JOSÉ CAPUZ. 50 ANIVERSARIO
SANTO AMOR DE SAN JUAN (CARTAGENA)

José Francisco López Martínez


 

 

Este novedoso grupo escultórico, realizado en el año 1953 para la cofradía cartagenera de los Marrajos con el título Santo Amor de San Juan en la Soledad de la Virgen, vendría a ser una interpretación del tema denominado "grupo de los llorosos", San Juan, la Virgen y María Magdalena, que podrían formar un solo grupo con el Yacente dando lugar al tema iconográfico conocido como Lamentación sobre Cristo Muerto. Según el propio Capuz, "corresponde el grupo al momento de la pasión que nos describe el Evangelista, en el que José de Arimatea ha hecho depositar el cuerpo muerto de Jesús al pie de la cruz" (1).

Siguiendo esta interpretación, parecería que su lugar en la procesión del Santo Entierro se encontraría a continuación del Descendimiento, grupo con el que, como veremos, se encuentra estrechamente relacionado. No obstante, en el mismo cortejo procesional, tras el Descendimiento encontramos el grupo de La Piedad, primera obra de Capuz para la cofradía de los Marrajos y momento narrativo-devocional inmediatamente anterior a lo representado en el Santo Amor de San Juan. Estrictamente, cabría imaginar el momento exacto descrito por Capuz, la deposición del cuerpo muerto de Cristo al pie de la cruz. No se cuenta en la procesión del Santo Entierro con un grupo de tales características que, por otra parte, no aportaría mucho más que una secuencia de transición casi cinematográfica. Pero el lugar de los tres personajes no se encontraría tan alejado de la cruz si consideramos que en el año de su realización aún no se contaba con el grupo del Santo Entierro de González Moreno. Se hace necesario imaginar el destino de la mirada perdida de los tres personajes que, como ha señalado el profesor Hernández Albaladejo, no puede ser más que el cuerpo yacente de Cristo (2).

De esta manera, Capuz aprovecha su propia obra de 1926, el Cristo Yacente, para generar, 25 años después, un nuevo grupo que explota al máximo la concepción totalizadora del cortejo pasionario, al exigir del espectador el establecimiento de imprescindibles vínculos entre dos obras separadas en el espacio y en el tiempo pero unidas indisolublemente en su mensaje. Cabría hablar aquí de un recurso barroco, el espacio coextenso llevado a sus últimas consecuencias ya que no sólo parte del contenido de la obra se encuentra más allá de sus límites sino que, envolviendo al espectador y el cortejo procesional interpuestos, se relaciona con otra obra en sí misma completa. Toda esta complicación, sin recursos declamatorios, como si el escultor hubiese querido aprovechar el silencio respetuoso que envuelve el paso del Cristo Yacente como lugar de encuentro de sus dos obras en una reflexión sobre la muerte y la esperanza en la resurrección. He aquí de nuevo la maestría de Capuz.

Pero si el grupo es novedoso en cuanto a concepción iconográfica no lo es menos en cuanto a configuración formal. El escultor huye de lo meramente narrativo para ahondar en el concepto, en la idea de la soledad y la reflexión ante la muerte de Cristo. Es esta capacidad para otorgarle a lo particular una validez universal la que nos habla del espíritu clasicista de Capuz. Para lograrlo, utiliza algunos de los recursos que ya había empleado en 1930 en el Descendimiento. De nuevo encontramos el contraste entre el naturalismo de clásica serenidad de los rostros y la simplificación expresionista de las vestiduras que se convierten en vehículo emocional y caracterizador de los personajes. Se diría casi que los personajes, los rostros, su serenidad, aparecen envueltos por la emoción de los ropajes que nos hablan mucho más explícitamente de la naturaleza de sus sentimientos y desempeñan la necesaria complementariedad expresionista de la serenidad clasicista de los rostros. Para conseguirlo, Capuz parece haber explotado una vez más, los recursos facilitados por la teoría de la Gestalt o psicología de la forma. Según la Gestalt, la percepción visual de la obra de arte nos lleva siempre a establecer una reducción esquemática a la forma básica más sencilla que, en el subconsciente, siempre asociamos con ideas de valor universal. Esta teoría de la percepción visual, desarrollada en profundidad por Rudolf Arnheim, prestaría soporte de validez a la capacidad de comunicación emocional de todo el arte abstracto, basado precisamente en la forma ajena a una referencia naturalista inmediata y que sin embargo es susceptible de comunicar emociones que, inevitablemente, asociamos con imágenes básicas concretas (3). De esta manera, en el grupo escultórico del Santo Amor de San Juan encontraríamos dos y hasta tres discursos paralelos y complementarios. Junto a la significación narrativa más evidente a la que ya hicimos referencia anteriormente, y que incluiría el grupo en un discurso general de distintos episodios que nos narran la pasión de Cristo, encontramos el recurso de la utilización expresionista de la forma.

Si analizamos, en una primera aproximación, el grupo en su conjunto vemos que la composición es claramente triangular, esquema habitual en una composición clásica, equilibrada, aunque en este caso sea posible apreciar de inmediato dos líneas menores divergentes, descritas por las figuras de la Virgen y la Magdalena que contribuirían a esa sensación de desolación, según el sistema formalista establecido por Wo¨lfflin (4). Pero, además, esta composición triangular nos remite automa´ticamente a la idea de la pirámide o la montaña, figura que en el simbolismo universal de las formas siempre se asocia al lugar del sacrificio, de la unión del cielo con la tierra, de la manifestación de lo sagrado. La representación esquemática de la montaña es el triángulo.

Llegados a este punto, puede que nos planteemos si toda esta reflexión simbólica, casi esotérica, se encontraba realmente en la mente del escultor a la hora de concebir este grupo. Cabe recordar que en obras anteriores, especialmente en su colaboración con Félix Granda, Capuz ya había dado muestra de su dominio del lenguaje simbólico y su capacidad de incorporación a su obra escultórica sin necesidad de explicitarlo. Así, transforma su Cristo Yacente en un auténtico grupo que desarrolla la historia de la redención y se convierte en un triunfo sobre la muerte mediante la adición del trono procesional y todo su complejo programa iconográfico (5).

Según la idea de espacio coextenso y la concepción totalizadora del cortejo pasionario del Santo Entierro, la imagen del Cristo Yacente estaría en la base del triángulo formado por las figuras del Santo Amor de San Juan. Es por tanto el sacrificio sobre el que se fundamenta toda la obra redentora, la víctima propiciatoria que permite la unión de lo humano y lo sagrado. Por otra parte, ya hemos señalado que la teoría de la percepción y la psicología de la forma apela al subconsciente colectivo universal que otorga determinados significados a formas concretas. Por tanto, la completa asimilación de estas teorías implica que no es necesario que el propio escultor desarrolle un programa de este tipo de forma predeterminada ya que su dominio del lenguaje formal le llevará a componer de manera instintiva con las formas más adecuadas a la transmisión de cada mensaje.

 

 

 

En una segunda aproximación al grupo, analizando pormenorizadamente cada uno de sus componentes, destaca sin lugar a dudas el extraordinario desarrollo que adquiere el manto de la Virgen hasta formar un nicho de tosca y vigorosa talla que enmarca el rostro y las manos apretadas con fuerza contra su pecho. La actitud reflexiva de María nos hace recordar el pasaje evangélico "María guardaba todas estas cosas en su corazón". Tanto la cueva como el corazón han sido considerados como símbolos del centro, junto a la pirámide o la montaña, de la que desarrollarían la misma idea de manera inversa y complementaria. Así, la forma esquemática del corazón y la cueva viene representada por el triángulo con el vértice hacia abajo. La forma de la caverna hace referencia a la envoltura del principio fundamental cuando éste se encuentra aún en un estado de germen, sin desarrollar. Es el concepto del "sancta santorum", del espacio de veneración sólo para los iniciados anterior a la manifestación universal en todo su esplendor que encontraría su lugar en la montaña. De esta manera, el germen se encuentra en el interior de la montaña (6). El tratamiento de la talla, abrupto, junto a la policromía utilizada, reforzarían esta idea en la imagen de la Virgen que se convierte a su vez en icono universal de la idea de la Soledad. Imagen que aun formando parte perfectamente articulada de un coherente grupo escultórico podría tener autonomía propia y funcionar a la vez como imagen altar, como lo demuestra el hecho de que el propio escultor conservase una talla inspirada en la misma para su estudio particular.

El extremo contrario de la idea expresada en la Soledad vendría representado por la imagen de Santa María Magdalena. Si la anterior es una imagen recogida sobre sí misma, protegiéndose del exterior por el manto que la envuelve por completo, esta última es una imagen de líneas abiertamente desoladas, icono en este caso de la desolación de valor universal. La figura de la Magdalena parece desplomarse sin fuerza, sensación a la que contribuyen la inclinación de la cabeza y la melena -atributo iconográfico muy habitual de la santa- que se desparrama de manera lánguida por su cuerpo abatido.

Entre las dos figuras sedentes femeninas se yergue la imagen del Apóstol, eje de la composición, clave para la correcta interpretación del mensaje y protagonista del grupo encargado por la Agrupación de San Juan Evangelista. De nuevo, como en el Descendimiento, se destaca la figura de San Juan como una firme columna, de nuevo participa en el plano narrativo general del grupo escultórico al tiempo que deja traslucir una cierta distancia reflexiva. Asiste a la soledad de María con su leve inclinación y el ademán, mientras su mirada permanece fija en el cuerpo yacente de Cristo o mejor habría que suponer que reflexiona sobre el significado de lo sucedido y asume, un tanto abrumado por la responsabilidad, la misión encomendada por el Maestro. En este sentido explicaba su obra Capuz, cuando señalaba que "la expresión del Apóstol constituía uno de los problemas más difíciles de resolver, ya que había de abandonarse la serena tristeza de mi anterior talla. Aquí el Hijo del Trueno coexiste con el Apóstol del Amor. Comienza la obra ordenada por el Salvador" (7).

Ya tuvimos ocasión de señalar el profundo humanismo de la concepción iconográfica de Capuz cuando en el grupo del Descendimiento le otorga a la imagen de San Juan, representante de la humanidad en el drama del Calvario, un papel protagonista equiparable en la composición al de la imagen de Cristo (8). En el grupo del Santo Amor de San Juan en la Soledad de la Virgen, Capuz confirma esa idea, culmina el papel de testigo protagonista de San Juan que tiene en sus manos el mensaje de la Redención.

Porque es posible establecer otro discurso caracterizador de cada uno de los tres personajes centrando nuestra atención tan sólo en sus manos. Si por un lado, la Soledad aprieta sus manos contra su pecho, reforzando la idea de recogimiento sobre sí misma, y la Magdalena deja caer su mano sin fuerza sobre su rodilla en tierra, es el Apóstol el único que realiza un gesto activo y tiende sus manos hacia adelante, de manera a un tiempo protectora y oferente. Y ¿qué es lo que ofrece? Su ofrenda la lleva entre sus manos, reluciente, dorada.

Y este sería el último de los vehículos discursivos: el color. Un color pardo aparece como dominante y otorga unidad al grupo. Un color oscuro que corresponde a la oscura hora del momento narrativo. Pero junto a ese color pardo, oscuro, contrasta el brillante dorado que funciona como una íntima fuente de luz interior en la cueva de la Soledad, ahondando en el significado de la imagen de la cueva que acoge como un "sancta sanctorum" el germen de la Redención. Como ocurría en el plano formal, también ahora la Magdalena expresa el extremo contrario a la Soledad. No se podría entender de ninguna manera como una concesión meramente decorativa la importante presencia del dorado que a modo de manto cubre la abatida imagen de María Magdalena en abierto contraste luminoso con su estado de desolación.

Sobre un ceñido vestido rojizo que recuerda, una vez más, la imaginería flamenca de un Roger van der Weyden, se extienden los angulosos drapeados de oro, símbolo de los dones de la redención derramada sobre la pecadora. Y es San Juan el puente de transmisión de la doctrina; el Apóstol tiene en sus manos la revelación y se dispone a iniciar la misión evangelizadora. Pues, como dice San Juan, "en el principio era el Verbo, y él era la vida, y la vida era luz de los hombres, y la luz brilló en las tinieblas, y los hombres no la han comprendido".

 

 


 

BIBLIOGRAFÍA

(1) MAS GARCÍA, Julio: "Capuz nos habla del nuevo paso marrajo", publicado en Anales de la Agrupación de San Juan Evangelista. Real e Ilustre Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, Cartagena, 1953.

(2) HERNÁNDEZ ALBALADEJO, Elías: José Capuz: Un Escultor para la Cofradía Marraja, Cartagena, 1996, pp. 114-117.

(3) Vid. ARNHEIM, Rudolph: Arte y Percepción Visual, Madrid, 1986.

(4) WÖLFFLIN, Heinrich: Renacimiento y Barroco, Madrid, 1978.

(5) LÓPEZ MARTÍNEZ, José Francisco: El Santo Sepulcro de Cartagena. Imagen y Símbolo, Cartagena, 2000.

(6) GUÉNON, René: Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, Barcelona, 1995, pp. 155 y ss.

(7) MAS GARCÍA, Julio: op. cit.

(8) LÓPEZ MARTÍNEZ, José Francisco: "Historicismo y modernidad en la obra de José Capuz", artículo publicado en Boletín de Arte, Málaga, 1998.

 

 

Fotografías de Manuel Maturana Cremades

 

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