JOSÉ ZAMORANO MARTÍNEZ

Antonio Cabezuelo


 

"Un artista es una persona que con sonidos, con formas, con colores o con palabras, es capaz de sacar el alma de las cosas o los sentimientos, para mostrarlos al mundo"

José Zamorano

 

 

 

Así definía José Zamorano Martínez sus sentimientos como artista en una de sus últimas, y escasas, entrevistas. Nació en Hellín (Albacete) el 27 de octubre del año 1929, en el "Molino de Zamorano", que después le vería crecer como artista y abandonar este mundo el 29 de julio del año 2008. Hijo y nieto de molineros, desde niño desarrolló un amor especial por la escultura. Pronto comenzó a modelar "cosicas", como a él le gustaba llamarlas, con barro. Su madre, convencida de su talento, se las ingeniaba para que fueran expuestas en los escaparates del Rabal, antaño centro social de Hellín.

Hacia 1945, en una de sus múltiples visitas a Hellín, el escultor Federico Coullaut-Valera conoce al joven Pepe Zamorano por mediación de su madre. Tras enseñarle éste sus bocetos y charlar con él, decide prestarle ayuda en su formación como escultor, si es que llegaba a trasladarse a Madrid. Con una modesta beca conseguida por mediación de su paisano Antonio Preciado, y con el gran esfuerzo económico de sus padres, José parte hacia Madrid a finales de 1945. Allí estaría un año como aprendiz de Coullaut-Valera, del que siempre destacó su facilidad para la talla y la teatralidad de sus obras, aspectos ambos que le marcarían como escultor. Durante esta época, el escultor madrileño labraría, entre otras obras, el Prendimiento para Orihuela (Alicante).

A comienzos de 1947, Zamorano se traslada al taller del escultor e imaginero sevillano José Manuel Rodríguez Fernández-Andes. Siempre poniendo gran atención en la minuciosa forma de trabajar del maestro, aprendió a dibujar, modelar, sacar de puntos, tallar y pintar sus obras, etcétera. De Fernández-Andes siempre destacó su finura en los acabados, algo que le marcaría en sus primeras obras.

Además, en su estancia en Madrid, Zamorano estuvo matriculado como alumno libre de escultura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde el afamado profesor Ángel Ferrant le imparte modelado. Cursó también estudios de Dibujo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y en el Casón de Reproducciones Artísticas. Enamorado de la pintura, en 1948 abandona Madrid y parte hacia Valencia, donde permanece un año aprendiendo los entresijos de este arte. Un año después regresa a Hellín, a su molino, que ya no abandonará.

 

 

 

Intentar encasillar a José Zamorano dentro de una escuela escultórica se antoja harto complicado. Hemos de tener en cuenta que hablamos de un escultor fascinado en su niñez con obras como la Purísima, la Dolorosa o el Amarrado, todas ellas de Francisco Salzillo, auténticas obras de arte del patrimonio de su Hellín natal, y que posteriormente fue discípulo de Fernández-Andes -representante del neobarroco sevillano del XX- y Coullaut Valera -uno de los escultores más laureados de la escuela castellana del mismo siglo-. Todos ellos le influyen, conformando un estilo singular, pero tremendamente clásico, en palabras de Zamorano. Puede esto deberse a que el escultor fuera un enamorado de los clásicos italianos del renacimiento, como Miguel Ángel Buonarroti, de los que siempre destacó la perfección y majestuosidad de su belleza. Como buen amante del renacimiento, también sentía fascinación por los grandes clásicos griegos.

En algunas obras en las que le dieron libertad creativa, como el Ecce Homo de Hellín o la Magdalena de la localidad de Torredonjimeno (Jaén), podemos encontrar una marcada influencia de estos estilos. Para José Zamorano la obra perfecta aún no ha sido esculpida, ni cree que se consiga nunca, si bien afirmaba que la escultura que más se acercaba a la perfección de cuantas había visto era el sevillano Cristo de los Cálices, tallado por Juan Martínez Montañés, de quien siempre le agradó la virilidad y grandeza de sus obras. Lamentaba profundamente la pierna del Ángel de la Oración del Huerto de Murcia, obra de Salzillo, según Zamorano tremendamente desubicada, y que restaba brillantez a la cara y al torso más bellos que su referente tallara. Desde niño estuvo obsesionado con la Dolorosa de Hellín, obra también de Salzillo desaparecida en 1937, cuando Zamorano apenas contaba con ocho años de edad, una obra que le marcaría profundamente en su forma de concebir las Dolorosas (como vemos, por ejemplo, en la Virgen de las Penas).

Junto a Fernández-Andes, aprendió a comprender y representar con facilidad la belleza divina. Entiende a Jesús como Hijo de Dios, y por lo tanto rey del universo, y a María como Reina de los cielos y el cristianismo, por lo que es incapaz de representarlos desvalidos, vencidos por los avatares que les ha tocado vivir. Un buen ejemplo lo tenemos en sus Vírgenes abrazadas a la Cruz. No están abatidas en el suelo, a los pies del madero, rotas por el dolor; al contrario, siempre están de pie, con entereza, aferradas a la Cruz, sumidas en un profundo desconsuelo, pero sin perder un ápice de elegancia y majestuosidad. Otro ejemplo lo encontramos en el Caído de Hellín: mientras otros escultores representan a Cristo humillado, cabizbajo y tirado en el suelo, el Cristo de la Caída de Zamorano alza su vista al cielo, y apoya las manos en el suelo, en clara acción de levantarse y continuar el camino. Así pues, a lo largo de su trayectoria intenta eliminar todo patetismo de su obra.

 

 

Como todo artista, era persona muy sensible. Decía que lo más difícil de tallar eran las manos. Analizando su irregular trayectoria, hemos de creerle: en momentos de lucidez artística y buen estado anímico, fue capaz de tallar algunas de las mejores esculturas sacras del siglo XX, caso de la Virgen de la Amargura o Jesús de la Misericordia, ambos de Hellín. Sin embargo, cuando no encontraba motivación, los ánimos flaqueaban o la pena le embriagaba, labraba piezas discretas. En determinadas etapas de su vida, ello ocurrió con demasiada frecuencia. En estos casos, observamos unas manos muy simples, ortopédicas y mal proporcionadas.

En sus propias palabras, un imaginero ha de ser siempre un profundo creyente. Entiende la imaginería como la "catequesis de las calles". Vivía sus obras, trabajándolas con sentimiento. Para Zamorano, un paso procesional no era bueno si no conseguía transmitir al espectador la escena representada y llamar al fervor religioso.

Algunos de los rasgos que identifican su obra son los ojos grandes y piadosos; la belleza casi juvenil de sus representaciones marianas, de estilizada y majestuosa figura; la virilidad y portentosa musculatura de sus Cristos, de barba partida, tal como narra la Biblia, y la tez morena en sus primeros pasos, mucho más blanca y sencilla en etapas posteriores. En los pasos de talla completa, también podemos identificarlo por las policromías de túnicas y mantos, en general simples y poco trabajadas. Y sin duda alguna, algo difícil de buscar pero fácilmente identificable una vez conocida su obra, es el carácter hellinero de las imágenes de Zamorano, que lleva a cualquiera de Hellín a reconocer un paso suyo allá donde lo encuentre. Salvo excepciones, nunca repitió sus obras, pues decía que le salían de dentro. Entre las excepciones se encuentran sus Marías abrazadas a la Cruz, que siempre gustaron mucho, primero para Hellín y luego para Albacete, Palma de Mallorca, etcétera.

Era un hombre culto, amante del arte en general (practicaba también la pintura), con una conversación embaucador, orgulloso de sus raíces, amante de España y sus costumbres, de su arte, la copla y los toros. Ello hizo que muchas personalidades le tuvieran en alta estima. Tal es el caso de su maestro Coullaut-Valera, quien le visitó varias veces en su molino de Hellín, o el director del Museo del Hermitage de San Petersburgo, que viajó expresamente a Hellín para conocerle en persona.

Su carácter humilde y poco dado a las adulaciones, conllevó una vida sencilla y austera. Su taller era y es, un lugar acogedor, abigarrado, quizás excesivamente ordenado para tratarse del estudio de un artista. Esto, unido a lo especial del molino, con 500 años a sus espaldas, hace del mismo un auténtico Museo de Semana Santa.

A diferencia de otros escultores, Zamorano concibió y trabajó sus obras de principio a fin. Dibujaba los bocetos, modelaba la maqueta en barro, ponía los hierros a la madera, que también sacaba de puntos, gubiaba y lijaba. Incluso se encargaba de dar la policromía a sus pasos, por lo que, independientemente de gustarnos o no su estilo, hemos de quitarnos el sombrero ante su condición de artista. Su amor hacia el arte era tal, que siempre, tasaba sus obras muy por debajo de su valor real, llegando en muchos casos a cubrir gastos y poco más. Lo de Zamorano como escultor responde a una vocación, no a la búsqueda del éxito.

 

 

 

Su dilatada trayectoria comienza en 1949, a su regreso a Hellín tras su formación en Madrid y en Valencia. Es entonces cuando comienza a dedicarse a la imaginería, compaginando el oficio con su trabajo en el molino familiar. En 1950 dona a Hellín su primera imagen pasionaria, la Virgen de la Amargura. Se trata de una Dolorosa abrazada a la Cruz, de excepcional belleza. En esta obra podemos encontrar notables influencias de su maestro Fernández-Andes en la piel morena, la finura de las manos, o la dulzura y belleza del rostro. Con una majestuosa serenidad, a través de su dulce mirada, María transmite un tremendo desconsuelo por la trágica pérdida del hijo y su martirio en la Cruz. Su realismo, belleza y magnífico acabado, han llevado a muchos a considerar esta primera obra como la mejor de todas cuantas realizara José Zamorano.

En 1954, la Hermandad de San Antón de Hellín, tras estudiar bocetos de Víctor de los Ríos, Coullaut Valera, Martínez Bueno o Noguera Valverde, entre otros, decide encargarle al joven escultor local la talla del Cristo de la Preciosísima Sangre. El grupo está compuesto por un sereno Crucificado y un ángel de gran tamaño y notable inspiración salzillesca. Se le empiezan entonces a abrir más puertas como escultor, y llegan en esa época encargos de distintos puntos de la geografía nacional, como una María Magdalena, de gran acierto artístico, y un grupo de la Oración en el Huerto para Torredonjimeno (Jaén); una Caída, de original composición pero bastos acabados, para la localidad murciana de Calasparra, o un Crucificado con destino a Yeste (Albacete).

En 1959 comienza una brevísima segunda etapa, en la que muestra sus facultades como escultor en su máximo esplendor. Sus imágenes rebosan belleza y grandiosidad. Trabaja minuciosamente el modelado y no descuida en demasía la policromía. Desgraciadamente, este período dura muy poco y, en 1962, tras dejarnos sus mejores obras, entra en una profunda crisis artística, de la que le costó mucho salir. Nada se sabe sobre el motivo de este frenazo en seco a su progresión. Algunas teorías apuntan a una depresión por la muerte de su padre, mientras que otras nos hablan de desmotivación por no obtener el prestigio que sus obras merecían.

Con la presentación de una de sus más geniales obras, María Santísima de las Penas, podríamos ubicar el inicio de la segunda etapa. Zamorano decide donar de nuevo al pueblo de Hellín una representación de la Virgen María. A pesar de tratarse de una Dolorosa de vestir típicamente salzillesca, con los brazos abiertos y los ojos vueltos al cielo, se trata de una de sus obras más personales. Tras una década de búsqueda, Zamorano parece encontrar su estilo. Pierde algo de la finura que le caracterizaba en sus inicios, evolucionando más hacia la teatralidad y las maneras de su otro mentor, Coullaut-Valera, o incluso de los murcianos Francisco Salzillo y Roque López. La Virgen de las Penas conjuga perfectamente una excepcional belleza con la expresión de tremendo dolor por la pérdida del Hijo, tratándose de una obra de fuerte carácter devocional.

A esta segunda etapa pertenece también la Virgen de la Amargura de la capital albaceteña, interesante imagen mariana que repite la iconografía de su homónima hellinera pero combinando con indudable acierto los rasgos del evolucionado estilo del escultor, ya vistos en la Virgen de las Penas.

En 1961 presenta la efigie de San Juan Evangelista, muy masculino y viril, con una anatomía perfectamente estudiada. Desgraciadamente, en 1992 fue repintado por el propio Zamorano, quien le dotaría de unas policromías mucho más sencillas y menos vistosas, que además ocultan tras una capa de pintura toda la expresividad de la imagen. No fue este el único Zamorano que ha sufrido después repintes, muchas veces por el mismo escultor. Cuando no era así, y sus imágenes eran intervenidas por otras manos, el escultor decía tener una enorme tristeza, como cuando un hijo es maltratado y uno no puede hacer nada para ayudarlo.

 

 

 

Acabado el San Juan Evangelista, empezaría a tallar la que sería su mejor obra cristífera: Jesús de la Misericordia, de Hellín. Si bien fue concebido como Nazareno, actualmente desfila como Cristo Prendido. De tez morena, mirada perdida, trabajadas manos y bello semblante.

Es entonces cuando comienza su nueva etapa, que abarca desde 1963 hasta mediados de los 80. Comienza a descuidar habitualmente la policromía y, en ocasiones, incluso el modelado, con acabados cada vez más toscos. A esta época corresponde el grueso de su obra, caso de la Oración en el Huerto de Albacete; la Samaritana y la Negación de San Pedro de Hellín; las Vírgenes de la Amargura de Pozocañada y la Roda, que no alcanzan el nivel conseguido en las homónimas de Hellín y Albacete: los Yacentes de Tobarra y Pozocañada, y el Nazareno y la Magdalena (quizás la obra de más calidad de este período) para Casas de Fernando Alonso (Cuenca).

A mediados de los 80, con el Ecce Homo de Hellín podemos distinguir una nueva etapa, en la que recupera parte de su estilo, si bien no llegaría a ser el escultor de sus inicios. Pertenecen a ella la Virgen del Perdón (réplica de la Dolorosa de Salzillo de Hellín, desaparecida en la Guerra Civil), el Cristo de la Caída (ambos en Hellín), el Cristo del Amor de Elche, la Magdalena de Albacete (junto a la Virgen de la Amargura, su mejor obra para la capital albaceteña), la Caída de Miguelturra (Ciudad Real), una Piedad para Balazote (Albacete), el Prendido de Alzira (Valencia) y varios Nazarenos para distintas localidades de la provincia de Albacete.

Entrado ya el siglo XXI, a los 74 años de edad, sintió que comenzaban a flaquearle las fuerzas cuando intentó realizar una réplica de su primera obra, la Virgen de la Amargura, de la que no quedó satisfecho. Es de reseñar que, en la relación de obras anteriormente expuestas, sólo se han recogido aquellas consideradas más significativas. Sería necesario acudir a un estudio mucho más exhaustivo y completo de su obra para encontrarlas todas; estudio que, por desgracia, todavía no ha sido realizado.

Aunque esta semblanza recoge sólo su obra como creador de imágenes sacras, hemos de apuntar que era escultor en general. Trabajó la piedra, el hierro, el bronce y el mármol, amén de la madera. Para hacerse una idea de sus trabajos como escultor, citaremos que realizó más de 100 bustos en bronce para diversos puntos de España, como Alicante, Granada o Murcia, y del extranjero, como América Latina y Gran Bretaña.

 

FUENTES: Redoble 2009, Revista Oficial de la Semana Santa de Hellín. Anexo de los Escultores de la Semana Santa de Hellín; Hermandad de San Antonio Abad, Santísimo Cristo de la Preciosísima Sangre y María Santísima de las Penas, con motivo del Cincuentenario de la Imagen de María Santísima de las Penas, 2009; Entrevista a Don José Zamorano, publicada en la revista La Portalí, nº 13 (pp. 4-15).

 

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