PAUL GAUGUIN


 

 

El parisino Eugène Henri Paul Gauguin (1848-1903) se formó como pintor bajo la tutela del maestro Camille Pissarro (1830-1903), de quien asimiló una interpretación del Impresionismo en clave pastoral, escenas campesinas imbuidas del sueño de una humanidad reconciliada con la naturaleza. Este sentimiento pastoral inspiraría a Gauguin el comienzo de su larga búsqueda de lo primitivo.

En el entorno de Pissarro, conoció además a Paul Cézanne (1839-1906), cuyas innovaciones pictóricas (simplificación geométrica de planos y volúmenes, composición tectónica, reducción de la profundidad espacial, pincelada constructiva, etcétera) dejarían profundas huellas en su obra; en él admiraba ante todo el hallazgo de un método para superar el Impresionismo.

La obra de Paul Gauguin en Martinica constituye un punto de inflexión en la forja de su nuevo estilo pictórico. Figuras y paisaje se integran, el arabesco lineal de los caminos y de las ramas de los árboles, con sus curvas sinuosas, delatan un proceso más profundo de feminización y erotización del paisaje.

Si la impronta de Pissarro y luego de Cézanne condiciona la evolución del paisaje de Gauguin, en su recreación de la figura humana será determinante el ejemplo de Edgar Degas (1834-1917), el pintor que no teme desobedecer a la naturaleza y someter la anatomía a todas las distorsiones necesarias. De él asimila la concepción de la figura en movimiento y sus recursos para crear un espacio pictórico complejo y, sobre, todo el motivo de la danza como modelo de composición rítmica. Las grandes composiciones de figuras de Gauguin, hasta el año 1888, se refieren a dos temas típicamente degasianos: el baño y la danza.

 

 

Recibiría también inspiración de pintores más jóvenes, caso del Cloisonismo, estilo forjado entre 1887 y 1888 por Louis Anquetin y Émile Bernard, inspirado en las estampas japonesas y en las antiguas vidrieras y esmaltes, y que se convertiría en el catalizador de los experimentos más avanzados de Gauguin. El Cloisonismo le permitió una nueva organización de la superficie pictórica mediante áreas de color planas y un dibujo simplificado.

En consonancia con las preocupaciones espirituales del fin del siglo, Paul Gauguin demuestra un nuevo interés por el arte religioso. Aspiraba a rescatarlo del sentimentalismo crónico y devolver a sus efigies (empezando por la del Cristo Crucificado) una eficacia de iconos, como si fueran fetiches. Pretendía sustituir la “imagen de devoción” de la piedad moderna por una arcaica “imagen de culto”. La imagen de culto le sirve, en fin, a nuestro artista para forjar una peculiar mitología del artista en sus innumerables autorretratos.

El retrato simbólico fue una de las preocupaciones comunes con Vincent Van Gogh (1853-1890) y, sin duda, el terreno favorito de confrontación y de diálogo entre los dos pintores, antes, durante y después de su tormentoso periodo de convivencia en Arles. La mujer, protagonista absoluta de la obra de Gauguin, cobra un papel singular en las visiones y símbolos de lo sobrenatural. Si el mundo masculino aparece como escenario de la hegemonía de la razón positivista, en el ámbito femenino se revela el poder irracional de lo sagrado. 

A partir del año 1900 la impronta de Gauguin se deja sentir en algunos artistas españoles que trabajan en París, ante todo Picasso. Hasta la difusión del cubismo, el sintetismo gauguiniano fue, para los artistas españoles más avanzados, la clave para descifrar todo el postimpresionismo francés, incluida la obra de Cézanne.

 

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