NUEVA OBRA DE ANTONIO YUSTE NAVARRO

Enrique Centeno (01/04/2010)


 

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"Como un relámpago en un cielo claro"

 

Espero que el inolvidable C.S. Lewis disculpe que tome prestadas esas palabras inmortales para saludar la obra, la primera obra en muchos sentidos, del jovencísimo escultor Antonio Jesús Yuste Navarro para la Cofradía de la Santísima Virgen de los Dolores de Cehegín (Murcia). Y es que es esa la impronta inicial que graba en los sentidos la contemplación de este Cristo Despojado, de tamaño algo superior al académico, con el que el artista deja su carta de presentación en este atardecer del noble arte imaginero: la impronta de una herida luminosa, la de una grieta por la que brota un arroyo de creatividad llamado a regar los campos resecos de tantos convencionalismos y aburridos emuladores de modelos agotados. No se trata de incorporar las extravagancias propias de la vanguardia artística de nuestros tiempos, sino de utilizar el lenguaje de siempre, en su versión más depurada, para nuevas aproximaciones, para innovadores planteamientos, para conseguir sorprender y emocionar, una vez más, tantos siglos después, a los fieles que contemplan las procesiones de Semana Santa.

La audacia de Yuste Navarro comienza con la propuesta iconográfica, que reinventa la clásica escena del Despojado con extraordinaria hondura espiritual. No es la representación de la víctima que sufre la enésima humillación al verse violentamente desnudado de sus ropas para ser crucificado, sino el mismo Cristo que por su propia mano se despoja de la túnica y se adelanta a su holocausto, como cordero ofrecido al sacrificio para la salvación de los hombres. La redención concebida como decisión auténticamente libre de Jesús. La suprema valentía de ese gesto de entrega se tiñe de espantoso dramatismo cuando contrasta con la realidad de su cuerpo, pura ruina física asolada por el martirio. Acaso lo que más sobrecoja no sean las huellas de los tormentos, recreadas con eficaces recursos plásticos, sino el desmayo de la figura , que inicia sus pasos con un trastabilleo que dibuja la inseguridad del equilibrio del cuerpo. Es fácil referirse al doble contrapposto de la composición, pero esa elegancia con la que llena el espacio queda supeditada al mensaje de absoluta fragilidad, próxima al desvanecimiento, en el que reside el principal mensaje emocional de la imagen. Sin embargo, es inevitable recrearse con el movimiento trazado por la obra, que dota a cada punto de la contemplación en redondo de extraordinaria riqueza expresiva, principal reto de cualquier imagen destinada a desfilar y, por ende, a ser examinada desde múltiples perspectivas.

Ese dueto contrapunteado entre la entereza anímica del Redentor en el momento culminante de su misión y el desplome desastroso de su físico, epicentro de la obra como pura creación -en sentido estricto-, se acentúa en el rostro, cuyos hermosos rasgos, poderosamente enfatizados por una mirada densa y profunda pero sin destino, no ocultan el trazo siniestro de la llamada de la muerte, que despunta ya en la piel adherida sin carne sobre el hueso de los pómulos. Y es que resulta asombroso que un imaginero que, a sus 26 años, realiza su primera obra procesional de envergadura, de talla completa -a excepción de esa túnica inconsútil manchada de sangre-, haya logrado esa espléndida recreación anatómica, prodigio de modelado de volúmenes, más helénico que barroco, que encuentra su personalidad en una ajustada abstracción que logra el equilibrio entre las exhibiciones anatómicas propias de otras latitudes y la marcada conceptualización de las corrientes mediterráneas que caracteriza, por ejemplo, al que fuera su maestro, el escultor murciano José Hernández Navarro.

Una vez resuelta la obra en su hondo planteamiento espiritual, y asegurado ya su impacto emocional en el espectador, el artista puede entretenerse en lo anecdótico para afianzar matices del mensaje y demostrar su dominio de la técnica. Así, una contemplación pormenorizada de la obra descubre las incontables pústulas y heridas que salpican su anatomía, recreadas con sabia variedad de recursos y efectos cromáticos -permitiendo distinguir entre las que el paso de las horas ha ido resecando de aquellas que se abren nuevamente al separarse de la túnica a la que estaban adheridas-, las gotas de sangre que resbalan hasta los últimos hilos del perizoma -inteligentemente tallado y dispuesto para permitir la continuidad del desnudo-, la uña partida en su índice izquierdo o las despellejaduras de la piel. Nada de ello podría conseguirse sin un minucioso policromado, pródigo en intenciones narrativas, tan eficaz para estas citas de patético dramatismo como para la importantísima tarea, tantas veces olvidada por los imagineros de nuestro tiempo, de que la policromía sirva para conservar la riqueza volumétrica de la talla, evitando ese mal endémico de arruinar con el pincel lo que la gubia tan esforzadamente había logrado.

El resultado de todo ello es una obra idónea como instrumento de la hierofanía, eficacísima como imagen de culto y también como protagonista del desfile procesional; pero todo ello no puede distraer el hecho innegable de que también se trata de una pieza artística de extraordinario interés, profunda y ambiciosa en su planteamiento iconográfico, sabia en su composición e impecablemente ejecutada tanto en el modelado como en la policromía. Es fácil, en una situación de esta naturaleza, advertir al crítico de que no debe cubrir de elogios los logros de un artista novel que, como tal, está llamado a no dejar de evolucionar en su progresión como artista, y por tanto no puede ser invitado a una autocomplacencia que estorbe el pálpito inquieto de seguir nuevas búsquedas y caminos de perfección. No es ése mi propósito, sino exactamente el contrario: situar a Antonio Jesús Yuste Navarro frente al descomunal compromiso que supone debutar en el escenario de la imaginería española con una pieza de esta categoría. Ningún artista consigue su capolavoro con su primera obra, sino que siempre figura ésta como punto de arranque de éxitos muy superiores. También ha de ser así en el caso del joven imaginero ciezano. Pero lo cierto es que, contemplando el soberano Cristo Despojado de Cehegín, agradezco profundamente ser mero testigo y no tener ante mí el reto colosal que acaba de imponerse a sí mismo esta nueva estrella del firmamento imaginero español.

 

Nota de La Hornacina: acceso a la galería fotográfica de la obra a través del icono que encabeza la noticia.

 

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