FORMA, JUICIO Y ATRIBUCIÓN

Antonio Zambudio Moreno (06/04/2017)


 

 

En el ya extenso periodo que comprende la historia del arte desde el alborear de la Edad Moderna hasta la actualidad, las obras de los grandes maestros canonizados por los "connoisseur" (1), se convirtieron en objeto de ávida competencia e interés por parte de los coleccionistas de toda Europa, y la identificación de las autorías pasó a ser una cuestión fundamental, de la que dependía el valor de cambio que se le asignaba a las obras, cuestión lógica teniendo presente que el mercado del arte dictaba y dicta sus estrictas y rígidas normas.

En principio, esta regla afectó fundamentalmente a la pintura, expresión plástica que marca la pauta dentro del complejo mundo de relaciones comerciales que se establece en el mundo del arte, pero a su vez, con el tiempo, pasó a ser extrapolable a otras expresiones como la escultura, especialmente la de pequeño formato, más fácilmente ubicable dentro del sistema mercantil del ámbito artístico. En la cultura de nuestro país, la imaginería sacra de madera policromada es un elemento fundamental en lo que respecta a los diferentes medios de expresión utilizados en el campo de la talla, de hecho, hoy día, es una de las manifestaciones que han experimentado un mayor auge dentro del mundo anglosajón.

A lo anterior, relativo únicamente a la valoración económica que una pieza puede poseer, se añade el hecho de que nuestra escultura policromada es casi en su totalidad de ámbito religioso, y por ende, posee unos valores que van mucho más allá de la mera tasación crematística. Lo histórico, lo tradicional, lo antropológico, lo social, lo devocional, todos esos aspectos se reúnen en el universo creativo de la imaginería sacra como instrumento de querencia afectiva, de contemplación mística y piedad popular, estableciendo nexos de unión con los fieles o espectadores que incluso pasan de generación en generación.

Por consiguiente, tanto en un aspecto como en otro, la identificación de una pieza determinada con la producción de un artista de renombre, es motivo para muchos de acentuación del valor de una escultura tanto desde el punto de vista "mundano" como "espiritual". Bien es cierto que cuando una pieza se introduce en el comercio del arte, la firma, la autentificación de un gran maestro como autor de ésta, es primordial para que su valor crematístico sea mayor. Y decimos valor crematístico y no artístico, pues éste último reside en la forma, en la idea, en la plasmación de un concepto y cómo se transmite el mismo por medio de la expresión material.

Ahora bien, si hablamos de escultura religiosa expuesta al culto, a la veneración pública, tanto en el templo como en la calle, incluso a la ubicada en un espacio museístico determinado, aquella no está expuesta a los vaivenes mercantiles, por tanto, la afectación primordial es la valoración estética, plástica, la cual facilita la contemplación, la devoción por medio de la capacidad de expresión, la fuerza y entidad explícita de la obra que viene en gran medida sustentada por unos valores que, obviamente, un buen artista sabe plasmar.

Por todo ello, la atribución, el autor de la obra, no es ni mucho menos lo primordial para la valoración estética de una pieza, y más, las enmarcadas dentro de la religiosidad popular. Ello no implica que el atribucionismo no sea algo plausible, de hecho, es un sistema utilizado por la historiografía tradicional desde hace ya mucho tiempo, metodología que alcanza su cénit con los teóricos Giovanni Morelli (2) y Bernard Berenson (3), que allá por las postrimerías del siglo XIX e inicios del XX respectivamente, elaboraron una serie de estudios válidos y consecuentes basados en presupuestos lógicos en cuanto a la posible identificación de autorías.

Es más, es una técnica deductiva que en lo que respecta a la historia de la imaginería sacra de nuestro país, ha servido para catalogar con plenas garantías obras de enorme calado artístico como el Cristo de la Luz de la ciudad de Valladolid (imagen superior) o el Nazareno de Pasión de Sevilla (imagen inferior), obras indudables de Gregorio Fernández y Juan Martínez Montañés respectivamente.

Su método surge de la observación, mediante un análisis de elementos particulares de las obras, atendiendo a la comparación de detalles que podían revelar la manera específica de trabajar de los maestros, y con ello poder atribuir autorías. El sistema parte de dos preceptos fundamentales: primero, que los artistas muestran de modo inconsciente unos trazos personales en los pequeños detalles rutinarios, como la forma de trazar el ojo, la nariz o la oreja. Segundo, que esos trazos se repiten en toda la producción de un mismo maestro, considerando obviamente su evolución.

Se entiende, por tanto, que contrastar y relacionar estos datos con otros similares permite realizar análisis deductivos con garantía científica. Incluso tiene conexión con el método de Sigmund Freud en lo que respecta al análisis de la personalidad del sujeto.

 

 

Pero siendo el atribucionismo un sistema válido, en determinadas ocasiones, el cientifismo no es absoluto, pues de hecho, cada gran maestro posee una corriente de seguidores y discípulos a nivel local que copian las grafías y morfologías expresivas de sus obras, incluso su método y forma de tratar los materiales. Por consiguiente, ello redunda en lo que puede denominarse una valoración aproximativa, pero en muchos casos no definitiva en cuanto a una determinada autoría.

Es más, el que se supone como mayor documento de fiabilidad, es decir, el soporte documental, en muchos casos es presa de equívocos, pues los escritos, pueden ser relevantes cuando se refieren a obras realmente ejecutadas y que contienen datos fiables, como pueden ser los contratos de encargo y hechura. Sin embargo, aun cuando se cuenta con textos instrumentales que pueden considerarse pertinentes para llevar a efecto la labor de atribución, algunos no son plenamente contundentes, pues con el devenir del tiempo y los testimonios históricos que en ellos se plasman, éstos pueden ser presa de ciertas valoraciones y alteraciones subjetivas.

Por todo lo anterior, el atribucionismo, inserto en la lógica y criterio del ojo y visualización del experto, está sujeto a la intervención de expectativas mentales del individuo que estudia la obra en lo que respecta a la interpretación de los datos visuales que ésta aporta. Además, esos mecanismos fisiológicos de índole visual han sido superados por el desarrollo tecnológico que brindan elementos como los análisis radiológicos y químicos de la materia artística, de hecho, los datos que ofrecen los gabinetes técnicos de documentación e investigación artística, están revolucionando las bases tradicionales de la atribución y, de hecho, en el futuro, sería deseable que la formación de amplios bancos de datos sobre materiales y técnicas empleadas permita mejorar la catalogación de las obras. Sin embargo, la información que ofrecen estos nuevos recursos no siempre es fácilmente interpretable, y la determinación final necesariamente descansa sobre la emisión de un juicio personal basado en la experiencia.

Lo cierto es que, bajo los postulados y criterios de la historiografía del arte actual, el atribucionismo, aunque utilizado ampliamente por historiadores profesionales, es un método ahistórico, extremadamente útil como herramienta para la historia, pero siempre considerando a la obra de arte desde unos parámetros que ignoran su historicidad.

Es un sistema insertable dentro de un discurso historiográfico siempre que se le considere una metodología auxiliar que, como es la paleografía, prepare el camino al investigador asentando los materiales para una interpretación sucesiva que es compleja y totalizadora, pues engloba muchos aspectos que van más allá del meramente artístico.

De ello, se interpreta que las atribuciones en el campo de la imaginería religiosa no son el elemento central de valoración de la misma. La capacidad persuasiva de la efigie, su entidad icónica y devocional, van plenamente desarrolladas conforme a su estética, a su forma, a su acabado en consonancia con lo que el pueblo o los espectadores demandan, y de ello deriva el juicio artístico que se puede realizar, independientemente de la autoría, elemento que es sin duda de gran interés, pero nunca plenamente esencial en lo que respecta a la valoración crítica del experto e incluso del aficionado y del creyente.

 

 

NOTAS

(1) Connoisseur: término empleado por primera vez por los teóricos De Piles y Locke. Viene a expresar la figura del "conocedor", persona capaz de discernir la calidad estética de una obra de arte, identificando en ella el estilo de los grandes maestros y obtener la capacidad para distinguir los originales de las copias.

(2) Morelli (1816-1891) no era historiador del arte, sino médico. Se encargó de codificar un protocolo sistemático de localización formal de datos, que él mismo denominaba orgullosamente "método experimental", mediante el cual, el único documento verdadero reside en la propia obra.

(3) Berenson (1865-1959), formado en Harvard, es arquetipo y emblema de la figura del "connoisseur" dedicado al atribucionismo, conectado con el mercado y portavoz de una visión estetizante de la historia del arte.

 

Fotografías de Cuesta, Almela y Arribas

 

Nota: La Hornacina no se responsabiliza ni necesariamente comparte las opiniones vertidas por sus colaboradores en la web. Antonio Zambudio Moreno es Graduado en Historia del Arte por la Universidad de Educación a Distancia (UNED), Máster en Educación y Museos por la Universidad de Murcia (UMU) y profesor de Historia del Arte del Centro Asociado de la UNED en Cartagena.

 

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