UNA REFLEXIÓN EN TORNO AL DECORO DE LOS SIMULACROS SACROS:
A PROPÓSITO DE UNA INTERVENCIÓN DE DAVID ANAYA

Manuel Salvador Sánchez Aparicio


 

   
   
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1. Contexto Histórico-Artístico de la Imagen Sacra (I).

Contrariamente a lo que sucedió en el II Concilio de Nicea (siglo VIII d. C.), donde se justificó el uso de imágenes como ilustración del que ignora la escritura, y pese a que la sociedad actual está dominada por la imagen, asistimos a iglesias desnudas, desprovistas de estos ejemplos que tanto y tan bien catequizaron en siglos pretéritos.

El malentendido Concilio Vaticano II no apostó por las iglesias vacías, ni por esa obsesiva intención de párrocos hostiles cual León Isáurico que pretenden revestir los recintos sagrados con símbolos y signos que, si bien hablan en código de los principios cristianos de las comunidades primitivas, no son en absoluto la devoción que el pueblo fiel requiere ni necesita, puesto que en cierto modo la imagen sacra es quizá el modo eficaz de acercamiento a lo intangible en la sociedad despreocupada o indiferente al fenómeno religioso. Del acercamiento a la Iglesia para acudir a la deidad es ahora la imagen, vicaria en la tierra de la deidad la que visita al fiel para escuchar sus ruegos.

Si indiferente es la voluntad de algunos párrocos por rehacer la devoción del pueblo que Dios le ha encomendado, esta voluntad es aún más indiferente a la hora de reparar, restaurar o dignificar estas esculturas, obviando, quizás, la afirmación de Clive Bell, de que “...Arte y religión son los dos caminos por los que el hombre escapa de la circunstancia hacia el éxtasis...” (1).

Pero no todo el panorama es oscuro, y, afortunadamente, existe también la firme voluntad de conservar, engrandecer y enriquecer el patrimonio icónico que albergan nuestros templos, siguiendo una buena lectura del Concilio Vaticano II ya citado, que aconseja no la eliminación de las sagradas imágenes, como erróneamente se creyó, sino que apostó por “...Mantener firmemente la práctica de exponer imágenes sagradas a la veneración de los fieles...” aconsejando asimismo “...que sean pocas en número...” pero no eliminadas las ya existentes, aunque sí con cierto orden, y decoro en la exhibición al culto.

 

   
   
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2. Contexto Histórico-Artístico de la Imagen Sacra (II).

Partiendo del Concilio de Trento (1545-1563), las imágenes son indiscutiblemente un eficaz medio de evangelización y catequización en el contexto histórico del Quinientos. También lo han sido en siglos pretéritos, y continúan siéndolo hoy, pese a la insistente indiferencia de la sociedad ante este fenómeno religioso, como ya hemos señalado.

En la exhibición de la imagen sacra, es indiscutible que debe primar, por encima de cualquier criterio científico, riguroso e inmutable, el "buen aspecto", la "bella" apariencia (partiendo de la premisa de lo bello es lo bueno) para conmover y extasiar al espectador-fiel que desde el plano terreno la contempla absorto, intentando alcanzar mediante ella las gracias de Aquél a quien representa, o de Aquella a quien nos muestra de forma imaginaria, si es el caso de un simulacro mariano.

La imagen de culto, como ya he señalado anteriormente en otros estudios, es objeto canalizante y canalizador, ya desde la concepción en la mente del artista, perdiendo su esencia como materia, siendo concebida para otros fines distintos de la fascinación propia de una obra bella o única. La imagen sacra es un Simulacro que, desde su vida inerte, conversa en diálogo espiritual con el fiel, al que debe conmover e inspirar por el camino de la rectitud, acercándolo, por medio de la contemplación directa, a la realidad metafísica que representa. De forma que la dualidad de ser objeto canalizante y canalizador obedece, en primer lugar, a que canaliza las plegarias que a él se elevan y canalizador porque por medio del Simulacro Dios realiza sus obras y milagros.

 

   
   
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3. Contexto Histórico-Artístico de la Obra Intervenida.

Acercándonos al aspecto local de la obra intervenida, cabe señalarse en nuestra historia contemporánea el evidente aspecto negativo que tuvo para el patrimonio sacro, los sucesos acaecidos en torno al año 1936. Como indica Díaz Vaquero, tras la contienda “...la Iglesia Católica... desempeña un papel determinante en la historia de este periodo... participando en los órganos de poder... y... en la actuación directa sobre la mentalidad social...” (2).

El conflicto se comprende como el levantamiento en forma de nueva cruzada contra la República, que persigue indiscriminadamente a la Iglesia, a la que hay que liberar. Sin ánimo de plantear un debate en torno a estos hechos, la cuestión importante es que en la teoría, y también en la práctica, así se creyó, como bien demuestra la carta pastoral colectiva de los obispos en el año 1937 (3), adhiriéndose la jerarquía y, por su magisterio, la población católica, a la causa franquista. Al final de la contienda la Iglesia se inserta en el nuevo Estado en todos los aspectos, lo que denominamos Nacional-Catolicismo, siendo el Estado de evidente confesionalidad religiosa.

Surge entonces en las diócesis, parroquias y pueblos una fiebre colectiva por reponer al culto las imágenes perdidas por los sucesos citados anteriormente; no obstante, es más que evidente que la España de los 40, los 50 o los 60 no es económicamente propicia para la reposición de obras escultóricas de calidad para subsanar, si es que era posible, el vacío que había dejado en los templos el patrimonio perdido.

Con poca fortuna, pero con la obligación que imponen los escasos recursos, se recurrieron por norma general a los talleres de escultura seriada, entre los cuales destacó el gerundense taller de escultura cristiana de Olot. El criterio científico en torno a estas obras es rotundo, y, como es lógico, este que suscribe se adhiere a esta sentencia: se trata de obras seriadas de nula categoría artística, lo que no resta que en este momento histórico realizasen su misión. Nuestra actualidad no es muy halagüeña en cuanto a lo económico se refiere, por ello, hemos de comprender, pese a que no sea un acertado criterio, que diversas poblaciones de nuestra geografía no puedan adquirir una nueva obra de talla que sustituya a las ya creadas por estos talleres.

Primando pues, el criterio del decoro y buen estado físico de las esculturas religiosas de culto, hemos de apostar por la sustitución de estas piezas, siempre y cuando sea posible, aportando al patrimonio una pieza que realmente sea de interés tanto artístico como devocional, ya que éste es el fin con el que es creada.

 

   
   
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4. Obra Intervenida por David Anaya Fernández (I).

El Santísimo Cristo del Perdón de Huéscar (Granada) es una escultura realizada en escayola, de escaso o nulo valor, cuya cartela insertada en el perizoma nos delata que es obra del taller de Olot (Gerona).

En su situación diaria, a gran altura, y tras procesionar llevado a hombros por hermanos penitentes, el tiempo y otras adversidades humanas, propias en las imágenes que son manipuladas para procesionar, han deteriorado la pieza hasta mostrarla con lagunas pictóricas, y con mutilaciones en los miembros, especialmente las falanges y los dedos de las manos y los pies, lo que es aún más grave.

Apostando pues, por presentar las imágenes de culto en un "perfecto estado físico", y ante la imposibilidad de recursos para realizar una obra en talla, que hubiese sido indiscutiblemente la mejor opción, se planteó al malagueño David Anaya Fernández la intervención. La obra no presenta ninguna característica que la haga singular. Hablamos como hemos señalado de una imagen hecha mediante un molde, si bien se inspira el rostro, como es hartamente conocido, en el Santísimo Cristo de Limpias, de gran devoción en nuestro país.

Su carácter seriado se reforzaba en la corona de espinas inserta en el mismo material en que se realiza la cabeza del Cristo, en escayola también, lo que imposibilita desprenderla del cráneo.

Como intervención del artista, hay que señalar cómo, desde antiguo, una buena policromía puede adecuar positivamente para la veneración a una escultura de nula o escasa calidad, y éste ha sido el caso.

 

   
   
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5. Obra Intervenida por David Anaya Fernández (II).

Comenzando por el busto del Cristo del Perdón, fue necesario adecuar el volumen de la cabeza, eliminando la artificial corona de espinas que presentaba para poder colocar, de forma postiza, una corona de espinas más airosa, natural y devota. El artista, con gran acierto, compensó los espacios que quedaron en oquedad para continuar la empresa que se le había asignado.

Continuando con los criterios propios de un buen policromador, el artista repolicromó la obra cuidadosamente, eliminando las irreales policromías verdosas del taller por una policromía carnosa y real, sin olvidar policromar los ojos, realizados con un vidrio y dibujo de escasísima calidad. Para concluir el espacio craneal resolvió el modelado del cabello con integraciones en el mismo material, que adecuó a la base corpórea existente mediante pinceladas sueltas que prolongan la labor pictórica del cabello en el cuerpo de Cristo moribundo.

Continuando el proceso de carnación del cuerpo del Cristo expirante, se reintegraron las falanges y dedos perdidos, hasta completar la totalidad de los mismos, tanto en la mano diestra como en la siniestra, al igual que en los pies.

El proceso concluye con la policromía rojiza de la sangre y el perizoma, donde con espléndido criterio el artista malagueño ha integrado el rojizo tenue de las manchas de sangre con un blanco roto que nos habla de pureza, recordando al lector que, según narran las revelaciones místicas, es la Virgen la que, asistiendo al martirio, se despoja del velo para destapar la desnudez de Cristo.

La sangre, en absoluto artificial, sino artificiosa, recorre el cuerpo con espléndido detallismo, así es posible apreciar gotas de sangre que penden del cuerpo del Señor, realizadas mediante vidrio y policromadas, acentuadas gracias al modelado de las yagas que se ha hecho sobre la base ya existente.

El llanto del Cristo, conmovedor y realista por esas lágrimas que recorren el rostro, puede ser el resumen más eficaz de la intervención de la pieza, en la que, si bien es imposible concederle el valor propio de una obra nueva, se ha logrado, al menos, adecuarla a un buen aspecto que conmueva e inspire, lo que, a priori, es lo esencial en este tipo de obras que, con lenguaje propio, comunican al fiel los padecimientos de Cristo.


BIBLIOGRAFÍA

(1) PLAZAOLA ARTOLA, Juan. Razón y Sentido del Arte Cristiano. Bilbao: Deusto, 1998.

(2) DÍAZ VAQUERO, María Dolores. Imagineros Andaluces Contemporáneos. Córdoba: Cajasur, 1995, p. 26.

(3) Ibíd., p. 27.

 

   
   
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Nota de La Hornacina: Manuel Salvador Sánchez Aparicio es Licenciado en
Historia del Arte y Máster en Profesorado de Educación Secundaria, Bachillerato, F.P. e Idiomas
(Especialidad Ciencias Sociales) por la Universidad de Granada (UGR).

 

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