes, obispos, miembros de órdenes religiosas, funcionarios y familias relacionadas con el comercio transoceánico y la minería. A partir de entonces, y hasta la actualidad, la presencia de estas representaciones se reduce y se vincula a los fenómenos migratorios, a los exilios y a la globalización. Las áreas de mayor arraigo devocional se concentran en la vertiente atlántica, el centro peninsular y la cornisa cantábrica. Entre los destinos destacan 18 catedrales, 13 basílicas, 7 colegiatas y 4 santuarios marianos, en los que reciben culto propio. Además de en parroquias y capillas de villas y pueblos, recintos conventuales y museos, un gran número de ejemplares se conserva en colecciones particulares. Este rastreo y estimación cartográfica ha sido realizado por Francisco Montes González (Universidad de Sevilla).

Del 10 de junio al 14 de septiembre de 2025 en el Museo Nacional del Prado de Madrid. Horario: lunes a sábado de 10:00 a 20:00 horas, domingos y festivos de 10:00 a 19:00 horas.

 

 

Historia, linaje y tipología

Desde mediados del siglo XVII quedó configurado un modelo de representación que relataba los cuatro encuentros entre la Virgen de Guadalupe y un indígena llamado Juan Diego en el cerro del Tepeyac, extramuros de la ciudad de México.

El paisaje montañoso del Tepeyac fue considerado un espacio sagrado aun antes de la llegada de los españoles. Tras la conquista, sería el escenario de las apariciones de la Virgen de Guadalupe y el lugar donde manó un pozo de agua curativa. Como territorio sagrado, era recorrido por los peregrinos para visitar los enclaves del relato y hacer romerías en honor a la Virgen. Las imágenes que representan el santuario identifican claramente los principales edificios y se convierten en un recuerdo visual o  locus  de memoria, pues la evocación de la visita anclaba y activaba la fe. En ocasiones también se incluye a la variada población que congregaba este culto.

Las narraciones cuentan que el primer encuentro de la Virgen con el indígena ocurrió la madrugada del 9 de diciembre de 1531, entre cantos de aves. Juan Diego actuó como visionario y mediador en el milagro de la estampación de la imagen al recolectar las flores que hizo aparecer María en su capa donde quedó impreso el retrato guadalupano. Este fue presentado al obispo Juan de Zumárraga como prueba de la aparición.

Los pintores novohispanos José Juárez y Juan Correa, y el grabador sevillano Matías de Arteaga, ejecutaron las primeras series de las cuatro apariciones y establecieron un canon iconográfico, que estuvo vigente durante tres centurias y que pasó a otros múltiples soportes, como la escultura, la arquitectura y un sinfín de artes suntuarias.

La imagen guadalupana pertenece a una familia de Vírgenes de origen nórdico y tardogótico (aunque ya de proporciones más renacentistas), con las manos en oración, rodeadas de una mandorla radial y solar y posadas sobre la luna menguante y un escabel o peana angélicos. Así se ve en la obra del artista sevillano Pedro Villegas Marmolejo o en el retablo de Medina del Campo. Esta iconografía también comparte los elementos identitarios de las advocaciones marianas más populares durante la primera mitad del siglo XVI, la Tota Pulchra y la mujer vestida de sol del Apocalipsis, y, finalmente, llegó a entroncar con las representaciones del misterio de la Inmaculada Concepción.

 

 

Icono y pincel divino

A inicios del siglo XVII, la mayoría de la sociedad en España y en sus territorios americanos veía a los pintores como practicantes de un oficio mecánico y manual. Frente a ello, los artistas, reivindicaban su estatus intelectual usando, tanto en textos teóricos como en pinturas, argumentos mitológicos, teológicos e históricos. Así como en la mitología clásica Zeus fue considerado un pintor-creador, para el cristianismo Dios formó el mundo con imágenes mentales, equiparables a la pintura. En virtud de su omnipotencia, ideó a María sin pecado y, según algunas interpretaciones, pintó la imagen de Guadalupe de México usando como pigmentos las rosas que recogió Juan Diego. La facultad divina de pintar se extendió a san Lucas, quien habría retratado a la Virgen con el Niño en una imagen, conservada en la iglesia de Santa María la Mayor de Roma, conocida como Salus Populi Romani (Protectora del pueblo romano). Sus copias eran "verdaderos retratos" que conservaban su carácter sacro y probaban la nobleza del arte.

Prueba de la sacralidad de la Virgen de Guadalupe era no solo que hubiese quedado portentosamente reproducida en la rústica capa de Juan Diego, sino que permaneciera intacta pese a las condiciones ambientales desfavorables en las que se conservaba. El paño de la Verónica también se consideraba una huella, o reliquia, de la divinidad, pues el rostro de Jesús había quedado estampado en él mediante el contacto con su sudor y su sangre. La imagen de la Guadalupana, por su parte, se explicó de diferentes maneras: como una impresión producida por el sol o como una pintura realizada misteriosamente por Dios o por los ángeles. En uno de los primeros retablos dedicados en México a esta Virgen, se colocó también un "verdadero retrato" de la Santa Faz para equiparar la naturaleza de estas imágenes impresas milagrosamente y que, además, actuaban como protectoras y vehículos de persuasión.

Por su estatus de icono revelado, la Guadalupana gozaba de un culto peculiar: estaba permanentemente velada, resguardada en un retablo y cubierta por una vidriera con cortinas, al modo de un iconostasio o un tabernáculo, algo más propio de la iglesia oriental. Tan solo durante las ceremonias más solemnes se descorrían aquellos paños de brocado y se podía contemplar, pero en medio del halo misterioso que estos producían. La música de la liturgia reforzaba este sistema sensorial de "ocultar y mostrar". En las representaciones de la Virgen homónima extremeña también aparecen a menudo -a modo de trampantojo- cortinajes, flecos y galones dorados.

 

 

España y Filipinas

Las dos primeras copias guadalupanas expuestas al culto en Madrid llegaron en 1654 por iniciativa de Pedro de Gálvez, visitador general de Nueva España, quien las situó, respectivamente, en el convento de los agustinos recoletos y en el Colegio de Doña María de Aragón, perteneciente a los agustinos calzados. El grabado de Pedro de Villafranca recoge uno de estos dos cuadros, ahora perdidos, pero que sirvieron de modelo a la obra de Senén Vila. También en Madrid, en 1740, el grabador más afamado de la ciudad, Juan Bernabé Palomino, ejecutó una estampa alegórica con enorme popularidad en ambas partes del océano, dado que celebraba el patronato de la Guadalupe sobre la urbe mexicana, proclamado en 1737. El grabado fue promovido por los indianos agrupados en la Real Congregación de Guadalupe en Madrid, de la que el rey Fernando VI sería hermano mayor.

Después de una epidemia devastadora, en 1746 la Guadalupana quedó jurada como patrona principal de Nueva España por los cabildos eclesiástico y civil, generando un sentimiento de pertenencia y unidad territorial del virreinato. Este estatuto jurídico impulsó una red sin precedentes de representantes legales que defendieron la causa más allá de las fronteras del virreinato, hasta tal punto que, en 1754, el papa Benedicto XIV reconoció y proclamó este patronato y la fiesta particular de la Guadalupana quedó inscrita, desde entonces, en el calendario litúrgico. La iconografía alegórica de esta efeméride asocia las armas o escudo aguileños con la personificación del reino, en figura de una princesa indígena lujosamente ataviada sobre los antiguos atributos del imperio de Moctezuma.

La amplitud del culto guadalupano alcanzó la ruta transpacífica, y Nueva España fue un punto de encuentro comercial y artístico entre Filipinas y la península ibérica, como puede verse en tres obras de la exposición, originales y suntuosas. La técnica de los enconchados, desarrollada en Nueva España entre los siglos XVII y XVIII, retomaba el trabajo ornamental de las lacas japonesas namban (arte japonés para la exportación). Se trabajaba incrustando láminas de nácar en un panel de madera que se pintaba con delgadas capas de pigmento, laca y barnices dejando asomar el brillo de las conchas. En este ejemplo, las teselas de concha cubren toda la figura de la Virgen de Guadalupe excepto por las encarnaciones. Su elaborado marco presenta uvas, flores y mariposas. Por su parte, se exhiben dos marfiles de factura asiática, creados para el mercado novohispano o español, que muestran diferentes aproximaciones en volumen, más acentuado y fluido en la pieza de Sevilla, y más plano y contenido en la de Madrid.

 

 

Vera Effigies

Las copias de la Guadalupana eran retratos fieles o a escala del Sagrado Original que enfatizaban su origen sobrenatural y transmitían su inmanencia sagrada. En sus márgenes se incluían cuatro cartelas que narraban y difundían la historia de su aparición y que legitimaban su condición de obra "non manufacta", es decir: no hecha por manos humanas. Estas obras alegóricas tenían una función celebratoria, expresada tanto en las guirnaldas florales, los símbolos de las letanías lauretanas, los coros de ángeles y las lacerías, todos ellos elementos honoríficos y laudatorios, como en las inscripciones. Entre ellas suelen aparecer el lema oficial de la Guadalupana, tomado del Salmo 147: "Nada hizo igual con ninguna otra nación". Por lo general, al pie se añadía una vista de su santuario, destino de peregrinación, purgación, sanación y rezo, o una quinta aparición, la curación del tío de Juan Diego, Juan Bernardino. Todos estos elementos tenían su correspondencia en los cantos y la música interpretados durante los maitines y en el coro.

Algunos pintores inspeccionaron la imagen de la Virgen de Guadalupe para certificar su naturaleza milagrosa y explicar sus particularidades pictóricas, así como su extraordinaria conservación. Sus observaciones les permitieron afianzar las técnicas artísticas y los instrumentos profesionales, como calcos y cartones, que empleaban para realizar copias "exactas". En ocasiones, sin embargo, la fidelidad fue más ideal que real, variando los tamaños y detalles del manto. En la inspección de 1751 se percataron de un rasgo "caprichoso" e inusual: en la parte inferior de la túnica se apreciaba un trazo parecido a un ocho, al que dieron diversos significados. A partir de entonces algunos artistas lo incluyeron como prueba de la fidelidad de sus obras. También fue frecuente añadir inscripciones señalando que estas eran copias exactas o que estaban "tocadas" a la imagen original, para transmitirles su sacralidad. Los artífices que realizaron estos exámenes tuvieron un prestigio mayor respecto a los que no tenían el privilegio de acercarse a la capa guadalupana.

Los artistas que argumentaron que la Guadalupe era una obra divina, participaban de una cultura letrada que defendía la naturaleza teórica y técnica de la pintura, por ejemplo, a partir de textos como el "Museo pictórico" de Antonio Palomino. El pintor novohispano Miguel Cabrera citó este tratado en "Maravilla americana", escrito tras estudiar el original guadalupano entre 1751 y 1752 y dedicado a fundamentar su estatus sobrenatural. Años más tarde, también acompañado por pintores, el científico José Ignacio Bartolache analizó la imagen y llegó a conclusiones muy distintas, sin negar el carácter milagroso. En su libro incluyó un esquema con el recorrido de la costura que unía los dos paños de la capa y un grabado de la planta con la que pensaba que esta se había realizado, proponiendo esta fibra como causa del ocho. Estas especulaciones artísticas tuvieron gran importancia en las discusiones en torno a la Virgen de Guadalupe.

Desde el último cuarto del siglo XVII, los médicos, astrónomos, matemáticos y anticuarios establecieron algunas teorías para explicar, conforme a las leyes de la ciencia, el fenómeno de la estampación. Por medio del estudio de la luz, la óptica, la física y la geometría, sus inspecciones y deducciones iban encaminadas a consolidar el origen celestial del Sagrado Original e incluso a atribuir su hechura a la Trinidad o a la inspiración de los espíritus angélicos.

Las copias de Guadalupe se hicieron en diversas escalas y sobre distintos soportes. Uno de los más apreciados fueron las láminas de cobre, que se golpeaban y pulían hasta conseguir una superficie lisa, lo que permitía a los pintores usar pinceladas menudas y precisas y lograr gran finura y delicadeza. La mayoría de las láminas son de tamaño reducido, pero se conservan algunas de medidas considerables. Las piezas de pequeño formato como las expuestas eran de fácil transporte y, por lo tanto, las favoritas para la devoción privada, aunque en ocasiones se incorporaron a retablos o altares. 

 

 

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