MIRÓ: TIERRA

17/06/2008


 

La presente exposición ofrece un recorrido por la trayectoria creativa de Joan Miró desde 1918, fecha de su primera exposición individual, hasta sus últimas obras. Su hilo conductor es la noción de "tierra", un término que para Miró, quiere decir su tierra, Cataluña; pero es también una clave que le permite acceder a ciertos valores y cualidades propios de las culturas rurales, como la fertilidad, la sexualidad, la fábula o la desmesura. Tiene que ver, por otra parte, con la búsqueda de lo ancestral y lo primitivo.

En términos de lenguaje pictórico, lo terrestre se manifiesta como una desconfianza por la forma y una propensión a experimentar con la materia. Estos rasgos estilísticos, que la exposición trata de destacar, permiten ver a Miró como el gran precursor del informalismo y el expresionismo abstracto, tendencias que dominarán las décadas centrales del siglo XX y que protagonizarán artistas de la generación siguiente a la suya con los que Miró establecerá un diálogo fecundo.

Cerca de 70 obras -principalmente pinturas, pero también esculturas, dibujos, collages, cerámicas, etcétera- procedentes de numerosos museos y colecciones de todo el mundo, han sido seleccionadas por el comisario de la exposición, Tomàs Llorens, para presentar en las salas esta revisión del arte de Joan Miró frente a las tradicionales revisiones historiográficas centradas habitualmente en su vinculación con el surrealismo.

Esta nueva clave de lectura permite además reexaminar aspectos de su producción y de su trayectoria que no han sido adecuadamente valorados hasta ahora, como por ejemplo, la obra de Joan Miró posterior a la Segunda Guerra Mundial y, particularmente, la de carácter tridimensional (escultura, cerámica, tejidos y otros objetos), y permite también entender el diálogo que Miró establece durante esos años con los artistas informalistas de la generación siguiente a la suya (Jean Dubuffet, Antoni Tàpies, Manolo Millares, Jean Fautrier, Nicolas de Staël, o Antonio Saura, entre otros); una perspectiva diferente desde la que la obra realizada por el artista catalán en la segunda mitad de su vida cobra un peso mayor al que se le suele dar habitualmente.

Desde el punto de vista formal, el interés de Miró por el núcleo "tierra" se manifiesta por una exaltación de la materia y de los materiales que componen la obra de arte, lo que le lleva a alcanzar soluciones formales inéditas y extraordinarias, al igual que algunas de las más importantes corrientes artísticas del siglo XX, como el informalismo norteamericano y europeo.

La exposición se articula a través de siete capítulos temático-cronológicos que recorren toda su trayectoria:

 

Mont-roig

La masía que la familia Miró poseía en Mont-roig, una población próxima a Tarragona, es el punto de arranque de la exposición. En los veranos de 1918 y 1919 Miró pintó allí una serie de seis paisajes en los que, alejándose del eclecticismo de su primera juventud, desarrolló lo que sería su primer lenguaje pictórico personal.

En estos cuadros, testimonios de lo que fue para él una verdadera epifanía de lo rural, todos los detalles están tratados de modo muy minucioso. Esto hace que se nos presenten impregnados de una especie de narratividad (observamos los detalles uno detrás de otro, como en una narración que nos hace ver un mundo fijado por la memoria o la fantasía), y conecta a Miró con lo que fue la primera pintura de paisaje en el siglo XVI, los “paisajes animados”, o narrativos, de Patinir y El Bosco.

 

Transparencias animadas

A partir de 1920, fecha de su primer viaje a París, Miró solía alternar las temporadas de invierno y primavera, que pasaba en la capital francesa, con largas estancias en la masía familiar, retiros solitarios dedicados exclusivamente a la pintura, que solían extenderse a lo largo del verano y el otoño.

El contacto con los círculos de vanguardia de París, especialmente con los poetas dadaístas y surrealistas, y el descubrimiento de la obra de Paul Klee fueron factores determinantes de un giro radical que su trayectoria creativa sufre en torno a 1923-1924. A partir de ese momento, el lenguaje pictórico de Miró se aleja de la concreción física de los paisajes que había pintado en la etapa anterior buscando una cierta inmaterialidad o “transparencia”. Sin embargo no rompe con su enraizamiento terrestre. Se aleja de la pintura figurativa sin dejar de referirse a Mont-roig. Sus cuadros siguen siendo “paisajes animados”, espacios poblados por personajes y arquetipos telúricos, que, como el del campesino catalán, constituyen, cada vez más, ejes irrenunciables de su experiencia del mundo.

 

Paisajes del origen

A su regreso de París, en 1924, Miró se encontró en Mont-roig con los paisajes que había dejado sin finalizar el verano anterior. Destruyó muchos de ellos, conservando algunos que presentaban solamente un dibujo simple y esquemático. Fuertemente influido por Nietzsche, a quien había descubierto gracias a su amigo André Masson, Miró veía en estos cuadros sencillos la posibilidad de superar la degeneración de la pintura (síntoma y consecuencia, para él, de la decadencia del hombre moderno) y de emprender el regreso a un tiempo primordial, anterior a la civilización y a la historia, una vuelta al origen. A partir de ese momento y hasta 1927 Miró una serie de telas en las que los fondos monocromos parecen resultado de la improvisación, mientras que las líneas dibujadas (a veces palabras caligrafiadas) sobre esos fondos son fruto de un proceso lento de transfiguración poética.

La culminación de este periodo se encuentra en una serie de seis paisajes de gran formato, que Miró pintó en 1927. A pesar de la simplicidad de su composición, en esos paisajes monumentales continúa presente la voluntad narrativa y mitográfica del artista. A través del desafío del espacio vacío, marcado por la línea de horizonte, Miró construye un escenario que evoca un instante privilegiado, una especie de iluminación, a la vez cósmica e íntima, como las que se pueden encontrar en la poesía de Rimbaud o en los relatos míticos de las culturas más primitivas.

 

Polimorfismos

En torno a 1929, Miró padeció una crisis creativa durante la cual comenzó a explorar caminos y medios de expresión diversos. Ese periodo, que él mismo denominó de “asesinato de la pintura”, se materializó en un abandono casi total de esta disciplina y en la experimentación con otros medios como el collage, el dibujo sobre soportes muy texturados que dificultan el trazo de la mano, y unos “objetos” realizados mediante combinaciones inverosímiles de desechos y elementos naturales encontrados en el campo.

Se trata de las primeras incursiones de Miró en el mundo de las tres dimensiones, un mundo al que volverá frecuentemente después de la Segunda Guerra Mundial. En estas obras prima, por un lado, el interés del artista por resaltar las diferentes cualidades sensoriales de los materiales utilizados y, por otro, una poética de lo sórdido, nacida del deseo de romper con los clichés del “buen gusto” tradicionalmente asociados a la creación artística.

 

Figuras plutónicas

En 1932, Miró abandonó París para instalarse en Barcelona. Allí se aproximó a una nueva generación de la vanguardia catalana, que se estaba organizando por medio de asociaciones, como el ADLAN o el GATCPAC, animadas por amigos suyos, como Joan Prats o Josep Lluís Sert. Al mismo tiempo, comenzó a pintar de nuevo, aunque buscando procedimientos muy experimentales y preocupándose, cada vez más, por el destino público de la creación artística, una preocupación que le hace reflexionar sobre el principio de integración de las artes que las vanguardias artísticas y arquitectónicas europeas venían proclamando desde los años veinte.

Estos años catalanes de Miró, por otra parte, fueron, tanto en España como en Europa, un tiempo de grandes tensiones políticas, que desembocaron en la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial. Miró, sensible al clima de su tiempo y obsesionado por no caer en un arte de simple gratificación estética, comenzó en 1934 lo que él mismo denominó sus “pinturas salvajes”. En ellas la tierra parece haberse transformado en el mundo subterráneo de los muertos, el Reino de Plutón. Las figuras, los mismos campesinos que veíamos en los paisajes de los años veinte, se retuercen y se deforman hasta perder todo atisbo de humanidad.

En las “pinturas salvajes” el artista continuó el camino de experimentación matérica que había iniciado en el periodo anterior, jugando con soportes inusuales, de tratamiento difícil, tales como el cartón, el cobre o el masonite, y mezclando los colores al óleo con otros de tipo industrial, o con materiales que se dirigen primariamente al sentido del tacto, como la arena o el alquitrán.

 

El retorno

Tras unos años de exilio en Francia, motivados por la Guerra Civil, Miró volvió a España en 1940, huyendo esta vez del conflicto mundial. La vuelta a su tierra, a Mont-roig, provocó en él un deseo de revisión y volvió a despertar sus dudas acerca de la idoneidad de la pintura de caballete.

Cada vez más se reafirmó en el deseo de dar a la creación artística un destino público, la necesidad de “llegar al espíritu de los otros hombres” -son sus propias palabras- de un modo más eficaz que con la pintura de caballete. Esto le llevó a adentrarse en las disciplinas de la escultura y de la cerámica.

La cerámica, a la que llegó de la mano de su amigo el ceramista Josep Llorens Artigas, fue especialmente importante para Miró, ya que implicaba la reinvención de técnicas ancestrales, vinculadas al dominio de la tierra y del fuego. Al mismo tiempo el trabajo en equipo con Llorens Artigas satisfacía su deseo de volver a una época mítica, anterior a la historia, en la que la creación artística era supuestamente anónima y colectiva.

 

Ciclos

A mediados de los años cincuenta, Miró se estableció de manera definitiva en Palma de Mallorca, donde Josep Lluís Sert (que vivía ahora en Boston y dirigía la escuela de arquitectura de Harvard) había diseñado un taller para él. Durante esta larga etapa última de su vida su producción se hace más abundante, los acentos terrestres de su poética se refuerzan y, al mismo tiempo, se orientan hacia experiencias de carácter universal, como las manifestaciones cíclicas del tiempo o el misterio de la vida y de la muerte.

Dominado por ese estado de ánimo, las obras que realiza entonces, al tiempo que apelan a los más diversos materiales y técnicas -bronce, granito, cerámica, lienzo o tapiz-, nos hablan fundamentalmente de destrucción. Una destrucción que se materializa en una especie de lucha cuerpo a cuerpo del artista con su obra, pero que, como en el mundo agrícola que es su paradigma, no supone nunca aniquilación, sino que es condición necesaria para la renovación de la vida.

 

Hasta el 14 de septiembre de 2008 en el Museo Thyssen-Bornemisza
Horarios: martes a domingo, de 10:00 a 19:00 horas. Lunes cerrado. Durante los meses de
julio y agosto, permanecerá abierta hasta las 23:00 horas, de martes a sábado.

 

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