NUEVA OBRA DE JUAN ALBERTO PÉREZ ROJAS

Sergio Ramírez González (14/06/2010)


 

Galerķa de Fotos

 

Como bien indicaba el pintor Francisco Pacheco en su tratado del Arte de la Pintura, finalizado en 1638, muchas eran las fuentes que legitimaban la profesión de carpintero de San José, desde las mismas notas de los Evangelios Apócrifos a las opiniones de Santo Tomás de Aquino, Justino y el Cartusiano, entre otros. Los hay que apuntaban, asimismo, que el Patriarca debió ser ayudado en esta tarea por Jesús desde muy niño, aventurando incluso que éste último la ejerció por independiente en años sucesivos. Sin dejar de considerar tales opiniones, lo cierto y verdad es que los datos constatados referentes a José brillaron en todo momento por su ausencia, hasta el punto que esto hizo que se retrasase la expansión de su culto de manera considerable y se emprendieran acalorados debates entre los eruditos de la época respecto a la manera más idónea de representarlo, bien en lo que toca a su aspecto físico o actitud concreta. Las modalidades artísticas reflejaron a este personaje de un modo bastante dispar según el periodo en que se plasmara su efigie, si bien podemos marcar un punto de inflexión tras la finalización del Concilio de Trento en 1563, cuando realmente se produce una expansión devocional por todo el orbe cristiano.

A ello contribuyó sobremanera la habitual recreación de San José de forma aislada e independiente -adquiriendo un protagonismo propio-, en función de dos imágenes iconográficas concretas; a saber, la de padre de Jesús y la de carpintero de obra. Sin duda alguna, la veneración a este personaje en España tuvo una impulsora especial en la figura de la mística abulense y reformadora carmelitana Santa Teresa de Jesús, quien defendió el papel desempeñado por el Patriarca e inculcó dicha estima a las componentes de las comunidades carmelitas descalzas. De hecho, no dudó en dedicar a San José el primer convento de la reforma instituido en Ávila, en cuya fachada eclesial, debida al buen hacer de Francisco de Mora, se ubica la escultura del mismo Patriarca, obra de Giraldo de Merlo (1608). En realidad, un grupo escultórico -padre e hijo de la mano portando la sierra de su oficio- que actuaría como modelo canónico del tipo a continuar durante los siglos XVII y XVIII, a lo largo y ancho de nuestro territorio. Aún más, simplificándose en ocasiones al prescindir de la figura infantil y centrar toda la atención en la imagen totalmente descontextualizada de José.

A tales pautas se adaptaron numerosas esculturas de la Edad Moderna y a ellas se acomoda también, en líneas generales, la ejecutada en fechas recientes por el escultor rondeño Juan Alberto Pérez Rojas para la Hermandad de las Angustias, con sede en la Ermita de Santa Ana de Estepa (Sevilla). San José Obrero es uno de los titulares de la corporación penitencial que se fundara en el año 1955, aunque viene siendo procesionado y recibe culto popular en el primer día de mayo con la tradicional romería que les traslada hasta el paraje natural de Roya. La pieza viene a sustituir a otra anterior de ínfimo valor artístico, patentizando un salto cualitativo importante en línea con los resultados de la labor desempeñada en los últimos tiempos por el mismo Pérez Rojas. Este joven escultor conjuga en la presente obra aspectos de la tradición clásica y barroca resueltos con una armonía que no deja de transmitir agradables sensaciones al espectador: sosiego, bondad y calidez. Todo ello, fijado en una talla en madera de cedro de mediano tamaño (120 centímetros de altura), cuyo paralelo estético e iconográfico lo podríamos encontrar también -por cercanía- en el San José Obrero dieciochesco de la hermandad sacramental constituida en el año 1960 en la parroquia hispalense del mismo título, pese a que ésta -de anónima autoría y precedencia extremeña- fue alterada durante su última restauración despojándose de la figura infantil.

En resumidas cuentas, una pieza la destinada a Estepa que muestra a San José meditabundo a raíz de la laxitud muscular reflejada en el rostro, en consonancia con una mirada baja y abstraída -aunque reconfortante- en adaptación a la actitud frontal del cuerpo que descarga el peso en suave contraposto, marcando una perceptible y ascendente línea sinuosa en lo que a la composición se refiere. Una composición perfectamente armonizada a través de la postura conferida a las extremidades superiores y la leve caída lateral de la cabeza en connivencia con los extensos mechones laterales de la cabellera, algo recogidos para mostrar en toda su plenitud el óvalo facial. La adaptación del rostro al de un joven varón se muestra conforme a los prototipos impuestos tras el Renacimiento y en contra del modelo anterior en el que se le representaba como un noble anciano, si bien Pérez Rojas parece haber rebajado todavía más esa edad "ideal" de los 40 años que tanto defendían tratadistas y artífices. Qué duda cabe que el característico acomodo del brazo derecho, más como apoyo que sostén de la sierra, responde a un gesto muy particular de la estética escultórica manierista de raíces miguelangelescas, que Pérez Rojas ha utilizado ya en diferentes ocasiones caso del profeta Ezequiel para el trono de la Hermandad del Cristo de la Sangre de Ronda.

A lo que adapta la ubicación de sus atributos representativos, esto es, la estilizada sierra propia de su profesión -que en otras ocasiones se sustituye por el martillo, la escuadra, el hacha, la garlopa o la caja de herramientas en general- y la vara florecida que hace referencia a su victoria sobre los otros pretendientes de María, si es un tallo de lirios con la simbología implícita alusiva a la pureza y matrimonio virginal por ellos protagonizado. Ambos atributos, al igual que la galleta repujada de perceptibles tornapuntas, han sido realizados en los talleres de orfebrería de Jesús Domínguez. Con todo, llama la atención la labor ejecutada por el escultor en el tratamiento del atavío, con una recurrente disposición del manto que cubre sus espaldas para caer por delante de forma acusada y recogerse en el cinto de su lateral derecho. Lo que permite experimentar con una amplia suerte de pliegues y remarcar la diferencia de túnica y manto, en tonos marrón y amarillo. El autor se ha recreado en la ornamentación de las vestiduras mediante la aplicación de un rico estofado al temple de barroco cariz, donde se da cita todo un complejo entramado de filigranas mixtilíneas finalizadas en tornapuntas a conjugar con elementos vegetales muy estilizados, en algunas zonas con presencia multicolor. A complementar, con el ribeteado dorado de las bocamangas, cuello y bajos de la túnica, los dos últimos con patente resalte al practicarse un esplendoroso esgrafiado al oro.

Pulsando en el icono que encabeza la noticia, podrán ver más fotografías de una pieza que nada tiene que ver con el consejo dado por el tratadista Juan Interián de Ayala al hablar sobre las representaciones del Santo Patriarca, cuando aseguraba que era absurdo fijar su imagen de una manera sobradamente hermosa y aliñada.

 

Nota de La Hornacina: Sergio Ramírez González es Doctor en Historia del Arte.

 

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