VIRGEN DE LA AMARGURA DE FRANCISCO ROMERO ZAFRA PARA CIEZA

Enrique Centeno González (20/03/2009)


 

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Cuando la Cofradía de la Santa Mujer Verónica, de Cieza (Murcia), encargó al escultor e imaginero cordobés Francisco Romero Zafra una efigie sedente de la Virgen María al pie de la Cruz, de talla completa, es claro que puso al artista frente a uno de los retos más significativos de su meteórica trayectoria.

Si dicha iconografía es relativamente infrecuente en el entorno procesional -aunque no insólita, con precedentes tan notables como los de Juan de Juni o Gregorio Fernández, o, más recientemente, los de Aniceto Marinas o Juan González Moreno-, el hecho de prescindir de los habituales aditamentos de la tradición mariana andaluza para afrontar el trabajo de la madera y su policromía como únicos recursos expresivos, planteaba un rumbo creativo hasta cierto punto insólito en la ya extensa obra de su autor. El resultado no sólo es un lance hábilmente superado, sino un paso capital en su evolución como imaginero: la Virgen de la Amargura delata un magisterio genuino, mucho más allá del simple hallazgo artístico.

La tradición y la academia están presentes en esta obra. Aparte de la lógica filiación a la estilística de la tierra, la imagen sugiere ecos de las Dolorosas castellanas, singularmente de las de Fernández, y el tratamiento de cabeza y cabellera muestra nítidas reminiscencias levantinas. Todo ello puesto, no al servicio de un eclecticismo efectista, sino de una obra personalísima del autor.

El artista dispone la clásica composición triangular, pero con un significativo desplazamiento del movimiento: en línea ascendente y diagonal desde los pies de la Virgen hasta su cabeza, que aparece de lado. La idea es inteligente, ya que el autor somete la mirada del espectador desde el regazo de María -ayudado por la nada casual caída de la toca- hasta el rostro, donde resume y cristaliza el hálito de desvalimiento que impregna la figura. La contemplación lateral nos descubre que María no sólo se apoya en la Cruz, sino que dibuja con claridad su intención de envolverse, de refugiarse en su manto sobre el brazo derecho, subrayando así la fragilidad de su ánimo. La belleza del rostro no sorprende tanto por su aspecto formal -el imaginero nos tiene acostumbrados a su pleno dominio en la recreación de la beldad terrena-, como por su incontestable unción y espiritualidad comunicativa. La riqueza en detalles de delicada sensibilidad -la lágrima sobre la toca, los mechones de pelo escapados sobre la frente y sobre las mejillas, la candorosa línea de los labios- enfatiza la llamativa juventud de los rasgos, lo que, en contraste con el dolor denso y hondo de su expresión, termina de definir el concepto de verdadera Amargura encontrado por Romero Zafra. Lo que el artista nos propone es la viva plasmación de la profecía de Simeón, la estampa de la Madre a la que han arrebatado a su Niño de Belén para devolvérselo destrozado.

Acaso a los ojos levantinos sorprenda el tratamiento realista y coral de los pliegues y caídas de las vestiduras, muy lejos de la agitación barroca salzillesca y la elegante abstracción de Capuz o González Moreno. El artista juega al modelar dobleces, sugiriendo diferentes texturas y ductilidades, pesadas en el manto -magnífica la tensión del textil entre las rodillas-, quebradizas en la túnica y rígidas en la toca. El efecto es de una riqueza volumétrica que contribuye de forma efectiva -junto a la delicada estofa decorativa- a la expresividad de la imagen. Los numerosos versos dramáticos (las manchas de sangre en la toca, las heridas en los dedos que sostienen la corona de espinas, el brazo yermo que cae sobre el extremo del manto) no apuntan a lo patético, sino que insisten en el romanticismo de la propuesta, que enamora y sobrecoge a la vez, sin dejar de hacer presente la santidad de lo retratado.

Si pulsan en el icono que acompaña la noticia, tendrán acceso a una completa galería fotográfica de una pieza escultórica llamada a lograr una fecunda cosecha espiritual entre los fieles ciezanos, tal es su potencial devocional. Postrados ante la Virgen de la Amargura, es sencillamente imposible callar la oración, trabar el discurso de la conciencia y no alzarse rogando alcanzar, por su intercesión, la misericordia redentora de su Hijo.

 

Nota de La Hornacina: El dorado y estofado en oro de la peana y prendas de la
Virgen corresponde a Rafael Barón, bajo diseños de Francisco Romero Zafra.

 

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