LA GRANADA DEL DARRO Y EL REALEJO

Alejandro Cerezo


 

 

La grandeza de la Chancillería, con su imponente edificio, parece salvar de las masas turísticas el más hermoso de los barrios andaluces: el Albayzín. La plaza de Santa Ana es una amplia y homogénea transición entre la Granada urbana y la Granada de siempre. No es aquí el adjetivo puesto con el ánimo con que se usa. Cuando se dice de siempre, es desde el principio de su Historia. 

En la plaza de Santa Ana se levanta la Iglesia de su nombre que comparte la titularidad con San Gil. La Iglesia, de una nave muy reducida y acogedora, tiene el ambiente impregnado de humedad, pues su pared izquierda cae contundente como un abismo hasta el río Darro... "por el agua de Granada solo reman los suspiros" decía Lorca. Suspiros que serpentean por la Carrera del Río; suspiros de tristeza. Tristeza, el Paseo de los Tristes. Único lugar del mundo en donde la pena es vida. 

Los puentecitos del Darro parecen decorados de Belenes. El adoquín eterno gris, como todo el entorno, llueva o no, mira al cielo clamando silencio. Qué callada es Granada. Los puentecitos del Darro son un camino al cielo rojo, al símbolo de la Andalucía más profunda de sentimientos. Desafiando sin intimidar, mandando sin agresividad, la paz que desprende la Alhambra roja sobre el alfombrado verde no tiene parangón con ningún sueño. 

La calle Pavaneras es tímida y ni sus casas, ni sus estrechas aceras hacen imaginar que vaya a desembocar en un barrio tan amplio como el Realejo. Tan amplio como sosegado, como cansado por los siglos que han pasado por sus esencias y que bien conoció el Cristo de los Favores. A la derecha de esta calle, no sin la cierta intriga de alguna callecita previa, se abre la plaza de Santo Domingo, con su iglesia de fachada pictórica, extrañamente preciosa.

Qué silencio el de esta plaza y el de los Campos... por aquel lado se va hacia el olvido del ruido. El gratuito y valorado silencio de una calle tranquila, en donde sólo de vez en cuando las ruedas de un coche pisan sus adoquines, mojados tras una fina lluvia, y parece hasta agradable... la Cuesta de Aixa.

El Realejo es una revuelta de callejas que se encaraman en una ladera. Abajo, como el gran humilladero de ese barrio, el Señor de los Favores en el Campo del Príncipe. El Señor escucha peticiones a diario, oliendo a flores frescas y al humo de las velas. Y el Viernes Santo, a las tres de la tarde, hora en que murió el Señor, aparece la Soledad de la Madre, y con Sudario en mano, parece "malaugurarle" a su Hijo lo que ha de pasar. Delante, la cruz con Él. Detrás, el madero vacío. En medio, una Soledad rota de pena, que clama Piedad en tres gritos de campanada, en tres voces espeluznantes, tres campanadas en el silencio del Viernes de muerte.

 

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