LA FLOR DEL GUADALQUIVIR (I)

Anastasia A. Romanov Mejías


 

Aunque rusa de nacionalidad y de corazón, nací en Sevilla y me crié en esta ciudad andaluza, una ciudad que, como decía la copla "...no hay más que una, la flor del Guadalquivir".

Mucho se ha dicho de sus rincones, de sus gentes, de la belleza de la ciudad y de su embrujo en primavera, pero todo palidece ante la realidad de una tarde de Marzo en Sevilla con el famoso olor del azahar, próxima ya la Semana Santa, con el pulso de la ciudad acelerado al pensar que, pronto, su fiesta más querida, un año más se hará realidad.

Comprendo por ello perfectamente a los que llegan por primera vez a Sevilla y se encuentran con esta nueva realidad que entra por los cinco sentidos y no deja indiferente a nadie. Y este es el caso de un amigo mío, mi querido Ulpiano Torres y García de las Mestas.

Ulpi, como le solemos llamar los que lo conocemos bien y le tratamos con confianza, nació en una ciudad española que no voy a referir por su expreso deseo. Desde pequeño, era de los niños que pasaban por la puerta de una iglesia y tiraba del brazo se sus padres para que lo llevaran a su interior, y allí se maravillaba contemplando los retablos y las imágenes, de los que aún solo sabía que eran del Señor y de la Virgen, nada más.

La Semana Santa se convirtió para él en su principal juego: coleccionaba estampitas, programas de mano, recortaba de las revistas todo santo que se publicase, e incluso empezó a procesionar por su casa una Virgencita que desde bastantes generaciones atesoraban en su casa, con el consiguiente disgusto y bronca de su madre. Era hermano de una de las hermandades más antiguas de su ciudad, y el Viernes Santo él y toda su familia vestían la negra túnica de penitente y acompañaban a sus imágenes por las frías calles.

Pero, todo este mundo de Ulpi cambia un día en un solo instante. El pequeño estaba almorzando con sus padres, una tarde de Marzo, cuando ve en la televisión cómo se preparan en Sevilla las hermandades y, de repente, aparece ante él el paso de palio de la Macarena bajando en triunfo por las calles de Sevilla. La belleza de la Virgen que ríe y llora, la magnificencia de su paso, la suntuosidad con que estaba vestida (no enlutada, sino de verde y blanco), la profusión de flores, cera encendida, las aclamaciones de los sevillanos a su Virgen..... todo, en fin, hizo que Ulpi entrara en un estado de shock en el que cerraba los ojos y veía una y otra vez a la sevillana Virgen de la Esperanza.

El niño empezó a preguntar a sus padres que si estaba muy lejos Sevilla, que por qué era así la Semana Santa de allí, que qué era ese toldo que tenía la Virgen encima y se movía, que dónde estaba la Macarena y que, por favor, le llevasen allí. Los padres, se limitaron a decirle que Sevilla era una ciudad llena de gente que hablaba mal, soberbia y arrogante, y que su Semana Santa era irrespetuosa con el dolor del Señor y la Virgen María y que sólo era un espectáculo para turistas.

Pero a Ulpi no le convencieron mucho estas explicaciones de sus padres y pronto empezó a indagar todo lo que pudo sobre Sevilla y su Semana Santa, y a la vez que crecía compraba vídeos, libros, estampas y todo aquello que tuviese que ver con su soñada ciudad. Sabía todos los autores de las imágenes, todos los recorridos, bandas, advocaciones... todo lo que el capillita sevillano sabe y conoce desde pequeño, formando en su cabeza su propia Sevilla particular, donde todo el día es Semana Santa, las mujeres siempre visten de mantilla y los hombres son costaleros.

A la vez que creció, fue integrándose cada vez más en su hermandad, siendo su objetivo principal el otorgarle una estética sevillana. A los dieciséis años, ya estaba vistiendo a la Virgen, algo que poco le costó, ya que su abuela siempre había sido la camarera de la Madre de los Dolores, a la que ataviaba como había aprendido de su madre y su propia abuela: con rostrillo monjil, saya y mantos negros bordados de azabache, un pañuelito entre las entrelazadas manos con sus clavitos de plata, y un largo puñal de plata en el pecho. Sobria y dolorosa presentaba doña Dolorcita a su Virgen.

Ulpi pensaba que su abuela vestía terriblemente a la Señora, que así no de debía hacer y, cuando accedió al cargo de vestidor, lo primero que hizo fue un viaje a su querida Sevilla. Allí, tras una tourné por capillas e iglesias con unos amigos que había conocido por un chat cofrade, fueron a una tienda de tejidos situada en una céntrica calle comercial. Compró mil metros de terciopelo verde, otros mil de blanco, y otros mil de encajitos maravillosos, y con todo el lote se presentó en su ciudad. Llamó a su abuela y juntos se dirigieron a la capillita de los Dolores. La anciana, tras rezar la salve, desvistió respetuosamente a la Señora, le cambió las enaguas y le puso la saya negra. Ulpi, cuando doña Dolorcita se disponía a colocar el rostrillo le dijo a su abuela: "No, he traído algo mejor, vamos a ponerle un encaje a la Virgen, como se hace en Sevilla". Ulpi puso la pieza de tela sobre la frente de la Virgen, frunciéndola una y otra vez, y dándole vueltas, vueltas y más vueltas...., le colocó el manto, le puso el pañuelo y sobre aquel pecho lleno de encajes fruncidos que llegaban a la cintura dispuso mil y una alhajas diferentes. Imagínense la cara de Doña Dolorcita. Hubo opiniones para todos los gustos en la hermandad, pero la buena posición social de Ulpi, y su criterio de "así se hace en Sevilla" hizo el resto para que cada vez realizase más cambios.

Esa misma Semana Santa, la Virgen de los Dolores salió por primera vez en su historia bajo palio, realizado por las hermanas según el mismo Ulpi había dibujado y aprendido de un afamado bordador sevillano que estaba de moda entonces. La técnica del bordado con el que se realizó fue el "recorte", con la que llevó a cabo mantos, sayas, estandartes e insignias de todo tipo (banderín de juventud, de madurez, de senectud, de fe, de esperanza de caridad y hasta uno con el escudo personal de la Princesa de Asturias, a la que se hizo camarera honoraria).

Pero la reforma debía seguir, y Ulpi, imbuido del espíritu de Rodríguez Ojeda, Cayetano González y de Gómez Millán, se sentía el revolucionador de la Semana Santa de su ciudad a sus ya 18 años. Y el siguiente paso que realizó fue el de quitar las espantosas ruedas de las andas para que andasen con costaleros, y tras poner vídeos y más vídeos de los pasos de misterio de populares hermandades de Sevilla, que son "las que mejor andan", la idea tuvo gran aceptación. Pero fue más allá, el sobrio paso del Nazareno de los Afligidos no estaba a la altura de la Hermandad, se necesitaba algo más. Ulpi diseñó un paso como un tren, de quince metros de largo por ocho de ancho, en el que acompañaban al Señor cinco soldados romanos (dos de ellos a caballo), un cirineo, tres mujeres que lloran, dos niños que pasaban por allí (retrato de sus sobrinos pequeños), un gallo y cuatro sanedritas. 

Además, se preocupó mucho por el estado de su Virgen de los Dolores. Por ello, llamó a un escultor-restaurador sevillano (¡faltaría más!) que elaboró un apocalíptico informe, por lo cual debió ser restaurada. Y volvió mejorada, con un nuevo juego de manos separadas, una nueva encarnadura morena y unas largas y pobladas pestañas. 

Y un año más llegó el Viernes Santo, y salió la cofradía con sus relucientes bordados de recorte, el nuevo misterio llevado a costal, que asombró por su andar majestuoso que realizaba mil y una piruetas, y su renovada Virgen vestida de verde y blanco, con un grupo de amigos de Ulpi delante que iban gritándole "¡Guapa, guapa y guapa!"

 

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