JUAN BAUTISTA MAÍNO


 

 

Hablamos de uno de los más importantes de la pintura española de la primera mitad del siglo XVII, pero también más desconocidos debido a la tardía y difícil identificación tanto de sus datos biográficos como de sus obras. Aunque Lope de Vega, Francisco Pacheco, Jusepe Martínez o Palomino mostraron gran admiración tanto por su persona como por su pintura, hasta la fecha no se han desarrollado importantes estudios sobre su figura. Por otro lado, el hecho de que tras su ingreso en la orden dominica, en el año 1613, relegara a un segundo plano su trabajo artístico ha propiciado que su producción quede reducida a unas cuarenta obras.

A pesar de que fue profesor de dibujo del futuro Felipe IV, de quien siempre encontró reconocimiento y respeto a propósito de sus juicios artísticos, la concreción biográfica de Maíno ha permanecido tan difusa que ni siquiera su nacimiento en España pudo concretarse hasta 1958. En la actualidad, se sabe que el pintor nació la villa alcarreña de Pastrana, en el año 1581, hijo del matrimonio formado por un comerciante de origen milanés llamado como el pintor, y la lisboeta Ana de Figueredo. Pasó su adolescencia en Madrid y, en una fecha imprecisa, pero que suponemos hacia finales del siglo XVI, pasó a Italia, donde tendría una decisiva formación pictórica vinculada a las dos grandes corrientes generadas en la Roma de hacia 1600: el revolucionario naturalismo de Caravaggio y la revisión del clasicismo italiano de Annibale Carracci y la escuela boloñesa.

Maíno, fallecido en Madrid, en el año 1649, vivió en primera persona toda esa confluencia de aportes y estilos, y así lo manifiesta su pintura, caracterizada por un dibujo vigoroso y descriptivo, la monumentalidad escultórica de sus figuras, trazadas con una iluminación contrastada e intensa y un colorido vivo y saturado, con profusión de amarillos, ocres, azules cobaltos y bermellones. Trabajó en diversos soportes y dimensiones, destacando como retratista pero también como paisajista, un género del que nos ha dejado unos pocos ejemplos donde confluyen la poética clasicista y una minuciosa descripción botánica muy cercana a los paisajistas flamencos.

 

 

 

En en el año 1612, Maíno se comprometió con los padres dominicos de San Pedro Mártir, en Toledo, para realizar el retablo mayor de su iglesia conventual. La estructura fue trazada por el arquitecto Juan Bautista Monegro, y en ella el pintor debía integrar diez pinturas: cuatro de ellas representan, en grandes dimensiones, los episodios más importantes de la vida de Jesús: las dos Adoraciones, la Resurrección y Pentecostés; es decir, las imágenes fundamentales del mundo católico, conocidas como las Cuatro Pascuas. Se incluyeron además cuatro figuras de santos inscritos en paisajes que se relacionan con el impulso de este género que se estaba generando en Roma en los primeros años del siglo XVII. Sendas representaciones de Santo Domingo de Guzmán y Santa Catalina de Siena coronaban el retablo. El encargo era un trabajo de gran enjundia que demostraba el prestigio que Maíno había alcanzado un año después establecerse en Toledo tras regresar de Roma. Las grandes telas debieron de llevarse a cabo tras un laborioso trabajo que reflejaba el compromiso del pintor de acabarlas "en toda perfección". Todas las pinturas se concibieron atendiendo a su ubicación y teniendo en cuenta los elementos escultóricos del conjunto.

Dicho retablo debió de causar conmoción en la ciudad por su carácter novedoso. La monumentalidad, el colorido, la factura y la concepción de cada composición entroncaban de manera directa con la vanguardia pictórica italiana. En las grandes telas destacaban los componentes deudores de Caravaggio, especialmente la fuerza, el dinamismo, la iluminación y la corporeidad de las figuras. Juan Bautista Maíno finalizó este encargo en 1614, con una demora de catorce meses. Un retraso que podría explicarse por la complejidad técnica de las obras, especialmente los cuatro lienzos principales, y porque el pintor ingresó en la orden de dominicos.

Maíno permaneció vinculado durante varios años al convento de San Pedro Mártir y en ese tiempo se ocupó de realizar otras composiciones. Sin duda las más significativas son las pinturas murales de la iglesia. En los dos arcosolios que flanqueaban el altar mayor representó las alegorías de las cuatro virtudes cardinales: Justicia, Prudencia, Fortaleza y Templanza. Además, debajo del coro y junto a la puerta de ingreso a la iglesia, pintó una exaltación de la Virgen como Regina angelorum, rodeada de ángeles músicos y por las imponentes imágenes de Aarón y Moisés. Estos murales se fechan entre los años 1620 y 1624.

 

 

 

Los paisajes de Juan Bautista Maíno se presentan como una auténtica innovación dentro de la pintura española, pues se emparentan con esa misma asunción del paisaje sombreado y ameno, creado a través de contrastados planos paralelos y masas de vegetación que espejean en el agua, que percibieron artistas como Annibale Carracci, Domenichino (Domenico Zampieri), Carlo Saraceni o Adam Elsheimer.

Maíno demostró excelentes dotes para el retrato, y así lo recoge el aragonés Jusepe Martínez, un retratista y tratadista de la época: “Maíno tuvo gracia especial en hacer retratos, que a más de hacerlos tan parecidos los dejaba con tan grande amor, dulzura y belleza que, aunque fuese la persona fea, sin defraudar a lo parecido añadía cierta hermosura”. Como otros artistas de su tiempo incluyó retratos en algunas de sus composiciones religiosas, o al menos así los percibimos dado el grado de concreción y viveza que otorgó a algunas figuras masculinas. Su Santo Domingo de Guzmán del retablo de San Pedro Mártir o el San Agabo del Bowes Museum muestran dos rostros tan cargados de determinación que es posible que se basen en la fisonomía de individuos contemporáneos del pintor. Más contenido, seguramente por representar a un miembro de la orden dominica y a un hijo del rey Felipe IV, es el retrato de Fray Alonso de Santo Tomás, uno de los últimos trabajos de Maíno.

Pese a la fama de buen retratista que Maíno tuvo entre sus contemporáneos, el único ejemplar firmado por el pintor que se ha conservado es el Retrato de Caballero del Museo del Prado. Es una pintura de extraordinaria calidad en la que el dominico se muestra tan respetuoso con las fórmulas empleadas por El Greco en el área toledana como conectado con la pintura norteuropea del siglo XVII. En el año 1935 se le atribuyó el Retrato de un Monje del Ashmolean Museum, que es muy probablemente un autorretrato a tenor de la intensidad introspectiva que destila. Diego Velázquez, Francisco de Zurbarán, Alonso Cano, Rembrandt o Peter Paul Rubens son algunos de los pintores que en alguna ocasión se han puesto en relación con Maíno.

 

 

 

Entre las composiciones religiosas realizadas por Maíno merecen especial interés las creaciones de santos aislados, concebidos de manera monumental y muy cercana al espectador, seguramente para estimular sus impulsos devocionales. Una obra que alcanzó cierta difusión fue la de San Pedro Arrepentido, una conmovedora visión del apóstol cuya disposición deriva directamente de Caravaggio, y que alcanzó predicamento en otros pintores españoles durante el primer cuarto del XVII. La corporeidad, la iluminación y la disposición espacial entroncan también con el San Juan Bautista de Basilea, mientras que el monumental San Jacinto muestra la capacidad del pintor para cambiar de registro pictórico y adaptarse a la pintura mural. La Magdalena Penitente es una delicada versión de una estampa flamenca, con un colorido sensual y una carnalidad que recuerdan a Orazio Gentileschi.

La cercanía de Juan Bautista Maíno con Felipe IV aparece recogida en testimonios de la época, que sitúan al pintor como profesor de dibujo del monarca y su asesor en temas artísticos. Sin embargo, no conocemos encargos explícitos a Maíno con la excepción de esta tela que formó parte del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro de Madrid que, decorado entre los años 1634 y 1635, se convirtió en el espacio más emblemático del reinado de Felipe IV, pues festejaba los principales triunfos militares hispanos de los años previos. La tela ocupaba el primer lugar dentro de la serie, y era la única del conjunto que incluía los retratos de Felipe IV y el Conde-Duque de Olivares. Es una obra que destaca sobre el resto de las telas del conjunto, y no sólo por la novedosa visión de la guerra y la complejidad narrativa que dio al asunto (descripción topográfica del lugar, concesión del perdón real a los prisioneros y penosas consecuencias que la guerra acarrea), sino también por emplear un colorido claro y una pincelada poco densa cuyo resultado se asemeja al de la pintura mural.

 

 

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