FORMAS ENTRE LUCES. LEONARDO PLATÓN Y MIGUEL ESCALONA

08/09/2013


 

 
     
     

Bombo con Tronera

Antonio Leonardo Platón
Hierro y madera
190 x 40 cm

 

Picaporte Horma

Antonio Leonardo Platón
Madera y hierro
25 x 11 cm

 

Antonio Leonardo Platón. La secreta y humilde belleza de las cosas (por Luis Díaz Viana)

La primera sensación que tiene uno al entrar a una exposición de Antonio Leonardo Platón es la de pisar un escenario ritual y algo trágico. Nada más hacerlo, el visitante se ve rodeado de un ejército de bultos puntiagudos, como si hubiera entrado en un desván donde aún se guardasen las armas y armaduras de una batalla perdida con los esqueletos de los soldados dentro. El primer artista que puede venir a nuestras mentes como modelo de posible referencia es un autor que -al igual que el propio Leonardo- también se movió y creó siempre su obra entre lo artesanal y el arte, entre la vulgaridad de la vida corriente y el pálpito secreto de las cosas, entre la belleza y la tragedia: nada menos que un Alberto Sánchez, por ejemplo, con sus batallones de artefactos rescatados de los talleres de los menestriles, de panaderos, herreros y carpinteros, semejando figuras terribles o ensimismadas. Pero si se mira más a fondo, el espectador descubre que Leonardo Platón ha aplicado la lección de Duchamp, en su famosa Fountaine, de otra manera, aún más inesperada y subversiva. Puede que nuestro escultor encontrara, sí, remota inspiración en tan célebre metamorfosis: la que permitió que un urinario masculino de fabricación industrial, al ser cambiado por Duchamp de su posición habitual a la contraria, sugiriera rumores menos vulgares a los que suelen acompañar a tales aparatos y pasara a convertirse en objeto de arte dadá, evocador del canto mágico de las fuentes.

Porque hay -en efecto- diseminados en sus esculturas, objetos cotidianos de variada clase, pero en especial los que podían utilizarse a diario en el campo o los talleres -hoy generalmente abandonados- del medio rural: hoces amenazantes, bieldos al aire, prensas retorcidas y sufrientes tórculos. No su apariencia, sino restos de esa misma realidad: los objetos en sí rescatados del olvido para figurar en un singular museo etnográfico donde todavía nos hacen pensar que significan algo, donde aún estarían cumpliendo alguna insospechada función: quizá la de despertar esa belleza que no solemos ver y, sin embargo, yace dormida entre nosotros.

De ahí que la lección del arte de Leonardo Platón, pareciendo ser la de Duchamp, no lo sea, o actúe -incluso- para transmitirnos una enseñanza que es, en cierto modo, hasta opuesta: no nos dicen tanto sus esculturas que cualquier objeto puede ser tomado como arte -empezando por los urinarios industriales-, dependiendo del tratamiento que se le dé y el lugar en que se exhiba, como que cualquier objeto con huella humana acaba siéndolo de verdad en cuanto hay en él una poesía escondida. Esa es la lección de sencillez y humanismo que nos ofrece. Su obra nos remite a aquellos descubridores que a modo de "padres franciscanos de la creación", confiaban en la belleza humilde y secreta del arte; en su capacidad casi religiosa para redimirnos de la cotidianidad desde la cotidianidad misma. De Fray Angélico a Sánchez Cotán y de los escultores de las gárgolas apotropaicas del románico a la singular vulgaridad de Giacometti, siempre ha habido artistas que creían que la belleza es precisamente ese secreto oculto en las manifestaciones de lo cotidiano que nos pasan más desapercibidas, resultando capaces -además- de transmitirnos y contagiarnos la fuerza de semejante fe.

No importa que las herramientas y máquinas que Leonardo Platón nos presenta ahora, convertidas en objetos de arte minuciosamente trabajados y bruñidos desde su perfeccionismo de joyero, ya no sirvan para lo que servían. El arte pierde aquí toda retórica y solemnidad pero permanece su capacidad sagrada, pues mantiene y atesora la auténtica esencia de las cosas. Hay, sí, prensas para imprimir los libros inexistentes que ya nunca se imprimirán, tórculos imposibles que no prensarán más grabados exquisitos, bieldos que no encontrarán paja alguna que aventar, hoces o artilugios en punta que -colocados al revés de su posición habitual- semejan pájaros petrificados. Son, desde luego, aves que jamás volarán, y -no obstante- memoria exacta de la esencia del vuelo, aunque no se puedan elevar ya más sobre la tierra porque han desaparecido los cielos que solían surcar antaño. El arte de Leonardo Platón sugiere el dolor de la pérdida en sus aristas punzantes, en sus joyas como espinas de amor o relicarios de deseo. Y nos recuerda que la hermosura y el sufrimiento acostumbran a ir unidos, aunque sólo sea porque lo bello que en esta vida tuvimos prontamente desaparece.

Sus esculturas y joyas son fantasmas del pasado: testigos bellos y dolientes de un mundo bucólico que se desvaneció. Ya no existen los pastores cuyos objetos de uso hechos por ellos mismos Leonardo ha atesorado durante años con afán y devoción de coleccionista. Ya nadie podrá mirar e interpretar el firmamento como lo hacían aquellos andariegos, cuando en los movimientos o dibujos de las estrellas descubrían los itinerarios de los dioses y en las constelaciones esas infinitas praderas donde pacerían los rebaños celestes.

Desapareció aquel mundo, pero quedan sus formas. La forma. La belleza humilde y secreta de los objetos que Leonardo Platón conoció de niño y reinventa ahora para nosotros a través de su arte. Un arte tan singular, precisamente, porque lo es también de todos en su pura esencialidad.

 

 
     
     

Eppur si Muove

Manuel Escalona
Técnica mixta
180 x 90 cm

 

Mano sobre Bola

Manuel Escalona
Técnica mixta
60 x 35 cm

 

Miguel Escalona (por J.M. Almarza y Teresa de la Fuente)

Una ruda y audaz tesis del suabo Hegel -"El arte, cuando quiera que florezca y hasta cualquier futuro, pertenece en su esencia al pasado"- no es la declaración de la muerte del arte. Es la afirmación de su contemporaneidad, de la actualidad del pasado que nos rodea como presente y en el cual nos reconocemos.

Las obras de arte no son para ser fotografiadas o para estar en desvanes o museos, sino en el tráfago de la vida, para que imperceptiblemente nos obliguen a detenernos. "La habituación de la mirada a lo aparente" -dice H.G. Gadamer- "ha destruido muchas cosas: ciudades y calles, espacios y plazas, y cegado verdaderamente al espectador". Una verdadera obra de arte nos detiene para abrirnos los ojos y entablar pausada conversación. Una partitura no es música hasta que no se interpreta. Una composición artística no lo es verdaderamente hasta que no detiene al espectador y le habla de sí mismo. El lenguaje del arte es el de el encuentro con un acontecer inconcluso del que formamos parte. En cada obra -¿qué importa el estilo?- se inicia el rito litúrgico en el que oficia cada espectador para que ocurra el milagro de mostrarse la realidad de lo que verdaderamente somos, aquello irrepetible, absolutamente vedado a las fórmulas matemáticas y las tarjetas de crédito.

Un artista -este artista, Miguel Escalona- sólo es un constructor de símbolos, aquello que vale para ser mostrado como señal en cuya presencia nos reconocemos, precisamente en el significado invisible al que cada signo alude. Es, pues, necesario reconstruir con la mágica arquitectura la exactitud los infinitos matices y estilos de nuestra identidad -perdida entre códigos, prisas y máquinas- para que los objetos, más vivos aún que nosotros, nos recuerden quiénes éramos. Más todavía: nos griten con su insultante belleza quienes somos.

¿Tan muertos estábamos que han de resucitarnos los objetos? Tal vez ha nacido una nueva era para el arte: «La rebelión de los objetos». Un arte que no requiere tantas habilidades en las manos como un saber ver con la mirada. El artista sólo inicia el camino...

¿Puede suceder algo tan maravillo como resucitar, recuperar aquello que en una época del tiempo existió, y que nosotros lapidamos por un cambio de la humanidad? Pues sí, sucede; sucede de una forma mágica que funde la memoria de las imágenes con los lenguajes del presente en una arquitectura poética, resultando de esta empresa, casi solitaria, una de las aventuras más geniales y fascinantes del arte en nuestro siglo. Pues sí sucede; sucede en el estudio de Miguel Escalona, donde empieza el despertar de su vocación artística, una vocación activa hasta la creación, instinto de coleccionista, que con iluminar los objetos con las luces de la vida pierden su carácter inerte, advirtiendo la belleza y el significado que su interior esconde.

Las posibilidades del lenguaje son muchas y, además, se ajustan perfectamente a determinados rasgos de su personalidad, a su visión caprichosa y laberíntica de la cultura, a su propio modo de relacionarse con las imágenes y los objetos, permitiéndole, al mismo tiempo, una articulación de su mundo interior con el exterior en el que se funde, mediante construcciones armónicas, el sentido metafísico y poético de su obra artística, tan extensa, que para comprenderla es necesario abrir un abanico de múltiples intereses culturales, los cuales ganan en complejidad a medida que transcurre su vida creativa.

Sin embargo, no es difícil deducir lo que en ella se refleja; todas las preocupaciones omnipresentes a lo largo de las diferentes etapas de su vida, engaños y desengaños, ilusiones y desilusiones... producto de una sociedad desordenada llegando a una situación caótica en la que nada es bello, sin ningún tipo de estímulo que permita seguir avanzando (Eppur si Muove, Príncipe Rojo, La Espera, Todos somos Inquisidores, La Muerte...), lo que genera fragilidad (Frágil), nostalgia (Baltasar)... convirtiéndose en lágrimas, manos que te hablan, ojos y miradas que te observan… objetos que expresan el sentir de lo oculto.

 

 
 

Naturaleza Muerta II

Manuel Escalona
Técnica mixta
70 x 80 cm

 

Hasta el 29 de septiembre de 2013 en el Palacio Pimentel de Valladolid (Calle Angustias, nº 44)
Horario: laborables, de 12:00 a 14:00 y de 19:00 a 21:00 horas; festivos, de 12:00 a 14:00 horas.

 

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