MATISSE: 1917-1941

28/05/2009


 

 

 

Este verano el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid presenta la exposición Matisse: 1917-1941, un recorrido por la obra del artista en lo que fue el tramo central de su carrera. Para llevarla a cabo, el comisario de la muestra, Tomàs Llorens, ha seleccionado cerca de 80 pinturas, esculturas y dibujos procedentes de los fondos de unos 50 museos y colecciones particulares de todo el mundo. La mayoría de estas obras no han sido nunca expuestas en España.

Matisse: 1917-1941 se propone analizar la obra del pintor francés durante un largo período al que se ha venido prestando menos atención que a los tramos inicial y final de su trayectoria artística, y trata de entender sus claves a la luz del clima artístico de la época en que fue hecha. Marcada por la sombra de la Primera Guerra Mundial y la premonición de la Segunda Guerra Mundial, ésta fue, para el arte moderno, una época de ascenso rápido y de creciente implantación pública. En esa oleada ascendente Matisse ocupó desde el comienzo, junto a Picasso, un lugar central. Fue precisamente para asumir esa centralidad para lo que decidió alejarse de París, aislarse en Niza y sumergirse en la investigación sistemática de las condiciones de la nueva pintura.

En 1917, Matisse firmó un nuevo contrato con su galería, Bernheim-Jeune. En ese momento el final de la guerra estaba ya en el horizonte y, si algo estaba claro, era que el clima artístico de los años anteriores a su estallido, el de las primeras vanguardias, había desaparecido para no volver. Para Matisse la guerra había traído consigo la pérdida de los clientes rusos para quienes había trabajado prioritariamente durante casi una década. Las telas de grandes dimensiones que había pintado para ellos (como "La Danza", 1909-1910) habían sido concebidas para unos entornos arquitectónicos concretos; los problemas que había planteado su realización eran parecidos a los de la pintura mural (como la de Giotto, un ejemplo que Matisse siempre procuró seguir).

 

 

Ahora, en cambio, para dirigirse al público anónimo que constituía el destinatario potencial del arte moderno, el pintor tenía que trasladar su investigación a un campo diferente, el de la pintura de caballete. Fue para entrar en ese campo nuevo para lo que Matisse se trasladó a Niza, una ciudad del sur de Francia que, además de gozar de unas condiciones óptimas de luz natural y de un clima agradable, estaba suficientemente lejos de París.

La vuelta a la pintura de caballete reavivó en Matisse la reflexión sobre sus precedentes históricos: los pintores impresionistas en primer lugar, pero también Manet y Courbet, Chardin, Rembrandt y Vermeer. La atracción por las artes decorativas musulmanas, que había jugado un papel fundamental en sus pinturas murales de antes de la guerra, le condujo ahora a un orientalismo que se apoyaba, de modo bastante explícito, en Ingres y Delacroix.

En esta nueva etapa, Matisse siguió centrando su atención, como en la anterior, en los recursos fundamentales del lenguaje pictórico. El color, en primer lugar, ya que sentía en ese campo una mayor facilidad, y el dibujo, en el que fue concentrando cada vez más sus esfuerzos y cuyo estudio complementaba con la práctica de la escultura. Al mismo tiempo su reflexión le lleva cada vez más a reafirmarse (como muchos otros creadores de su época: Bonnard, Morandi, Valery o Montale) en una poética formalista, alimentada en la lectura de los dos grandes poetas fundacionales de la modernidad, Baudelaire y Mallarmé, y centrada en el postulado de la autonomía del arte respecto de la vida, de la forma respecto de la emoción.

 

 

 

Sin embargo, conforme pasaban los años, el aislamiento y las incertidumbres que encontraba en su búsqueda pesan cada vez más sobre Matisse. A partir de 1927 su producción se hace cada vez más escasa. Para salir de la crisis emprende en 1930 un largo viaje a Tahití durante el que prácticamente deja de pintar. A continuación, recibe un nuevo encargo mural por parte de Alfred Barnes, hombre de negocios norteamericano que había reunido una colección única de pintura impresionista y moderna en la que Matisse ocupaba un lugar central junto a Cézanne y Renoir. El artista, que había decidido para este encargo volver al tema de "La Danza", aunque transcribiéndola a un registro más épico y abstracto, estuvo trabajando en su realización durante más de tres años.

Cuando volvió a la pintura de caballete, en el año 1934, el mercado del arte moderno había sido prácticamente barrido de Europa por la crisis económica de 1929. También se habían deteriorado las condiciones políticas e históricas de su implantación social. La caída se aceleró con la llegada de Hitler al poder en Alemania, el estallido de la Guerra Civil española y, finalmente, con la Segunda Guerra Mundial. Cuando los alemanes ocuparon Francia, en el año 1941, y el gobierno de Petain aceptó el armisticio, Matisse, en contraste con otros artistas y escritores modernos que emigraron a Estados Unidos, decidió quedarse en Niza. Su salud mientras tanto empeoró y tuvo que sufrir una intervención quirúrgica que le llevó a las puertas de la muerte. Nunca se repuso totalmente, pero la enfermedad no le impidió sumergirse de nuevo en su trabajo, concentrándose, en unas condiciones de aislamiento extremas, en una admirable serie de dibujos que tituló "Tema y Variaciones". La exposición concluye con ese esfuerzo, que marca el final de la época central de su trayectoria, la de la pintura propiamente dicha, y el comienzo de una época nueva, que será la de los papeles recortados.

 

 

La exposición Matisse: 1917-1941 se articula en los siguientes capítulos:

Pintura y Tiempo: Se reúnen aquí cuadros hechos en los primeros años de Niza. Uno de los motivos dominantes es la ventana, una figura que, desde la época del Renacimiento, se ha venido considerando como paradigma de la pintura misma. Junto a la ventana, la música (aludida por medio del violín, un instrumento que a Matisse le gustaba mucho tocar) insiste en la reflexión sobre la creación artística. La luz del sur, que se refleja en el mar, ilumina una habitación, vacía unas veces, ocupada otras, por lejanas figuras femeninas en reposo. En su quietud cristalina resuenan ecos de la pintura de Vermeer.

Paisajes, Balcones y Jardines: El recorrido continúa con una sala dedicada a la exploración del espacio exterior a través de la pintura de paisajes y jardines, vistos a veces desde la altura de un balcón o una ventana. La distancia subraya la artificiosidad de la creación artística, la barrera insalvable que separa el arte de la vida.

Intimidad y Ornamento: En el tercer capítulo, algunas naturalezas muertas del autor se yuxtaponen a escenas de interior pintadas con las puertas o las ventanas cerradas. Las modelos femeninas se nos muestran, a veces ensimismadas, a veces durmiendo. Flores, espejos, sedas y joyas atraen la mirada del pintor. En el arabesco del pincel se esconden tanto el deseo como el desmayo o la tristeza.

 

 

 

Fondo y Figura: Centrada cada vez más en la figura humana, la búsqueda pictórica de Matisse desemboca en el problema de su representación en relación con el fondo sobre el que la percibimos. Como había hecho ya en la primera década del siglo (Desnudo Azul, Recuerdo de Biskra, 1907) interroga a Miguel Ángel; en alguno de los interiores pintados podemos reconocer la silueta blanca del Esclavo Agonizando. El volumen y el peso de la figura, su corporeidad, combaten con la bidimensionalidad de un fondo sofocante. El pintor vuelve a la reflexión sobre el arte musulmán (textil) que, desde finales de los años 10 del siglo XX, había sido determinante para su obra.

Forma. El Desnudo: El desnudo femenino es el centro principal de atención del pintor. El espejo que le ayuda a estudiar todos los problemas de la pintura, el paradigma mismo de su forma (y de la belleza a la que aspira). Matisse lo estudia de modo sistemático: en pintura, dibujo o escultura. En las mismas variantes que habían estudiado los escultores griegos: yacente, sentado o de pie. Para sorpresa de todos, camufla frecuentemente su búsqueda con disfraces postizos y absurdos. Por debajo del trabajo obstinado discurren una inquietud y un desasosiego crecientes. En el año 1930, con el encargo de la gran pintura mural para la Fundación Barnes, el registro cambia bruscamente. De la voz lírica de los interiores domésticos saltamos al contrapunto del desnudo monumental, heroico. El salto nos conduce a un escenario dominado por la tensión entre dos polos contrapuestos: el desnudo estático cristaliza escultóricamente en Desnudo de Espaldas IV (1931), el desnudo en movimiento pictóricamente en La Danza de la Fundación Barnes.

Une sonore vaine et monotone ligne: En la segunda mitad de los años 30, mientras a su alrededor cae la noche, Matisse refuerza su aislamiento e intensifica su dedicación obstinada a la pintura. Vuelve a la pintura de caballete, aunque dejándose contaminar ahora por la abstracción que había alcanzado en La Danza de la Fundación Barnes y en el Desnudo de Espaldas IV. Sus figuras se nos presentan cada vez más absortas en sí mismas, más nocturnas e inalcanzables. El color se hace más incorpóreo y la forma se reduce a trazo, signo que fluye: “Une sonore, vaine et monotone ligne”, “una línea monótona, vacua y resonante”, por decirlo con un verso de L’après-midi d’un faune. Matisse, que al final de la primera década del siglo había tomado el poema de Mallarmé como motivo de una de sus mejores pinturas “murales” y lo había ilustrado en un libro de 1930, volvió a trabajar sobre el mismo a partir de 1935 en una pintura de gran formato que quedó inacabada. Serán así las series de dibujos que el pintor agrupó bajo el título de Temas y Variaciones (1942) las que construyan el final de la época y de la exposición.

 

 

Del 9 de junio al 20 de septiembre de 2009 en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.
Horario: de martes a domingo, de 10.00 a 19:00 horas. Durante los meses de
julio y agosto, de martes a sábado, la exposición permanecerá abierta hasta las 23:00 horas.

 

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