ZURBARÁN. EL MUSEO RESTAURA

22/07/2017


 

 

En el barroco sevillano la representación del Crucificado, como iconografía central del arte cristiano, ha sido uno de los asuntos más frecuentes tanto en pintura como en escultura. De los pintores de esta escuela es quizás Francisco de Zurbarán el que afronta el tema de manera más personal. De su capacidad para hacer más cercana al espectador la imagen de la divinidad son un buen ejemplo sus versiones de Cristo en la cruz. El artista abordó en múltiples ocasiones esta iconografía, tanto en figuras en las que aparece aún con vida y expirante, como en este caso, ya muerto. Para su representación recurre, salvo excepciones, a figuras aisladas que sitúa en un espacio oscuro indeterminado del que parecen emerger gracias a una efectista iluminación.

De todos los crucificados que Zurbarán pintó a lo largo de su carrera el de mayor fama es el que realizó en 1627 para la sacristía del convento de los dominicos de san Pablo de Sevilla, actualmente conservado en el Art Institute of Chicago, imagen tenebrista de apariencia escultórica que ya causó admiración entre sus contemporáneos. El expuesto en el Museo de Bellas Artes de Sevilla con motivo del Programa "El Museo restaura" sigue un modelo diferente, del que se conocen numerosas versiones y que parece tener su primer ejemplar en el conservado en el Museo de Bellas Artes de Asturias. A esta misma serie pertenecen también, entre otros, el crucificado con donante del Museo Nacional del Prado de Madrid, fechado en 1640, o el que se encuentra en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

Sus imágenes de Cristo expirante forman también una larga serie, entre los que destacan los dos que realizó para el convento de los capuchinos de Sevilla (imágenes inferiores). Ambos fueron el modelo de referencia para otras réplicas salidas de su propio taller, como la versión procedente del Hospital de la Misericordia, todos ellos conservados hoy en este museo, o para las numerosas versiones realizadas por discípulos e imitadores.

Para la composición de sus crucificados Zurbarán sigue los postulados del pintor y teórico Francisco Pacheco, que señala en su tratado El arte de la pintura que el modo más correcto de representar a Cristo en la cruz es con cuatro clavos en lugar de tres. Este modelo iconográfico, muy frecuente en el arte barroco sevillano de la primera mitad del siglo XVII, lo utilizará el mismo Pacheco en su lienzo de 1614 (Instituto Gómez Moreno de Granada) y lo seguirá incluso su discípulo Diego Velázquez en su Cristo de San Plácido, realizado hacia 1632.

 

 

Cristo crucificado muerto se sitúa en un espacio oscuro indeterminado con total ausencia de elementos secundarios o anecdóticos, dando así total protagonismo al momento de la muerte. La potente luz que incide directamente sobre el cuerpo desnudo acentúa el carácter trágico de la escena. Es esa dramática iluminación la que favorece la apariencia tridimensional de sus crucificados, figuras rotundas, de marcado volumen, que emergen del espacio neutro sobre el que están colocadas. En esta pintura, la nítida sombra que Cristo y la cruz proyectan sobre el fondo monócromo potencian la sensación de imagen escultórica y la dotan de espiritualidad. La obra de Zurbarán, que acusa en muchas ocasiones cierta falta de habilidad en la composición de escenas complejas, se muestra en toda su maestría en estas representaciones de figuras aisladas.

El acusado tenebrismo de este lienzo, de clara ascendencia caravaggiesca, contribuye a crear esta imagen ideal de Jesús. No es, en definitiva, una representación cruenta, ya que la presencia de sangre es casi testimonial, ni tampoco presenta una postura que desprenda violencia. Al contrario, la figura de Cristo crucificado parece reposar sin esfuerzo en el supedáneo sobre el que descansan ambos pies. El pintor sevillano presenta la muerte en la cruz de manera simbólica, mística como ha señalado en ocasiones la crítica, moviendo al que contempla la escena no al temor sino a la piedad.

Será en el tratamiento de detalles anatómicos como la cabeza, los pies o las manos, reproducidos con gran minuciosidad, donde el artista concentre todo el dramatismo y sentido religioso del momento. El interés del pintor por ese detallismo descriptivo se refleja en el paño, que destaca en sus composiciones por su luminosidad y su estudiado dibujo. Estos suelen ser un buen ejemplo del dominio que alcanzó Zurbarán en el tratamiento pictórico de las telas, en las que se recrea en la descripción de cada pliegue del tejido, sabiendo graduar con maestría la iluminación que incide en cada doblez. Aunque nos encontramos sin duda ante una obra del propio Zurbarán, es precisamente el análisis pormenorizado de estos detalles pictóricos los que evidencian la posible participación de colaboradores en esta pintura, pues alguno de sus fragmentos no alcanza la perfección que encontramos en otros de los crucificados salidos de su mano.

 

 

Este Cristo crucificado de Francisco de Zurbarán forma parte de los fondos iniciales con los que contó el Museo de Bellas Artes de Sevilla al crearse en 1835. La pintura ha sufrido en sus más de trescientos cincuenta años de existencia diversos avatares como traslados, almacenamientos precarios o intervenciones inadecuadas, con el consiguiente deterioro, por lo que se hacía necesaria su restauración. El tratamiento, llevado a cabo por los restauradores Fátima Bermúdez-Coronel y Javier Chacón, ha permitido recuperar esta interesante pintura salida del taller de uno de los principales artistas del barroco español.

La restauración de esta obra de Zurbarán ha sido de carácter integral y se ha desarrollado en diferentes fases, iniciándose por los estudios técnicos y científicos-analíticos previos a la intervención directa sobre la misma. Esta primera fase combina el informe técnico y el estudio fotográfico realizado con distintas fuentes de luz (normal, rasante, ultravioleta), junto a fotomacrografías y fotomicrografías, además del estudio radiográfico completo de la obra, así como los análisis químicos, para determinar los pigmentos, cargas, aglutinantes y barnices que componen el estrato pictórico. También se ha realizado el estudio de la estructura del tejido y la naturaleza de las fibras. Todas las informaciones aportadas permitieron conocer el estado de conservación en profundidad, evidenciaron las patologías y daños que presentaba, así como identificaron los materiales empleados y la técnica de ejecución. Con todo ello se pudo determinar con precisión como debían de desarrollarse las distintas etapas del proceso de intervención.

Para el tratamiento sobre el soporte, dada su fragilidad y los múltiples añadidos y deformaciones que presentaba, ha sido necesaria una forración con un nuevo tejido de lino que aportara consistencia a la tela original y consolidara los estratos pictóricos. Con posterioridad se procedió a retirar los numerosos repintes y estucos desbordantes realizados en antiguas intervenciones, que se encontraban alterados y oscurecidos así como los barnices oxidados, todo lo cual falseaba la apariencia visual de la obra.

Las fases siguientes: estucado, reintegración cromática de lagunas en la capa pictórica y protección final con barniz, han dado a la obra su aspecto actual, próximo a su concepción original, que permite apreciar en toda su integridad la calidad pictórica de este interesante lienzo de Francisco de Zurbarán.

 

 

Hasta el 22 de octubre de 2017 en el Museo de Bellas Artes de Sevilla (Plaza del Museo, 9). Horarios: martes a domingo y festivos, de 09:00 a 15:00 horas. Lunes cerrado, salvo el 14 de agosto. Abierto el 15 de agosto.

 

Volver          Principal

www.lahornacina.com