EL CASTILLO INTERIOR

Jesús Abades (02/12/2023)


 

 

Tal vez por su ascendencia militar y erudita (su padre era oficial del ejército español, y su madre, maestra), Concha Velasco siempre llevó la rebeldía en las venas y la revolución en el corazón. Aunque de buena cuna vallisoletana, y con firme formación conservadora y religiosa (una de sus parejas fue José Luis Sáenz de Heredia), la protagonista de "La hora bruja" y "El love feroz" fue ye-ye en los estertores de la dictadura, se destapó sin problemas cuando "el guion lo requería", abjuró de su familia en aras de una santa (su encarnación de la mística Teresa de Ávila fue, junto con la corista de "Pim, pam, pum... ¡Fuego!" y la trepa choderliana de "Tormento", su mejor papel en ámbitos no teatrales) y hubiera vendido el alma al diablo por conseguir el papel de su vida en la pantalla grande, siempre aún por llegar cada vez que, como el que esto escribe, la cuestionaban sobre el tema. Ni un Berlanga ya en horas bajas lo pudo conseguir.

Mi primer encuentro con ella fue a raíz de su arrollador paso por las bambalinas del Lope de Vega con "Hello, Dolly". El teatro era un ambiente en el que se desenvolvía como pez en el agua desde que, con 14 años, se subió por primera vez a las tablas para ejercer de bailarina. Siempre aterrada ante un posible parón laboral, declaró su intención de abandonar las representaciones del musical y continuar su travesía entre tramoyas bajo la batuta de su amigo-enemigo Antonio Gala, quien escribió expresamente para ella obras como "Carmen, Carmen", "La truhana" y "Las manzanas del viernes".

El segundo encuentro tuvo lugar, precisamente, con "Inés, desabrochada", una pieza teatral ambientada en la picaresca monjil de la España del siglo XVII en la que Concha se desmelenó magistralmente en escena, al estilo de la "Hécuba" de Eurípides que bordó en sus últimos años. Con "Inés, desabrochada" no solo volvió a reafirmar el estatus de musa particular de Gala que tuvo durante muchos años, sino que pudo dejar atrás ese triste periplo catódico llamado "Tiempo al tiempo" (del que derivó la famosa llamada de la folclórica gafe en su cortijo de Canal Sur). Claro que, como ella misma decía, mejor cosas como esa que estar mordiéndote las uñas en tu casa esperando que suene el teléfono. No hablaré del bulo de "Sorpresa, sorpresa" por respeto a su carrera y porque a España siempre le ha encantado beber cianuro.

Como acaban de reflejar Jota Abril y David Castro en el documental "Concha. La artista total", en el que intervienen amigos y compañeros como Ana Belén o José Sacristán, la Velasco se preparó desde pequeña para ser la artista más completa de España. Pronto destacó como bailarina, pero fue su faceta de actriz (a todo lo anterior hay que sumar "La colmena", "La dama del alba", "Esquilache", "Más allá del jardín" o "Mamá, quiero ser artista", toda una declaración de intenciones) la que la convirtió en "Conchita Velasco", una integrante más de la familia de todos los españoles. Era como la tía, amiga o sobrina (depende de la generación) de todas las casas del país. Siempre sonriente, no hubo género que se le resistiese: cine, televisión, revista, teatro... ya fuese como actriz, cantante, presentadora o comunicadora.

Antes de que su prodigiosa genética se resintiese y conociéramos de nuevo la triste realidad de las residencias de ancianos (incluso de las más elitistas), no dejó de trabajar como "señora estupenda", alternando sus proyectos teatrales con apariciones en televisión y cine, donde daba lecciones de interpretación al reparto más joven y todos la trataban como una reina. Su último papel en teatro lo hizo con la agorafóbica de "La habitación de María", escrita por su hijo Manolo, y en cine con "Malasaña 32", una de terror en la que no le costó ningún trabajo darle carácter a un personaje menor y convertirse en lo mejor, y con diferencia, de la película.

Y es que las dotes de Concha Velasco fueron, como las de María Jiménez, cualidades extraordinarias a las que ya solo podemos añorar ante tanta "salvada" de medio pelo, geniecillos mediáticos que no saben ni deletrear, podcasts acaparados por agresores o "realities" protagonizados por las estofas más bajas. Los tiempos que corren (y los que se avecinan) hace mucho que ya no estaban a sus alturas. Castillos interiores de talento en medio de amplios desiertos neuronales. Moradas con dotes de tal calibre que, salvo algunas excepciones, cualquier ente hoy considerado brillante, en comparación es solo pura ruina.

 

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