NUEVA OBRA DE ANTONIO YUSTE NAVARRO

Juan Carlos Montiel Botía (05/11/2012)


 

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Si algo caracteriza la obra de Antonio Jesús Yuste Navarro es su capacidad para cautivar al que la contempla. Cualidad de su talento que lo revela como artista cuando la reconocemos en la materia sometida a sus designios. Un lujo que fluye de forma natural por sus manos, tal y como lo demuestra este Ángel Triunfante que para la ciudad de Mula (Murcia) ha concebido como testimonio de la Resurrección de Cristo.

Sin estridencias, con elegancia, desde la fe, ha sido modelada esta talla enlienzada de tamaño natural y complexión atlética. Desde su mirada se presenta rotunda y etérea a la vez, gracias al uso inteligente de los recursos compositivos que el autor domina. Trazando en el espacio vacío escorzos y contrapostos que, con sabia osadía, infunden espíritu a la madera. De un barroco atemperado por el clasicismo, tan del gusto del autor, ha surgido esta obra destinada a tocar el corazón del hombre. Si los valores escultóricos que atesora la catalogan como obra de arte, los teológicos que encierra la convierten en una obra de fe.

Cabe destacar el modelado suave y de proporciones exactas de su anatomía. Alejada de exhibicionismos culturistas, y junto a una policromía nívea y sutil, libre de anacronismos que estorben, la madera de cedro se torna carne joven y fresca, traslúcida y pura, propia de una criatura celestial.

Plantando su pierna derecha -no en pose, dado su dinamismo y nervio interior- sobre el orbe terráqueo, el ángel adelanta la izquierda valientemente para hacer lo propio sobre una nube. Al tiempo, sostiene con el brazo derecho una rica cruz labrada en metal plateado, mientras con el izquierdo la señala como el centro mismo de todo el universo creado: trono desde el que Cristo hará todas las cosas nuevas.

El cabello se desgaja en una minuciosa melena de finos mechones, deslizándose de derecha a izquierda, al compás del bello contraposto formado por cabeza y torso. Melena leonina -a la manera de Sansón- en la que el artista se recrea no por casualidad, sino como signo de esa fuerza que exige la nueva creación que ha de obrar el Redentor. Un acontecimiento que convulsiona la tierra -expresado a través de la cruz y el orbe- y la insemina con el agua y la sangre de su costado -dos gotas que, desde el patíbulo, resbalan sobre ella- hasta fecundarla, engendrando en sus entrañas la Iglesia: agua y sangre, bautismo y eucaristía, pilares sobre los que anuncia a Cristo muerto para proclamarlo resucitado. En definitiva, sacramentos que se alimentan de la raíz de esta cruz, árbol de la primavera de Dios, estandarte de esperanza para sus criaturas.

Asombra la precisión técnica con la que el autor expresa tanto con tan poco: para la esperanza, la verde estofa del enlienzado, recurso con el que alivia de peso el conjunto procesional; para la primavera, figura de la nueva creación, el delicado y alegre mosaico floral extendido por los paños, y para la gloria, el esplendor de la plata y el oro bruñidos de nube y alas. Alas que al cielo vuelan, henchidas de fulgor dorado, como aliento de Dios.

 

Nota de La Hornacina: acceso a la galería fotográfica de la obra a través del icono que encabeza la noticia.

 

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