LUIS ORTEGA BRU (1916-1982). 25 AÑOS

Jesús Abades


 

 

Uno de los calificativos más codiciados en el oficio de imaginero es el de renovador, y eso es algo que puede aplicarse en toda regla a un artista gaditano que tuvo talento para revolucionar la encorsetada imaginería de la segunda mitad del siglo XX y para mucho más.

Sus créditos en el arte son, sin lugar a dudas, muy valiosos y justifican, por lo imperecederos, su influencia en las hornadas posteriores de imagineros. Podía hacer obras civiles, religiosas, colosales, académicas, procesionales o particulares y salir siempre airoso del empeño, y cuanto más atormentada era la caracterización, mayor el interés de unos resultados ya por sí nunca desdeñables incluso en sus creaciones menores.

Y sin embargo, el reconocimiento del maestro nunca fue completo o, cuando menos, no lo fue para esa facción tan aficionada a la levedad y al almibaramiento. Mientras la crítica de arte, nunca demasiado favorable en el campo de la imaginería moderna, destacaba con entusiasmo sus obras, había entre el público quienes se preguntaban si, dentro de la escultura procesional, la labor de Luis Ortega Bru despertaba algún estímulo, sobre todo en lo concerniente a sus tallas marianas.

Nadie podrá negarle, no obstante, su contribución al desarrollo de la imaginería y al mestizaje de estilos en un ámbito que sigue sin ser muy propicio a ello, además de otras fórmulas tanto o más atractivas. En sus mejores piezas, muchas de tipo pasionista, se reveló como un virtuoso de la tragedia y el expresionismo, lo cual explica el cariz inquietante, más que dramático, que se desprende de ellas. En otros casos, llevó su afán perfeccionista y su gusto por el más nimio detalle hasta extremos obsesivos.

A estas alturas, sería injusto continuar limitando el valor de Ortega Bru al puro efectismo dirigido al impacto directo en quienes tienen la suerte de admirar su arte. Cierto es que a veces descuidaba aspectos de la técnica escultórica, posiblemente por su clara tendencia a la esencia por encima del soporte, pero esto no supone merma alguna a una calidad tan evidente como alentadora.

Quizás la virtud más admirable de su grandeza, desplegada en una imaginería penitencial donde la truculencia iba a menudo acompañada de un profundo patetismo, se halla en la conmovedora comprensión que el autor sentía hacia los personajes. Una comprensión no acoplada a lo deífico, sino a lo humano y lo terreno, que parece vivir el dolor por una pérdida envuelta en la traición y la injusticia.

 

Fotografía de Alejandro Cerezo

 

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