El 13 de marzo de 1620, el padre Pedro de Urteaga, prepósito de la casa profesa de la Compañía de Jesús en Sevilla, encarga al imaginero cordobés Juan de Mesa una imagen de Cristo Crucificado y otra de santa María Magdalena abrazada al pie de la cruz. Tal grupo escultórico, concebido para la íntima devoción, trascenderá los límites de la propia orden religiosa llegando a erigirse como modelo de otras representaciones.

Asimismo, en estos interesantes simulacros, de suerte muy dispar, confluyen una serie de factores que, a la postre, determinarán un rico trasfondo, el cual puede abordarse desde perspectivas muy diversas. Una primera mirada, constituida por el promotor -la Compañía de Jesús-, nos concreta el marco real en el que surge la exigencia de las imágenes, ahondando en los entresijos de su necesidad de creación.

No obstante, en un plano paralelo aunque complementario, se ubica la justificación desde un punto de vista doctrinal en diferentes estratos que van desde el puramente formal hasta el más complejo ámbito de la erudición. Es, por tanto, el elemento circunstancial nuestra segunda mirada.

En un contexto análogo se sitúa el artista, Juan de Mesa, buceando en el difuso terreno de la inspiración. La mirada hacia su propia obra la realizará desde la inventiva. Finalmente, el sino de la imagen, su legítima consagración desde la visión que el azar y fortuna histórica nos brinda. Esto sólo es posible cuando la admiramos a través de los ojos del fiel devoto que se postra ante ella.

Precisamente, esta nuestra última mirada, desde la fe, es la que determina las venturas y desventuras de la misma pues ¿no es, acaso, la percepción del creyente el auténtico fin de estas obras?