Antes de echar el telón, quisiera recomendarles la obra de un caricaturista judío-polaco que, emigrado a Estados Unidos, fue el más letal azote del nazismo en el campo de las bellas artes. Su nombre es Arthur Szyk, sus caricaturas son tan puñetazo directo al estómago como las de Daumier y buena parte de su trayectoria puede verse actualmente en el Museo de Historia Alemán de Berlín. Como no todos tenemos opción de visitar ahora el país germano, echen mano de la red o consulten la maravillosa bibliografía (alguna en castellano) que existe de este aguijón hecho artista. Y ahora sí. Las ballenas se marchan. Como son imprevisibles, no les garantizo si volverán el año que viene. Me aseguran que dejan la tierra firme, hartas de tanta canícula agosteña, para regresar a unas aguas frías, mansas y solitarias, sin chapapotes, ni calentamientos infra-ozono ni plagas de cazadores desalmados. Difícil lo tienen, pero conociéndolas, seguro que lo logran. Claro que, como también son díscolas, no sé yo si al final no tendrán el valor de adentrarse en los cenagosos canales de Venecia, ahora que están en plena Mostra, para chupar cámara, o incluso volver a pisar suelo con propósitos muy dispares. Lo mismo aterrizan en la tierra de los mulefa para ayudarles a recoger cápsulas, se van con la triada de Samurai Champloo en busca del samurai que huele como los girasoles o entran en una historieta de Mortadelo para abrir la caja de las siete llaves. Para mí, ha sido toda una experiencia servirles de intérprete y transmitir a los internautas, entre atracón y atracón de plancton que se han metido entre aleta y lomo, todo lo que sus hocicos han querido compartir con ellos. Aún puedo verlas resoplando en la lejanía.

Las consignas con las que muchos de los creadores de hoy en día presentan al público sus obras son las más categóricas e imponentes dentro del mundo del arte: renovación y reinvención. Nada menos que reinvención, con mayúsculas. Si el arte reinventa la vida, como dicen los expertos más espabilados, no puedo ni imaginar qué clase de creaciones míticas, subversivas y filosóficas han tramado estas celebridades que dicen reinventar el arte. Y no, no puedo imaginarlo porque cuando veo y descubro las creaciones en cuestión veo poco menos que la nada. Una nada, eso sí, cubierta la mayoría de las veces por un abrumador envoltorio que toma distintas formas según el tipo de pieza, pero que siempre obedece a la vacuidad de un autor que, para más inri, suele ir mal disfrazado bajo un autocomplaciente diagnóstico de sí mismo, con descalificaciones hacia lo ajeno como frecuente comparsa. Lo cierto es que para buena parte de esos artistas no hay nada peor que el encumbramiento, fomentado no pocas veces por palanganeros mediáticos que se atreven a poner en circulación la idea de que estamos ante una revolución artística, ante una nueva apertura de posibilidades y ante un horizonte que hasta el momento ha sido inexplorado, cuando en realidad se trata de una mediocridad supina, sobada y rastrera, pues pretende pasar por innovador lo ensayado por auténticos maestros del arte desde hace décadas, cuando no siglos. La prueba la encontramos en las mortíferas respuestas que el pueblo soberano, siempre más listo de lo que estos falsos gurús creen, tiene preparadas para desmontarles de un plumazo el chiringuito: el silencio y la indiferencia. O lo que es lo mismo, la nada ante la nada.

Pregunta: ¿puede alguien ser intemporal y humano a la vez? Respuesta: por supuesto que sí, siempre y cuando ese alguien se llame Meryl Streep. La actriz con mayúsculas de las últimas décadas, que en un principio iba para cantante de ópera, se dispuso hace más de cuarenta años ir más lejos que nunca, y pese a la lapidación sufrida por un sector de la crítica desde que se puso por primera vez ante las cámaras, no cabe duda que lo ha conseguido. Un don interpretativo fuera de serie (capaz incluso de hacer de la sobreactuación un arte), una inteligencia sensible y un valor personal incuestionable pueden ser los principales responsables de que Meryl Streep sea una superviviente nata en un entorno cinematográfico misónigo, intolerante y estandarizado. Cada película no sólo mantiene su estatus intacto, sino magnificado, y aún en el caso de sus peores trabajos, siempre sabe mantener la fascinación de cara al público, aunque sea bajo mínimos. Encima, canta fenomenalmente, como hemos podido ver en Postales desde el Filo (Postcards from the Edge, 1990), El Último Show (The Last Show, 2006), obra póstuma del dinosaurio Robert Altman, y ahora de nuevo, más que nunca, en el burbujeante musical Mamma Mia! (2008), ambientado en un paraje griego que recuerda al paraíso de Shirley Valentine y basado en el montaje teatral que Catherine Johnson se sacó de la manga para éxtasis y delirio de la legión de seguidores del grupo sueco ABBA, entre los que un servidor no se cuenta. Por si fuera poco, la Streep es madre y ama de casa la mitad del año... ¡Y hasta se plancha sus propias camisas! Ahora uno puede imaginar que el odio visceral de algunos sea envidia cochina mal disimulada.

La princesa que trabajó en Bloomberg y en Torrespaña no deja indiferente a nadie. Todo lo que hace, dice o le hacen es objeto de una polémica en la que podemos distinguir dos bandos bien diferenciados: la minoría que ve en ella a una futura soberana modélica y la defiende con uñas y dientes, y la mayoría que siempre la ha considerado una advenediza trepa e insolente y no deja de ponerla pingando. Como sus colegas Mette-Marit y Mary Donaldson, de inteligencia va sobrada, de ahí que no le costara entender que la realeza sigue liberando y el Gottha todavía guarda la virtud de mitificar. Y si además hablamos de una reportera que ha demostrado que la intrepidez no está reñida con las buenas maneras, el maquillaje y la peluquería, hasta pudo hacerse la idea de tener al mundo de felpudo. Su enlace real estuvo ahí fuera, como la verdad de Expediente X, y desde entonces el resultado, como su persona, ha provocado una profunda división de opiniones: la pérdida del oremus por las preseas regias, el tortazo a la Ley de Murphy, la lacra presupuestal que nunca acaba, el libro de los gustos que se quedó en blanco y un largo etcétera. Para los pocos neutrales, Letizia no es el fin de la monarquía, sino el de la monarquía tal y como nos la han venido vendiendo durante mucho tiempo. Para sus adeptos, todos llevan su espíritu, pero no el de la plebeya groupie-estatal que insinúa su hermoso clan de detractores, sino el de la reina de la fiesta con el que hombres y mujeres, monárquicos y republicanos, sueñan en algún momento del rodaje. Seguramente, será controvertida hasta los restos; lo que habrá que ver en cada momento es qué platillo pesa más en la balanza de pareceres, hasta la fecha pocas veces jugando a su favor.

Además de aterrorizarnos, sucesos como el ocurrido el pasado miércoles en Barajas nos recuerdan que, de la calma al desastre, hay sólo un paso. Tanta tragedia que últimamente padecemos, entre cayucos, aviones y el fanatismo religioso como arma de destrucción masiva, le hace a uno pensar si el entorno que nos rodea es tan sólo una cáscara engañosa bajo la que subsiste otra realidad mucho más siniestra, mucho más oscura, que mueve los hilos del día a día y cada vez asoma más los colmillos. En una ocasión, un anciano muy sabio me contó que la debacle social no vendría por medio de un apocalipsis con fanfarria, como le gustaría al agorero de Paco Rabanne, sino poquito a poco, muy despacio, con una violencia premeditada pero callada y casi sin darnos cuenta. Entonces será como la soledad de No Digas que Fue un Sueño, me dije incrédulo, que en lugar de irrumpir con pompa en la mansión de Octavia, se presentó sin avisar y, de buenas a primeras, convirtió el lugar en un espanto. De lo que no tengo dudas es de que a Isabel Coixet se le da mucho mejor escribir y dirigir que recibir premios; de hecho, un artículo suyo que leí unas pasadas Navidades me pareció el más lúcido y esclarecedor sobre el tema al mostrar su particular visión sobre un fin de semana cercano a la Nochevieja, dentro de una sociedad consumista y aparentemente modélica, donde el centro comercial se convertía en el Morlok de una ciudad enferma de contratos basura, sin valores, con malos humos y avidez por lo ajeno. Bienvenidos al Infierno se llamaba el escrito. Y vuelvo a preguntarme si es esa otra realidad quedándose, una vez más, al descubierto, o somos nosotros mismos, que ya hasta pasamos de ser reales. 

Los Villanueva-Santana eran una familia de clase media que viajaba en el vuelo siniestrado de Spanair. Han perecido la madre, Carmen, el padre, Alejandro, y sus tres hijos. Alejandro era malagueño, y Carmen de Canarias. A él le costó mucho iniciar una nueva vida cuando se marchó, hace ya unos años, de su Málaga natal. No suele ser fácil para nadie, y menos para un andaluz, abandonar su tierra. Poco a poco, fue superando obstáculos, la soledad y la falta de una familia hasta que consiguió formar la suya propia. En Málaga sólo le quedaba una hermana, Yolanda. Alejandro sólo tenía 42 años. Todo esto me lo cuenta una entrañable compinche asturiana que hoy tiene a su pareja tirada en un sillón bajo los efectos de un sedante. A ambos les han dado la noticia hace apenas unas horas. Según me comenta, Alejandro y su pareja se criaron juntos. Como dos hermanos. Como antes se criaban las familias en los barrios. Todos los niños juntos en la playa, juntos en el colegio y juntos a la hora de jugar, algo que por supuesto se hacía en la calle. Los padres, también juntos y ayudándose entre ellos cuando venían malas temporadas. Los años unen, la dureza de algunas vidas también y, como dice mi amiga, lo que no puede ser es que en sus asientos viajaran ellos y no otros que deberían estar muertos y bien muertos. No ellos, que volvían de unas merecidas vacaciones en Barcelona y Zaragoza. No ellos, luchadores, buenas personas y amigos de sus amigos. Jóvenes y niños que no han tenido tiempo de vivir nada. A mi amiga y su pareja les consuela pensar que se han ido todos juntos. Es lo único que les consuela. Ahora sólo piensan en seguir relativizando la vida y no complicarla con tonterias que sí tienen solución. 

Alguien dijo que todos llevamos dentro un niño que, en ocasiones, nos reclama las vocaciones que nunca pudimos ejercer. Muy pocos son los que no han deseado tirar pesimismos y dar rienda suelta a la faceta artística que, según la facción psiquiátrica, hasta el más gris hijo de vecino alberga en su mismidad. Lo que algunos no saben es que muchos de los que hacen las tareas más codiciadas también guardan sus cuitas por no haberse entregado a tal o cual oficio, muy distintos por lo general a los que se dedican habitualmente. Un caso singular lo tenemos en el escritor Mario Vargas Llosa, quien hace varios años desveló en Sevilla que sus dos vocaciones frustradas eran las de librero y matador de toros. De otra parte, los hay que, por suerte para ellos, han podido ver cumplidos sus anhelos, caso de Jordi Mollà o Alejandro Sanz en el campo de la pintura, si bien el primero monta unas creaciones abstractas interesantes mientras el segundo se limita a emplastar manchones en el lienzo sin orden ni concierto. El caso más insólito lo encontramos en Daniel Day-Lewis, tan excéntrico como buen actor, que hasta dejó el cine temporalmente para llegar a ser en Italia todo un maestro zapatero. También tenemos a los que, para desgracia nuestra, han visto realizado su deseo de ser cantantes, mutilando de paso los tímpanos del personal. Los medios que los fomentan, con espacios-karaokes en los que hasta el oído más silvestre se descuelga con berridos no aptos para cardíacos, merecen ser procesados por delitos contra la salud pública. Y es que, a veces, es conveniente que las ansias artísticas sigan guardadas bajo siete llaves porque su ejercicio, más que una satisfacción personal, significa abrir la caja de los truenos. 

Las ciudades del mundo se dividen en cuatro clases: ciudades grandes, ciudades pequeñas, ciudades grandes que quieren parecer pequeñas y ciudades pequeñas que pretenden ser grandes. Las del tercer grupo intentan pasar por metrópolis íntimas, acogedoras y cómodas, cuando en realidad los límites se pierden de vista y su marasmo vital ahoga cualquier atisbo del ambiente maternal que tienen las pequeñas. Las del cuarto grupo son como esos chicos delgados que, sin venir a cuento, quieren parecer corpulentos a base de cazadoras de oso y pantalones de muslo de elefante. Muchas de estas últimas están regidas por caciques con ínfulas colosales y cerebro estrecho que las rehinchan a base de asfalto y nuevos barrios sin valor urbanístico, aunque para ello haya que derribar lo noble para levantar lo desastroso. El manchego Miguel Fisac sentenció todo este cotarro poco antes de morir: "el interés por la arquitectura ha pasado a último término, ahora el único interés es ganar dinero, comprar un coche muy potente y ponerse en la carretera a pasar horas". Yo me pego como una lapa a las enseñanzas del maestro y pienso además que, cuando sea mayor, no voy a escribir un libro de memorias (tampoco doy para tanto), sino un catálogo sentimental que incluya todas mis ciudades imprescindibles. Hace poco colocaba en el trono a Florencia, sobre todo cuando cae sobre sus calles esa llovizna nocturna que le da un encanto casi fantasmagórico. En este momento, el cetro lo tiene Salisbury, en especial las zonas de cottages plenas de knack a las que sólo les falta mejor clima para ser perfectas. Las urbes hechas más a la medida del hombre son hoy mis preferidas. Mañana lo mismo París está en la cima.

No paran de quejarse los colectivos feministas de la flagrante discriminación que ha sufrido siempre la mujer por parte de la Iglesia Católica, de haber violado el clero conservador la imagen de Dios en el sexo femenino y de la absoluta exclusión de las religiosas en las altas esferas eclesiásticas, tanto para ejercer el sacerdocio como para ostentar un poder que les permita tomar decisiones de influencia más allá de su propia congregación o cometido. Eso, pese a que los varones de El Vaticano se rasguen las vestiduras cuando sale a relucir, es más verdad que un templo, a la vez que el colmo del delirio, ya que si uno husmea cada collación puede comprobar que la mayor parte de la feligresía está formada por mujeres. Buena muestra de ingratitud a la parroquia, más injusta todavía si recordamos que una de las pocas verdades históricas que tenemos sobre la figura de Jesús fue su preferencia por convivir entre marginados sociales. Sin embargo, los sectores clericales más represores, que no son pocos, prefieren seguir con la tizona de la excomunión en alto al escuchar palabras como emancipación o igualdad, por más que lo contrario desvirtue su propio origen y suponga un retroceso de la moral cristiana de cara a un futuro que se les avecina tormentoso. Recientemente, varias corrientes reformistas que operan en el seno de la Iglesia, algunas represaliadas por el Papa, han tomado inusitada fuerza a la hora de reivindicar sus posturas y hacer ver al mundo que no existe dogma que se oponga al celibato opcional y a la ordenación de las mujeres. Como reza su lema, otra iglesia es posible. Cosa muy distinta (y muy improbable) es que la Conferencia Episcopal, tan machista y patriarcal, les dé sus bendiciones.

Permítanme que aproveche este espacio para pedir perdón, desde el más hondo de mis recovecos, a todos aquellos a los que recomendé fervientemente la tercera parte de las aventuras de los O'Connell, llamada La Momia: La Tumba del Emperador Dragón (The Mummy: Tomb of Dragon Emperor, 2008). Era tal mi ansia por verla, que pasé veloz por un globalizador centro de ocio (de esos que van asesinando la solera de las salas cinematográficas de antaño), y al final acabé huyendo como Speedy González, no sea que me topara con uno de los abducidos y me barriera a escobazos por convencerle para ir a ver semejante castaña. Sinceramente, a pesar de la ausencia de Stephen Sommers y Rachel Weisz (chica lista, ha preferido no salir del Antiguo Egipto para encarnar a la filósofa Hypatia bajo la batuta de Amenábar), no creí que fuese a resultar tan decepcionante, sobre todo tras un arranque que debe buena parte de su encanto a la presencia de Michelle Yeoh, mal encasillada como reina del cine de acción oriental. Pero lo que vino después hizo pedir a gritos el refrescante espíritu de sus dos predecesoras: gags esperpénticos, personajes absurdos (sobre todo Brendan Fraser, menos preocupado en actuar que en lucir más potente que su blandengue hijo), peleas mareantes, guión aneuronal e infografía sin chispa que casi la convierten en una parodia. Tanto hace aguas, que está mal hasta el siempre brillante John Hannah, culpable de reemplazar su sarcasmo británico por patochadas propias de Eddie Murphy. Lo peor es que parecen amenazar con otro capítulo ambientado en nuevas tierras que no revelaré para no destriparles el final. Como sea del mismo chasis, qué el mismo Imhotep nos proteja.

No será magistral en ninguna de sus facetas, pero pocos astros han sabido montar tan bien su tenderete en el mundo del espectáculo. Madonna, morena de nacimiento y rubia por ambición, viene a España el próximo mes de septiembre para ofrecer dos conciertos: el día 16 en el Estadio Olímpico de Sevilla y el 18 en el Circuito de Cheste (Valencia). No es la capital hispalense ciudad de grandes conciertos foráneos, pero para una vez que organiza uno, se ha lucido. Esperemos que la cábala, a la que es tan adicta, no se le descabalgue y todos sean buenos augurios que eviten una suspensión caprichosa a última hora. Por motivos de salud lo veo difícil, ya que a punto de cumplir 50 castañas, Madonna está más joven y sana que nunca. Quizás la auténtica receta sean sus espectáculos, dotados de una frenética puesta en escena digna del mejor musical de Broadway. Pero por encima del cine y la música (aunque no le discuto demasiado sus cualidades vocales), las mejores creaciones de Madonna han tomado el formato de videoclips de sus éxitos, desde Material Girl hasta Get Together, pasando por Express Yourself, Vogue, Like a Prayer o Another Day. Dada la discreta acogida de su último disco (supongo yo que será por eso), éste apenas aparecerá en su última gira y según reza la programación de Sticky and Sweet, habrá que esperar hasta el final del sarao para escuchar 4 Minutes, el tan traído y llevado single que canta mano a mano con Justin Timberlake. Y es que no hay nada mejor que recurrir a los clásicos de toda la vida para salir del paso. En eso Madonna, casi siempre versión moderna de glorias del pasado como Marilyn Monroe, Marlene Dietrich, Pola Negri o Dita Parlo, es también una experta.

Érase una vez un país en el que, hace menos de cuarenta años, aún se fusilaba al amanecer. Las ejecuciones las firmaba un dictador que condenó al pueblo al atraso, militarizó el fascismo y actuó bajo la bendición de la Iglesia. Pese al Parkinson que sufrió durante sus últimos años, nunca le tembló la mano a la hora de autorizar penas de muerte, ni a él ni a sus compinches, algunos de ellos todavía con más salud que Matusalén en su tercer centenario. Su mujer, que solía estar presente cuando libraba castigo tan extremo, jamas pidió clemencia por nadie, quizás por estar siempre más preocupada en aumentar su collarero o dar la tabarra a su versallesca corte. La muerte del dictador, tras un largo periodo que pareció un negro pozo sin fondo, fue celebrada por muchos y la colectividad en pleno hizo un pacto para olvidar y construir un Estado nuevo. Aunque no todas las heridas estaban cerradas, ya que una guerra entre hermanos y una tenebrosa tiranía dan para mucho, se vieron invadidos por una nueva luz que auguraba esperanza y libertad. Sin embargo, de unos años a esta parte, cuando todo debería estar ya en su sitio y su lugar, un atajo de políticos, sociólogos y meros polemistas no han parado de echar alcohol a esas heridas, refregando, según su interesada y desmemoriada versión, las tripas de una historia de la que todo un pueblo en su momento fue cómplice y ahí es donde radica su verdadero horror. Las memeces de esta peñita, siempre con el lema “con el señor del balcón vivíamos mejor”, son un insulto hacia la ciudadanía actual, que no tiene porque aguantar tales insensateces. Claro que algunos de los que piden memoria también chorrean una tinta más negra que una mala sepia. Pero eso es otra historia.

La genialidad de Forges casi es comparable a la de su majestad Groucho Marx. El más inquieto de los famosos hermanos que hicieron de la ironía una filosofía vital era maestro de todo y aprendiz de nada, cualquier cosa que salía de su boca enmarcada por mostacho en bajorrelieve no tenía desperdicio y, al igual que sus personajes en la pantalla grande, tenía la virtud de guardar siempre la mejor salida de tono para los rebuznos que acercan la razón al despotismo. Muchas de las viñetas de Forges satirizan la vida social española con idéntico talento, inventando impagables vocablos y creando una galería de inolvidables caricaturas (los dos náufragos, las viejas pueblerinas que se las saben todas, el matrimonio imposible, el facha que nunca se desprende de sus gafas negras, el americano estúpido), expertas todas ellas en ironizar constantemente sobre la ignorancia, la tiranía, la sacrosanta unión conyugal, la colonización cultural y otros tópicos que siempre han asolado el solar patrio. Otro gallo nos hubiera cantado si España hubiera sido Libertonia, la sopa de ganso el emblema nacional y Groucho y Forges nuestros mandatarios. Ahora, en plena época estival, Forges arremete contra el sufrido veraneo y sus criaturas soportan granizos del tamaño de michelín de su prima Juli, plagas de moscas que representan anuncios para jóvenes en la tele, akelarres de cuñadas en casas de campo, joyas del rejoneo hondureño, antimosquitos ecológicos a base de los últimos discos de Enrique Iglesias, sablazos por la compra de bronceadores especiales para axilas y corvas y hasta a la Pantoja y su exitosa “Mesabrieron la càlnes al depilalme”. En resumen, nuestra historia forgesporánea visto por los ojos de un iluminado.

La delgadez es directamente proporcional a la perfección. Mi amiga, plena juventud, 150 de coeficiente intelectual y 45 kilos de peso, eligió un mal día dejar su vida para ir en busca de la silueta perfecta, lanzando proclamas como la anterior y entregándose a un regimen germánico tal, que a su lado la dieta de los puntos era una comilona vikinga. Abandonó la gastronomía de su tierra natal y la sustituyó por litronas de agua mineral y tisanas laxantes que compulsivamente tragaba para eliminar cualquier pizca de residuo. Todo comenzó a darle arcadas, no ya sólo cualquier tipo de comida. Empezó a aborrecer a los hombres por nauseabundos, a las mujeres por sebosas, a los niños por sucios, a las nubes por gordas, al sol por destructivo y a la sombra por inútil. Histérica, le molestaba hasta el roce de una cortina. Por mucho que le decían que todo era culpa de la ferviente sequedad a la que se había entregado, de nada sirvió cualquier sugerencia. Es más, como protesta le colocó dos velas al retrato enmarcado de Kate Moss que presidía su salón. Durante una breve pausa del potro donde, diariamente, se estiraba con denuedo, acabó haciendo zapping hacia una gala operística presidida por Montserrat Caballé y, de la impresión ante tanta curva, vomitó la media berenjena asada que había comido en todo el día. Su mirada se volvió melancólica, su tez transparente y comenzó a olvidar los sabores. Una tarde, no llegó a salir de su casa por su propio pie. Se la llevaron unos señores en una cajita de madera de pino. Supuse que tenía que estar muy contenta, ya que los operarios dijeron no haber fabricado jamás ataud tan estrecho para cuerpecillo tan fino. Al fin había logrado la silueta perfecta.

El pasado 1 de agosto se cumplieron cinco años del asesinato de la actriz francesa Marie Trintignant a manos de un verdugo cantarín con precedentes de agresiones conyugales. Ni siquiera una estrella tan célebre pudo escapar de la violencia de género, lacra social cuya pervivencia sigue recordando que nuestra sociedad se ubica mejor en la época de la inquisición que en los albores igualitarios del siglo XXI. Extraño es el día que no encontramos en los medios noticias relativas a señoras fallecidas o lesionadas (en el mejor de los casos) como consecuencia de palizas propinadas por psicópatas sentimentales (algunos también emplean navajas, cuchillos, hachas... e incluso se han dado casos de mujeres quemadas vivas). De hecho, hace tan sólo unos días se anunciaba la última víctima en lo que va de año, treinta y nueve o cuarenta ya, creo (no se descarta que, al publicarse este escrito, tengamos que contar otra más): una niña leonesa de 18 años a manos de su pareja, que tan sólo calza un año más que ella. Claro que si uno mira hacia un sector de los niños de 19 años de hoy en día (y de 17, y de 16...) no puede evitar pensar si, entre tanta competitividad, desidia y materialismo derivado del complejo de culpa, no estamos fabricando una raza de maltratadores en potencia, ya sea dentro del ámbito de la violencia doméstica o de cualquier otro ámbito. Cuando Marie Trintignant, protagonista de interesantes trabajos para el reciente cine europeo, fue asesinada, le faltaban cuatro días para finalizar el rodaje de un biopic sobre la escritora Colette bajo las órdenes de su madre, Nadine Trintignant. Cinco años después, su recuerdo, irremediablemente unido a la historia negra del cine, está más vivo que nunca.

La última sentencia recaída contra el capo Roca y uno de sus secuaces en los juzgados vuelve a poner en prime time los desmanes cometidos en una Marbella que, durante demasiados años, ejerció de meca de la rapiña hispana. Una república bananera que llegó a estar orquestada por un racimo de partidos fraccionados, unos sátrapas arengados por una multitud devoradora y hasta una rociera convertida en monigote investido. Sin embargo, lo realmente espeluznante de este asunto no fue el lamentable esperpento montado, ni la burla constante a las instituciones, ni siquiera las secuelas de corrupción que están saliendo a la luz desde aquella tardía pero muy bienvenida Operación Malaya, sino que todo existió porque una mayoría absoluta de votantes así lo quiso. Una colectividad que, por miedo a represalias o ansia de atropellos, se puso ella misma una soga que abarca sobornos, cohechos, malversaciones, estafas y prevaricaciones, entre otros delitos; y no contenta en su momento con encumbrar a un cacique plagado de miserias y colmado de querellas, proclamó como sucesor a un discípulo adepto a la copla que apuñaló al maestro y él mismo acabó siendo apuñalado por una caterva de tránsfugas de su misma calaña. Pese a todo este disparate público, el municipio malagueño, que ha visto cambiar sus pinares por millas aceradas y sus piedras solariegas por el hormigón de los rascacielos, sigue manteniendo su atractivo para muchos, en especial para los jeques con vidas ancladas en una burbuja medieval, e incluso se ha estrenado este año como sede de los cursos de verano de la UMA. Debe ser que Málaga, como siempre he creído, es el auténtico refugio del duende aun en las peores circunstancias. 

Realiza Pablo León en Cadena Ser una labor tan curiosa como nostálgica al resucitar personajes mediáticos en el olvido y mostrar con todo lujo de detalles su trayectoria y su situación actual. Así, gracias a él sabemos que Inger Nilsson, la intérprete de Pippi Calzaslargas, es ahora de nuevo una actriz notoria tras trabajar como secretaria en una entidad pública de Suecia; que Jaleel White (Steve Urkel, protagonista de Cosas de Casa) ejerce de locutor deportivo para la NBA después de prestar su voz a Sonic (mascota de SEGA) y sobrevivir a un bulo que anunciaba a voces su suicidio, y que Chelo Vivares, la actriz que dio vida al mítico Espinete (también hizo de Curro en la Expo 92 de Sevilla), es la voz española de Myrtle “La Llorona” en Harry Potter y la Cámara Secreta (Harry Potter and The Chamber of Secrets, 2002) y Harry Potter y el Cáliz de Fuego (Harry Potter and The Goblet of Fire, 2005), y hace tan sólo unos meses celebró un emotivo homenaje en memoria de su recientemente difunto marido, Juan Ramón Sánchez, el simpático panadero con el que también compartió planos en Barrio Sésamo. Muy singular es la evolución de Jane Badler, la lagarta Diana de V, esa serie que tuvo seguimiento unánime para ver los disparos de Donovan y las maldades de la líder alienígena que ocultaba cola y escamas bajo un cuerpo diez (tranquilos, sigue estupenda a sus 53 años); ahora es también cantante y ha sacado nuevo disco cuyo título, no podía ser otro, es The Devil Has My Double. Sin embargo, la reconversión más llamativa es la de Mayim Bialik: de estrella infantil en la tontorrona Blossom a neurocirujana de prestigio. Ni a un avispado guionista de Hollywood podría habérsele ocurrido.

Deseo a la organización de los Juegos Olímpicos de Pekín (a.k.a. Beijing) un nivel de éxito similar a la humanidad que derrocha su cavernario sistema político. Una lástima que edición tan decisiva para el deporte mundial tenga como marco un gigantesco estado-fábrica que produce a partes iguales dinero, oscurantismo y corrupción. Dicho de otra forma: las raquetas de Nadal cortarán un aire sobrecargado de polución, fruto del país más contaminado y contaminante del planeta; Mengual nadará en aguas cuya depuración es tan frágil como las casas que los mandatarios ordenan construir para una población tan saturada como el ambiente (en caso de seísmo, tienen utilidad extra como purgante para exterminar a miles de personas, compensando así la cuestión demográfica); los triples de Gasol serán muy pocos en comparación con las sentencias de muerte que se firman a diario (a lo mejor también para dicha compensación), y las etapas de Contador no serán ni de lejos tan largas como las manos gubernamentales que, cargadas de armas y vetos, dan estocada mortal a la libertad de expresión para borrar realidades como Tiananmen o Tibet, nación cuya represión es comparable a la codicia de la política china, ansiosa por absorberla como satélite esclavo. Preocupa sobremanera en Occidente el poderío económico del gigante asiático; quizás por eso los USA y parte de Europa se han convertido en cómplices de una degradante explotación laboral dirigida a quienes sólo son vistos como mano de obra barata. Por encima de lo puramente deportivo, la única olimpiada (o "limpiada", mejor dicho) de China es su fugaz lavado de cara para lucir abierta de cara al resto del mundo. Y en esto sí que llevan ya un absoluto fracaso.

Por más que busco, no encuentro en el santoral ningún patrón o abogada contra los males del verano. Y entiéndanme con eso de los males, pues no me refiero a la salmonela, las insolaciones, los papilomas piscineros, las intoxicaciones varias o padecimientos del mismo corte, sino a los insufribles tópicos que, año tras año, nos sacuden con idéntica virulencia. Pensaba encomendarme a Santa Lucía para que, como protectora de la vista, me evitara algunas espeluznantes visiones del estío que llegan a rayarnos las retinas. Sin embargo, siempre he creído que la pobre mártir, que se arrancó los ojos y los lleva estoicamente sobre una bandeja como símbolo de su virtud, bastante hizo ya con lo que hizo y no es cuestión de pedirle nada más. Es por eso que he decidido acudir a ídolos más terrenales, como Gwyneth Paltrow o Ralph Fiennes, que aunque ni santos, ni mártires ni milagrosos casi siempre son sinónimo de estilo y no hay que descartar que puedan interceder ante nuestras súplicas si sabemos invocarlos acertadamente. De ahí que, con la botella de Moët Chandon en una mano y la camisa de Marc Jacobs en la otra, les implore, oh eminencias, para que nos libren de los atascos trufados de camisetas sin mangas, las playas de hormigón atestadas de parasoles king-size, los chiringuitos grasientos, la canción del verano, las vaquillas de Bertín Osborne, los bañadores imposibles y los viajes en manada en los que hasta para ir al baño te miden el tiempo. Sé perfectamente que todo es un despropósito, pero no por los receptores del ruego sino por el ruego en sí, ya que si alguno llegara a enterarse de esto, clamaría indignado que pido demasiado. Al menos, por favor, que no nos falte la paciencia.

Siempre he admirado esa cualidad, supuestamente embutida en una genética prodigiosa, que suelen exhibir los grandes actores a la hora de encandilar al espectador mientras van componiendo un personaje para el recuerdo. A semejante don hay quien lo llama talento, y lo acompaña de adjetivos superlativos a discreción. Yo lo veo como una garantía de inmortalidad, con más rúbrica incluso para lo eterno si proviene de la más grande de todas las grandes actrices, una intérprete de la que se celebra este año el centenario de su nacimiento. Y es que Las Ballenas de Agosto (The Whales of August, 1987) es el título de la última película de Bette Davis (1908-1989), creadora de inolvidables papeles en cintas como La Carta (The Letter, 1940), Eva al Desnudo (All About Eve, 1950) o Canción de Cuna para un Cadáver (Hush... Hush, Sweet Charlotte, 1964). La verdad es que  no fue la última, porque dos años después dejó plantado otro rodaje al considerar que no estaba a su altura, de ahí que a ella siempre le gustara hablar del filme que rodó junto a sus colegas octogenarios Lillian Gish y Vincent Price como el remate de su larga e intensa carrera. No obstante, si en la película de Davis las ballenas son una metáfora de la muerte, en este falso blog (o no-blog, como diría Anne Rice si lo hubiera escrito Lestat) van a ser todo lo contrario: anuncio de buenos presagios y, sobre todo, símbolo de supervivencia. Una supervivencia parecida a la que Bette Davis derrochó durante su última aparición pública, hecha precisamente en el Festival de San Sebastián. Aún conociendo su frágil salud, la genial intérprete dio una lección de resistencia y estuvo a la altura de su mito en todo momento. Eso también la hizo una estrella entre las estrellas.