JOSÉ CAPUZ. 50 ANIVERSARIO
DESCENDIMIENTO (CARTAGENA)

José Francisco López


 

Especial realizado con motivo del cincuenta aniversario del fallecimiento de José Capuz,
uno de los creadores que más aportaron a la escultura española del siglo XX
gracias a una obra de "alma clásica en un cuerpo artístico moderno", según Doménech.

 

 

El escultor José Capuz marcó en el primer tercio del siglo XX la gran renovación de la escultura procesional, especialmente tras la realización de su Descendimiento (1930) para Cartagena, obra en la que resume todas sus influencias, tanto de raíz historicista como del lenguaje de las vanguardias históricas.

En 1914, Capuz comienza a trabajar la imaginería religiosa en los talleres de Félix Granda en Madrid, lo que significará la incorporación de un género como el de la escultura religiosa, anclado en la tradición, a las corrientes artísticas del momento. En 1922 consigue la cátedra de Modelado y Vaciado en la Escuela Superior de Artes y Oficios de Madrid y en 1924 es elegido académico de la Real de San Fernando. Es en esta época cuando comienza a recibir los encargos de los Marrajos de Cartagena, marcando para siempre el lenguaje escultórico de esta cofradía. Tras la Piedad (1925), Soledad (1925) y Cristo Yacente (1926), Capuz realizaría el Descendimiento (1930) obra que le garantizaría el reconocimiento nacional de su obra renovadora.

La cita historicista aparece en el recuerdo de las grandes tablas flamencas sobre el tema al modo de actores sobre un escenario. Capuz consigue caracterizar a cada uno de los personajes mediante unos paños modelados no por la fidelidad naturalista sino por la voluntad de expresión y la concentración en lo esencial pero sin dejarse llevar por un decidido apartarse de la referencia naturalista, teniendo en cuenta la naturaleza del encargo. Así se alcanza el dualismo apreciable en el Descendimiento entre simplificación expresionista y referencia naturalista, entre la emoción de los paños y la serenidad clasicista de los rostros o la proporción y delicadeza clasicista de la anatomía de Cristo. Estos rasgos innovadores presentes en el Descendimiento deberían moderarse y matizarse en su labor de recuperación de la imaginería perdida tras la guerra civil -San Juan (1943), Soledad (1943), Jesús Nazareno (1945)- pero de nuevo aflorarían, tras varios proyectos frustrados, en lo que sería su último grupo para Cartagena, el Santo Amor de San Juan en la Soledad de la Virgen (1952), donde de nuevo las posibilidades expresivas de la forma y la materia cobran protagonismo en una creación de hondo sentimiento religioso.

Partiendo de influencias de diversa procedencia tomadas tanto de la historia del arte como de las corrientes estéticas del momento, Capuz consigue crear una obra absolutamente personal y al mismo tiempo dotada de un espíritu inconfundiblemente entroncado en la modernidad contemporánea, erigiéndose en una referencia indispensable en el panorama escultórico español del siglo XX.

El artículo que en 1930 firmara Antonio Méndez Casal en "ABC" sigue teniendo plena vigencia. El crítico se aferraba a la obra de Capuz como tabla salvadora en el naufragio de la plástica religiosa del momento. Y lo que confería al Descendimiento de Capuz esta cualidad única era su capacidad de aunar novedad y espiritualidad, lo que el crítico denomina "el sentimiento estético". No un sentimiento huero, epitelial, sentimentalismo efectista y, a la postre, vacío y falso; no. Es un sentimiento verdadero, basado en la sinceridad que a la fuerza se traduce en una sinceridad plástica sin recurso a los codificados, explotados y agotados aspavientos barrocos, repetidos una y mil veces hasta convertirlos en vacías caricaturas de sus ilustres modelos del pasado.

El Descendimiento de Capuz supuso un antes y un después en la escultura religiosa. En cuanto a su lenguaje formal, ya hemos aludido en otras ocasiones a la trayectoria seguida por el escultor desde las morbideces modernistas de su inicio hasta la depuración que representan las formas más esenciales (1). Una esencialidad formal que Capuz siempre concibe en relación con el significado. Es una forma plena de contenido conceptual, de tal forma que es imposible disociar forma y fondo. El Descendimiento puede ser considerado como su manifiesto escultórico, la obra en la que Capuz ha asimilado toda la herencia de la historia del arte y nos la devuelve traducida a un lenguaje contemporáneo capaz de transmitir un mensaje lleno del más profundo significado religioso y humanista. Son estas circunstancias las que convierten al Descendimiento de los marrajos en una obra clásica, puesto que, aun siendo claramente reconocible como hijo legítimo de un momento artístico concreto, le sitúan como un modelo de validez atemporal y universal. Y lo verdaderamente admirable es que consigue esas cualidades de atemporalidad y universalidad realizando una obra pensada para algo tan entrañablemente local como las procesiones de Semana Santa, y consiguiendo además que funcione como imagen devocional y sea aceptado por la devoción popular. Sería absurdo negar la sorpresa, y el rechazo, que debió causar a su llegada a Cartagena, incluso entre los mismos cofrades que esperaban un grupo procesional más al uso. Pero lo que demuestra su carácter de obra clásica, de valor atemporal, es que ha superado con mucho el posible respaldo de raíz oportunista como reflejo de las modas artísticas del momento. Una obra fuertemente comprometida con un lenguaje artístico muy concreto pero vacía de valores más allá de los dictados por la moda más o menos efímera habría caído pronto en desgracia, a no ser que reuniese, como en este caso, junto a sus valores formales unos sólidos valores conceptuales, expresados de manera íntimamente sincera. En Capuz la forma, reducida a formas esenciales, se pliega a la expresión del mensaje.

El recurso a las formas esenciales está en relación con todo el pensamiento de la psicología de la forma, la gestalttheorie germánica, que confía en la capacidad de la percepción visual para asimilar inconscientemente ideas de valor universal asociadas a las formas básicas más sencillas. Como años más tarde haría en su grupo del Santo Amor de San Juan en la Soledad de la Virgen, el artista establece distintos planos de significación: desde la meramente narrativa, más evidente, al mensaje religioso de mayor profundidad que supera la anécdota del suceso, pasando por el sentimiento humanista y el discurso de la forma esencializada que apela a nuestro inconsciente. Capuz expresa el pensamiento utilizando y trascendiendo la forma; un ejemplo de lo que Eugenio d'Ors denominaba pensamiento figurativo, "aquel que logra, mediante la continua invención de figuras adecuadas, la captación del sentido expresivo de la realidad" (2).

Se ha afirmado en numerosas ocasiones que el Descendimiento participa de las características de un altorrelieve más que de los requerimientos de un grupo procesional, apuntando de esta manera su dudosa idoneidad para la función que desempeña, sin menoscabo de su indudable calidad artística. Pero ¿por qué ese abigarramiento de los personajes que exige una visión claramente frontal?

El tema iconográfico del Descendimiento, de origen bizantino, está perfectamente codificado en el arte occidental desde tiempos medievales y desde siempre ha sido uno de los asuntos preferidos por los artistas por la cantidad y variedad de personajes participantes en la escena, ya sea de una manera directa como el propio Crucificado, la Virgen, San Juan, la Magdalena, José de Arimatea y Nicodemo, o de manera secundaria, como diversos figurantes que contribuían a una ambientación naturalista o que ofrecían la ocasión de introducir en la escena la figura de los devotos donantes. Pero en la obra de Capuz los personajes han quedado reducidos a lo esencial para el mensaje religioso. Incluso ha desaparecido el entorno que podría desviar nuestra atención del foco principal y centro alrededor del cual gira toda la escena, que no es otro que el cuerpo de Cristo. Eliminada cualquier referencia ambiental, el espacio se sitúa fuera del tiempo. Son los propios protagonistas quienes construyen el espacio, bebiendo de la fuente primordial, el cuerpo y la sangre de Cristo. Así visto, el grupo adquiere una inédita significación eucarística que nos habla una vez más de las profundas convicciones religiosas del escultor. Todos los personajes establecen un contacto más o menos directo con el crucificado, y en la manera en que se establece esa relación va a cifrar Capuz gran parte del significado más profundo de este excepcional grupo escultórico. Es la Virgen quien recibe el cuerpo de Cristo y, al situar unidas las cabezas de ambos personajes, Capuz incide en el carácter de mediadora de María al tiempo que está significando su comprensión de todo el drama de la Pasión. María Magdalena, la imagen del dolor expresado en los paños tortuosamente quebrados y desparramados de su manto, a duras penas llega a alcanzar la mano tendida del Redentor; es la imagen de la Humanidad sufriente que, arrodillada, recibe los dones de Cristo. Hacia la Magdalena se inclina el cuerpo sacrificado y hacia ese mismo lado izquierdo se derrama la sangre del costado. Mientras, San Juan Evangelista asiste a la escena tocado ya con la lucidez que expresa su cabeza aureolada; es el notario, el representante del pueblo que contempla el cortejo, que nos permite introducirnos en este pasaje del Descendimiento que, de esta manera, trasciende la pura anécdota narrativa de la secuencia pasional para convertirse en resumen del sentido redentor del sacrificio de Cristo.

 

 

Volviendo a los referentes historicistas en la obra de Capuz, cabría considerar la rehabilitación y el creciente interés que experimentaba la obra del Greco en el primer tercio del siglo XX. Recordemos su lienzo del Expolio, en la sacristía de la Catedral de Toledo. También en esta obra el espacio se construye en torno a la figura de Cristo, envuelto en una túnica de angulosos paños que domina frontalmente la escena, subyugando a su poder expresivo al resto de personajes que pululan en torno a la tremenda energía con que la imagen de Cristo llena toda la superficie pictórica. Desde principios del siglo XX empiezan a publicarse en Alemania, donde se codifican los principios de la Gestalt, diversos estudios sobre la obra del Greco. Es en la obra de mayor trascendencia sobre el pintor cretense, en El Greco de Manuel B. Cossío (1908), donde se recoge de una manera explícita la influencia y relación directa de la obra del Greco con la plástica contemporánea:

 

"Modelo ha de ser... para toda especie de simbolistas y decadentes, para los intimistas [...], para las psicologías complicadas, para el misticismo alegórico, para las misteriosas visiones, para los infinitos aspectos, en suma, del neoidealismo literario y pictórico, que hallarán en la sutil espiritualidad de las neuróticas figuras del Greco, en el trascendentalismo poético que las envuelve, mucho que responde a su unánime protesta contra la nula reproducción de la realidad, ya grosera, ya vacía de conceptos y sin alma.[...]

El neoimpresionismo, con su desdén hacia la forma; sus alardes de incorrección; su tendencia a provocar simplemente las sensaciones, dejando al espíritu libre, ya para completarlas, ya para transformarlas; sus procesos de eliminación y de simplificación [...]" (3).

 

En el Descendimiento, Capuz inscribe toda la escena en un subliminal arco de medio punto. El madero horizontal de la cruz, el patíbulum, marca la línea de impostas, el arranque de ese hipotético arco de medio punto, y separa los ámbitos terrenal y sagrado. En arquitectura, la bóveda siempre ha representado el ámbito de lo celestial gravitando sobre el mundo sensible. Un ejemplo claro de esta estructura compositiva lo encontramos en otra famosa obra del Greco, El Entierro del Conde de Orgaz, otra obra en la que no es posible reconocer el espacio en el que se desarrolla la escena, conformada por un gran número de personajes apretados unos con otros. Similares circunstancias se dan también en el Pentecostés del Greco (hacia 1600), donde encontramos de manera clara otro elemento compositivo recurrente: la distribución del peso. Las teorías de la percepción visual establecen la necesidad de que una composición sea progresivamente más liviana en sentido ascendente. El rompiente de gloria sobre el milagro del entierro del conde es mucho más ligero que el plano inferior, tanto por la naturaleza del motivo representado, Cristo y toda la corte celestial sobre nubes, como por la presencia de tonos claros. Mucho más evidente aparece esto aún en Pentecostés, donde el medio punto está ocupado por puro espíritu, el Espíritu Santo en forma de paloma y las lenguas de fuego que descienden sobre la Virgen y el colegio apostólico. En el Descendimiento ese espacio destinado a lo sobrenatural está ocupado por la cartela del INRI, coronada por un querubín y orlada por palomas que van apuntando la composición triangular. Sánchez López ha aportado la interpretación de estas palomas en la obra de Capuz como el símbolo de la segunda reconciliación -tras la primera del Diluvio- entre la Divinidad y el Hombre, "la segunda reconciliación y la era de la paz de la que Cristo es príncipe" (4). "Esta es la señal de la alianza que establezco para siempre con vosotros y con todos los seres vivos que os han acompañado: pondré mi arco en las nubes; esa será la señal de mi alianza con la tierra" (Gn 9, 12-13). Ese arco de la Alianza viene determinado por la cartela que, a modo de blasón, campea sobre el trono-patíbulo del Príncipe de la Paz, el blasón sobre la fuente primordial de la que todos los personajes beben. Es otra alusión al tema del lagar místico, Cristo como fuente de vida eterna: "el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial del que surge la vida eterna" (Jn, 4, 14). Es el mismo San Juan quien se reconoce testigo de los hechos y los recoge en su Evangelio: "Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza y, al punto, brotó de su costado sangre y agua. El que vio estas cosas da testimonio de ellas, y su testimonio es verdadero. Él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis" (Jn, 19, 34-35).

Fueron estos pasajes, con su significación eucarística los que dieron lugar al tema del lagar místico, presente en obras como el monumental políptico de la Adoración del Cordero Místico de Jean Van Eyck, o en la excepcional representación escultórica del Cristo de la Sangre de Nicolás de Bussy.

De nuevo San Juan nos aporta otra de las claves en la composición abigarrada de Capuz: "En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres; la luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la sofocaron" (Jn, 1, 4-5). Nos detenemos ahora en la luz y su traducción en color. En este sentido, resulta evidente la composición central radiante del grupo escultórico. El corazón del grupo está ocupado por la superficie clara del cuerpo muerto de Cristo. Hacia ese centro convergen, o desde el irradian, el resto de tonalidades claras presentes en las encarnaciones de los demás personajes. La cintura de la imagen de Cristo y su paño de pureza se encuentran equidistantes de cada uno de los extremos de la composición global, desde la base montuosa al querubín que corona la cartela, del extremo marcado por el volumen de la Magdalena al opuesto de la figura firme, columnaria, de San Juan, en el centro donde se cruzan las diagonales del supuesto rectángulo donde cabe incluir todo el grupo escultórico. También del color y de la luz reflejada se sirve Capuz para lograr el equilibrio que confiere ese indudable carácter clásico a la composición. Y dentro de ese rectángulo cabe intuir la presencia de ese arco de medio punto subliminal, cuya estructura geométrica nos sugieren las líneas maestras de la figura columnaria de San Juan, la línea de impostas remarcada por el patíbulum y la luz del arco ocupada por la cartela del INRI orlada por las palomas y el querubín lustrados en oro, la expresión material de la luz. El cuerpo de Cristo es así el punto focal del conjunto y la fuente de luz del mismo. "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en las tinieblas, sino que tendrá luz de vida" (Jn 8, 12), son las palabras de Jesús que adquieren forma plástica en el Descendimiento de Capuz. Quedando todo el conjunto como lo está inscrito en un supuesto arco de medio punto, el abocinamiento de las distintas imágenes arropando la figura central del Salvador se asemeja compositivamente a una ventana románica en la que la intensa luz de su estrecho vano se desliza por su marco abocinado hasta desaparecer en la oscuridad ambiental dominante. Este último aspecto se pone de manifiesto a medida que va pasando el grupo ante la mirada de los espectadores que, desde la visión frontal facilitada por el espacio vacío, el silencio que ocupa la superficie delantera del magnífico trono procesional, a la visión de los costados del conjunto, va progresivamente captando esa poderosa tridimensionalidad de la obra, en unos planos aristados por la expresión que, a modo de escultórica gruta, van arropando la luz de la redención. Este discurso de la luz se ve rubricado por la presencia de los dos rotundos nimbos dorados que orlan las cabezas de Cristo y San Juan, el apóstol de la luz: "Mientras tenéis la luz [Cristo], creed en ella; solamente así seréis hijos de la luz" (Jn 12, 36). Similar recurso formal empleará el artista años después en su ejecución de la imagen de la Soledad en el grupo del Santo Amor, convirtiendo a la Virgen casi en una oscura gruta que arropa en su interior la luz del oro (5).

Estas capas de significación sobrepuestas, más evidentes unas, más subliminales otras, van otorgando al Descendimiento de Capuz su enorme valor tanto desde el punto de vista meramente formal como conceptual. ¿Cuántas de las obras de imaginería realizadas posteriormente pueden mostrar esa riqueza de contenidos, esa perfecta adecuación entre forma y fondo, esa capacidad de apelar a lo más hondo de nuestra capacidad de percepción sin recurrir a la exageración, manteniendo la serenidad, el equilibrio, esa noble sencillez y serena grandeza que en el siglo XVIII Winckelmann señalaba como características de toda obra de clásica belleza imperecedera? ¿Qué escultores han sido capaces de aportar el elemento de novedad que se le presupone a toda obra de arte y al tiempo conseguir una obra aceptada por la devoción popular? De entre los pocos que ha habido, los marrajos tenemos la suerte de contar con algunas de sus obras, entre las que sobresalen, sin duda, las excepcionales creaciones de Juan González Moreno, el Santo Entierro y la Virgen de la Soledad de los Pobres. González Moreno tomó de la maestría de Capuz su capacidad de esencializar y sustanciar la forma. En esa capacidad reside gran parte de la serenidad y del clasicismo en suma de ambos escultores, en la capacidad de poder transmitir expresiones individualizadas e ideas universales con unos rasgos se diría que apenas esbozados. A este respecto, resulta interesante conocer la opinión de uno de los más relevantes imagineros actuales, que además ejerce una considerable influencia desde su posición de profesor en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla, Juan Manuel Miñarro. Reconoce el maestro sevillano la importancia del modelo naturalista pero, al tiempo, considera los condicionantes que ha de tener la observación de la obra en la distancia que impone la procesión en la calle: "Si nosotros hacemos un retrato y lo ponemos en la calle, probablemente con los rasgos naturalistas, los elementos de la forma del rostro se nos perderían en la distancia y en el espacio. Es decir, que siempre que el imaginero deja dentro de las formas el natural que pueda utilizar, tiene que dejar un momento, unas líneas para que la lectura de esos rostros se pueda llevar a cabo en la distancia; esto es, que se produzca la plena percepción de esos rostros". (6) Hasta aquí una posición que cabría considerar en todo coincidente con las premisas que Capuz plasma en su obra. Pero la solución de Miñarro es diametralmente opuesta a la de Capuz en la manera de conseguir ese mismo objetivo: "La imaginería posee esa teatralidad que hace que los defectos tengan que estar potenciados; entonces, el natural se utiliza como referente, no se utiliza como mímesis". (7) He aquí la clave por la que la mayor parte de la imaginería de estirpe sevillana desentonaría en el cortejo procesional de los marrajos: mientras que Miñarro recurre a la exageración del natural para facilitar su lectura en la distancia, Capuz recurría a la esencialización del natural en sus líneas maestras.

Hoy en día, cuando se siente la imperiosa necesidad de sustituir aquellas piezas que desentonan con la altura intelectual y estética de la obra de Capuz en el cortejo procesional de la noche del Viernes Santo Marrajo, y cuando se asiste a una desaforada actividad creadora de nuevos y, en ocasiones, difícilmente justificables, insólitos grupos procesionales, cabría volver la mirada al Descendimiento de Capuz y pensar ¿cuántas de esas nuevas obras merecerían exponerse en Madrid y ocupar la portada de una publicación nacional recibiendo el unánime elogio de la crítica de arte?

Se puede contestar a esto último que los intereses de la creación contemporánea se dirigen actualmente en sentido muy distinto a los de aquellos tiempos del primer tercio del siglo XX. Pero el mismo artículo del "ABC" del año 1930 nos muestra que no era muy distinta la situación entonces. Fue necesario un revulsivo como el que significó el Descendimiento de Capuz para que la crítica de arte tomara en consideración la imaginería. ¿Dónde está hoy ese revulsivo? A la espera de esa nueva parusía del genio creador en la imaginería, Capuz sigue ejerciendo magisterio desde el elocuente silencio de su obra cada noche de Viernes Santo.

 

 


 

BIBLIOGRAFÍA

(1) LÓPEZ MARTÍNEZ, José Francisco, "Historicismo y modernidad en la escultura de José Capuz. El Calvario de Guernica como antecedente del Descendimiento de Cartagena. Nuevas consideraciones iconográficas", publicado en Ecos del Nazareno, Cartagena, 1998.

(2) D'ORS ROVIRA, Eugenio. Tres Lecciones en el Museo del Prado de Introducción a la Crítica del Arte, Madrid, 1989, p. 118.

(3) COSSÍO, Manuel Bartolomé, El Greco, Madrid, 1983, pp. 346-347.

(4) SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio, El Alma de la Madera. Cinco Siglos de Iconografía y Escultura Procesional en Málaga, Málaga, 1996, pp. 236-237.

(5) Vid.: LÓPEZ MARTÍNEZ, José Francisco, "Forma y fondo en la obra última del escultor José Capuz", publicado en Ecos del Nazareno, Cartagena 2002, pp. 17-21.

(6) VV.AA., Exposición El Hombre de la Síndone. Juan Manuel Miñarro: Investigaciones sobre la Sábana Santa desde la Creación Escultórica, Ronda, 2003, p. 60.

(7) Ídem.

 

 

 

Fotografías de Andrés Hernández

 

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