ANTONIO DEL CASTILLO SAAVEDRA

05/12/2024


 

 

Antonio del Castillo y Saavedra nació en 1616. Fue un pintor cordobés que, desde muy temprana edad, se familiarizó con el oficio de la pintura, pues su padre, el pintor Agustín del Castillo contaba con un taller. Tras la muerte de este en 1631, nuestro pintor hubo de instruirse en el oficio con el pintor de imaginería Aedo Calderón, con quien firmó un concierto de aprendizaje de tres años. Pasado dicho lapso de tiempo, Palomino cuenta que viajó a Sevilla junto al artista cordobés José de Sarabia, con el objetivo de perfeccionar su técnica, cometido que logró en el taller de Zurbarán, adoptando así en sus obras un marcado aire naturalista, un tratamiento cuidadoso en la representación de las telas y un dominio de la concepción espacial. "Viéndose ya adelantado en el arte", Palomino, cuenta que regresó a Córdoba "donde hizo excelentes obras públicas y particulares". Pese a que no ofrece una fecha precisa, existe constancia documental de que, en 1635 recibió, en la citada ciudad, la dote de su primera esposa Catalina de la Nava, así como arrendó diferentes viviendas e inmuebles para albergar su obrador, firmando como "pintor, pintor de imágenes o maestro pintor".

Castillo hubo de desenvolverse así en un contexto de importante demanda pictórica, pues, al mismo tiempo que la catedral y algunos conventos se convirtieron en importantes mecenas -con el objetivo de enriquecer sus espacios con pinturas- la nobleza, los comerciantes y diferentes corporaciones gremiales sufragarían también importantes trabajos pictóricos, bien para decorar espacios domésticos, bien para capillas de las que eran patronos, llegando a imponer, incluso, las modificaciones iconográficas que fueran precisas para destacar su patrocinio. Entre los principales trabajos del maestro pintor, en sus inicios, podemos destacar, en 1642, la hechura de cinco lienzos para Diego de Borja que serían destinadas al retablo mayor del convento de Nuestra Señora de las Mercedes Extramuros: uno de gran formato (San Pedro Nolasco recibiendo el hábito mercedario) y cuatro de menor tamaño (San Pedro Argemengol, San Serapio, Santa María del Socorro y Santa Coloaxia), en las cuales puede apreciarse una composición característica de Castillo consistente en la superposición de dos escenas: una primera, en la que se refleja el asunto principal y otra en el fondo del cuadro, secundaria, que se relaciona con el tema central.

No obstante, cabe reseñar que la obra que consiguió despegar la carrera de Antonio del Castillo será San Acisclo (1643). El San Acisclo, pintura de gran gran formato que competía junto a la obra -de mismo formato e iconografía- de Cristóbal Vela Cobo, participaba en el concurso convocado por el Cabildo para encomendar las pinturas que adornarían el retablo mayor de la catedral. Aunque, al final, el encargo recayó en este último, la obra de Castillo gustó tanto que se expuso de forma permanente en el templo, sirviéndole así de escaparate público al artista y estimulando un mayor número de encargos, entre los que podemos destacar: las pinturas de San Juan Bautista y San Francisco de Asís (1643) para el retablo de la capilla funeraria del capitán de infantería Alonso de Benavides o el Martirio de San Pelagio (1645), obra encargada por el canónigo don Lupercio González de Moriz para decorar su capilla, situada en el trascoro de la catedral cordobesa.

El éxito inicial de Antonio del Castillo no estuvo exento de tribulaciones, puesto que, a pesar de cosechar un variado número de encargos y mejorar su situación económica, hubo de hacer frente en 1637 a la defunción prematura de su único hijo y la de su mujer Catalina de la Nava en 1644. Además, tras la apertura del testamento de su esposa, Castillo hubo de litigar con sus hijastros al no contar con la suficiente solvencia económica para responder a las últimas voluntades de su mujer, problema que no logró solución hasta 1649, año en que Antonio casó con María Magdalena Valdés en la capilla del sagrario de la catedral. Gracias a que su segunda mujer era hija del reconocido platero Simón Rodríguez Valdés, el matrimonio serviría al pintor para hacer contactos con la élite cordobesa, a la par que sanear su economía. Pese a que su fortuna amorosa se vio nuevamente truncada tras morir María en 1652, Castillo iniciaba una de sus etapas más fructíferas a nivel pictórico, así como sería probable que empezara en esta época a realizar sus figuras modeladas en barro, los diseños de artefactos y piezas de plata para el gremio de plateros.

 

 

En este momento de esplendor, la obra de Antonio del Castillo irá adquiriendo un aire monumental, en la que predominaba el dibujo, una gama cromática plana, así como el modelado firme y sólido de sus personajes, en los cuales se detiene para dotarlos de una gran expresividad y un cuidadoso drapeado. Ello puede evidenciarse en el Calvario que fue encargado en 1649, con el objetivo de presidir la capilla del Santo Tribunal de la Inquisición o en las pinturas de la Coronación de la Virgen, Santa Helena, San Dimas y los lienzos de los apóstoles para el camarín del altar mayor de la iglesia del Hospital del Jesús Nazareno, realizadas en 1651 a petición de don Luis Fernández de Córdoba y Figueroa. Siguiendo la estela de grandes encargos, no puede pasarse por alto el encomendado en 1652 por el corregidor José Valdecañas y Herrera, quien confió en Castillo para realizar una pintura con la que obtuvo un importante reconocimiento público, el San Rafael Arcángel como protector de la ciudad.

Ante el variado número de encargos, los premios recibidos y la buena acogida de la crítica, Antonio del Castillo se encontraría muy orgulloso de unas producciones en las que habría alcanzado un alto grado de perfección en su arte. Ello puede percibirse en algunas obras que firma, por ejemplo, en el citado San Rafael para el Ayuntamiento, donde firmó con su nombre en latín; en su Adoración de los reyes (1751), donde incluyó su nombre completo o el caso de las pinturas de San Acisclo y Santa Victoria que quizás fueron pintados hacia 1650 para el convento cordobés de la Encarnación y en las que incluyó sus iniciales entrelazadas. Sin lugar a dudas, Antonio del Castillo se encontraba muy orgulloso de su creatividad, reconocimiento y trayectoria artística, hasta el punto de que entre la sociedad, como bien recoge Palomino, corrió el siguiente dicho: "el que no tiene pintura de Castillo no se tiene por hombre de buen gusto".

No obstante, no será hasta 1655, cuando Castillo afronte el mayor de sus encargos: la realización de diez pinturas que, destinadas a ennoblecer la caja de la escalera del convento de San Pablo el Real, fueron encargadas por la Orden de Predicadores. El ciclo pictórico, en el que se representó a San Fernando dedicando la fundación del convento a San Pablo, Santa María Magdalena y Santa Catalina de Alejandría, Santo Tomás y San Buenaventura, San Vicente Ferrer, San Pedro Mártir, San Antonio de Padua y San Bernardino, entre otros, ponía de relieve la unidad de la oración y el estudio como bases de la orden, así como explicitaba el deseo de los frailes por convertir al cristianismo la Córdoba musulmana tras ser conquistada por Fernando III el Santo. El programa hubo de requerir una gran destreza técnica y compositiva, ya que las pinturas debían ser percibidas desde múltiples puntos de vista y diferentes alturas, por lo que los dominicos debieron confiar en un maestro plenamente consolidado y con una dilatada experiencia.

Una vez llegado a los comedios del Seiscientos, la pintura de Antonio del Castillo mostraba un importante cambio, coincidiendo con el ascenso social que le brindaría su tercer matrimonio con Francisca de Lara y Almoguera -hija de Juan de Lara, mercader de seda- en 1653, así como tras el conocimiento de las estampas holandesas de Abraham Bloemaert. La paleta de Castillo y los contornos de sus figuras se volvieron más suaves y estilizados, fruto de aplicar una pincelada más suelta y diluida, capaz de conseguir sutiles efectos lumínicos para crear unas composiciones de un marcado aire naturalista. Además de esta transformación, las pinturas del artífice también dieron un giro a a nivel temático. Las largas temporadas que pasaba el matrimonio en el cortijo de Rubio el Bajo, permitieron a Castillo realizar muchos bocetos y apuntes del ambiente rural de la campiña cordobesa, dibujos que, junto a las citadas estampas holandesas, desarrolló con más detenimiento en sus composiciones en lienzo. Así realizará unas producciones muy particulares, hacia el final de su carrera, a las que Palomino acuñó como "historiejas", fechables entre 1655-1660 aproximadamente, en las que el pintor cordobés introducía temáticas veterotestamentarias y neotestamentarias, envueltas en ricos paisajes campestres que podían contener algunos fragmentos arquitectónicos como telón de fondo. De entre el variado número de pinturas de este género, podemos destacar "un juego de cuadros" de la Vida de Cristo y Martirios de Apóstoles para el prior de la Vereda don Pedro Carranza; historias de la pasión de Cristo para Francisco de Alfaro, y el Sacrificio de Abraham, el Hijo pródigo, el Triunfo de Judith o el Sueño de San José para el contador de la catedral de Granada, Francisco de Torres y Liñán.

 

 

Hacia mediados de los sesenta, puede evidenciarse la madurez pictórica del pintor siendo, sin lugar a dudas, el mejor ejemplo de ello la serie de la Vida de José (hacia 1655). Compuesta por seis pinturas, en ellas se refleja la perfección técnica alcanzada por el pintor a través del marcado aire naturalista, el cuidado en las composiciones y el esmero en la representación de la vegetación. Esta serie se convierte en el mejor exponente de la fusión entre la influencia de las estampas holandesas y sus bocetos campestres.

Entre 1663 y 1665, el pintor cordobés trabajó para la Orden Franciscana, la cual encargó pinturas a Juan de Alfaro, Ruiz de Sarabia o Vela Cobo para el claustro del convento de San Pedro el Real. Mediante la intercesión de su mecenas Sebastián Herrera, el pintor realizó el Bautismo de San Francisco, obra en la que se han creído ver los retratos de personas del círculo de Antonio del Castillo, pertenecientes al gremio de plateros, canónigos y nobleza.

Al advertir Castillo que una buena parte de la producción pictórica se encargó a su antiguo discípulo Alfaro -quien firmaba sus obras y gozaba de una fama incipiente al regresar a Córdoba tras trabajar con Diego Velázquez en la Corte-, escribió en su pintura "Non Fecit Alfar(us)". Según Palomino, con esta acción, el pintor reprendía la continua necesidad de Alfaro por firmar todos sus lienzos para los trabajos en obras públicas.

Si hacia 1665 el artífice atravesó un fuerte sinsabor por el fallecimiento de su tercera mujer, al año siguiente el artista, durante un viaje a Sevilla, experimentó su muerte metafórica. Al apreciar las pinturas de Murillo y contemplar sus colores, nuestro pintor, según cuenta Palomino, exclamó: "Ya murió Castillo", comprobando que su creatividad se había quedado desfasada frente a los nuevos gustos estéticos que estaban proliferando en la época. De esta forma, en sus últimas obras, San Francisco (hacia 1667) y El descendimiento de la cruz (hacia 1667), puede atisbarse someramente la influencia que generó en el pintor cordobés la estética colorista, marcada por el flamenco Rubens y los neovenecianos e introducida por Murillo y Herrera el Mozo.

No obstante, Castillo apenas pudo experimentar con las nuevas soluciones plásticas y estéticas del pleno barroco, pues murió en Córdoba el 2 de febrero de 1668, dejando tras de sí a varios discípulos, entre los que sobresalen Pedro Antonio y Manuel Francisco, pero, en palabras de Palomino: "ninguno que llegase a la eminencia de su maestro". Sea como fuere, lo más importante es que la obra de Antonio del Castillo y Saavedra es fiel testigo del tiempo que le tocó vivir al artista. Ya sean los casos de las obras en las que aparecen reflejados los comitentes -y que el artífice pintó fuertemente condicionado por los mismos-, ya sean los casos en los que el pintor gozaba de una mayor libertad creativa y compositiva, su producción artística refleja a la perfección la devoción popular, la fuerte influencia de la Iglesia, así como el deseo del ascenso socio-político de la élite local cordobesa del siglo XVII.

 

 

La Cátedra "Córdoba, Ciudad Mundo" de la Universidad de Córdoba (UCO) ha inaugurado la exposición virtual Antonio del Castillo, el pintor del barroco cordobés, una muestra significativa de la singular producción artística del maestro. Esta exposición está patrocinada por el Ayuntamiento de Córdoba y ha contado con la colaboración del Museo del Prado, el Museo de Bellas Artes de Córdoba, el Cabildo Catedral de Córdoba y la Colección Delgado. Está comisariada por Paula Revenga Domínguez, Noemí Rubio Pozuelo y Pablo Prieto Hames. El espacio expositivo, al que se puede acceder a través de este enlace, tiene carácter permanente y ofrece un recorrido por la trayectoria artística de Castillo, brindando al visitante la oportunidad de contemplar una amplia selección de obras del artista procedentes de distintas instituciones en un mismo espacio virtual y, si así lo desea, de poder proyectarlas en su propio entorno físico con realidad aumentada. 

 

Volver          Principal

www.lahornacina.com