EL VACÍO Y LAS NATURALEZAS MUERTAS

07/09/2007


 

El Palacio de Pimentel, sede de la Diputación de Valladolid, acoge desde hoy y hasta el próximo 25 de septiembre, la exposición El Vacío y las Naturalezas Muertas, del escultor Francesc Morera.

Un hipotético viaje, planteado desde la inquietud de Morandi hasta la austeridad de Zurbarán, pasa por el estático no tiempo del primero y se detiene en la simplicidad del segundo, que con elementos solitarios y espaciados escamotea la gravedad a sus naturalezas muertas. Sin olvidar a Cezanne, que a medio camino, utiliza las draperies como vertebradores en sus bodegones. Con estos elementos se han construido bagajes-ausencias, utilizando las draperies casi como mortajas. Las formas así construidas se comportan como un plano en tensión entre el vacío y la nada. Se transmuta así el objeto y su límite, convirtiéndose el límite en lo real y no el objeto. Entonces la mirada tiende a fijar los objetos resultantes, desnudos de todo accidente, en una eternidad ancestral, ajena a la historia y anterior a ella, como animales agazapados, escondidos, prestos a saltar sobre el alma del espectador.

Como humanos la necesidad de la verdad nos obliga a transitar por la vida desconociéndonos, para luego descubrirnos a través del otro. Y recorremos el arte como uno de esos caminos en pos del desconocimiento/descubrimiento. Lo escogemos por ser diferencialmente humano, fuera de la esclavitud de la necesidad de la supervivencia.

Y en este principio de siglo la escultura parece decepcionarnos por indecisa. Duda entre salir a la plaza pública y gritar, o esconderse en el fondo de los almacenes, a lamerse las heridas y meditar. Se descuelga de los pedestales y repta, se arrastra por los muros y se descuelga de los techos. No sabe si su tiempo ha terminado o, por lo contrario, es el principio de una nueva epifanía, ahora que por fin ha conseguido emerger de un pozo lleno de prohombres y condotieros, de diosas y cortesanas.

Su ausencia despliega artimañas para aprehender el aire, para darle forma, para domesticarlo. Conversa con él mientras trata de seducirlo, de atraparlo, y su angustia llena el espacio de peanas para que se pose si se cansa. Pero es huidiza. Se esconde entre las sombras y solo nos muestra su rastro, que no su rostro, desleído.

Una palabra cóncava y un concepto convexo se encuentran junto al zócalo, en un rincón de la sala, entre ellos la luz dibuja una arista y un pliegue, que se encaraman sobre un podio y se exhiben. Se juntan, se dan la espalda o se esconden, en su paso a los donde la luz es música.

La palabra aspira a sustituir el mármol, en concepto al bronce. Como en un espejo, la vida es sustituida por su reflejo y nosotros por androides sedentes, con la sola función de deglutir.

 

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