EL LABERINTO

Rafael Martín Hernández (30/08/2008)


 

El laberinto es, esencialmente, un cruce de senderos que se mezclan en un espacio lo más reducido posible para retardar el acceso al centro que se desea alcanzar. Se trata de un viaje iniciático, sólo permitido a los elegidos. En ese sentido, tiene íntima relación con el mandala, que suele presentarse con aspecto laberíntico y posee las mismas propiedades.

Estamos ante el sentido último de la aventura del Yo que, una vez alcanzado el objetivo, pasa de las tinieblas a la luz y de la ignorancia al conocimiento. En este sentido, el símbolo representa la victoria de lo espiritual sobre lo material, de la inteligencia sobre el instinto y de lo eterno sobre lo perecedero.

Este símbolo tiene relación con la totalidad. Esto, en combinación con la imagen del círculo en espiral, representa el viaje hacia el propio centro, hacia la meta a la que se quiere llegar con sus idas y vueltas, tornándose en nuestros días una herramienta eficaz para transitar la vida cotidiana.

La vida es un viaje sagrado. En ella descubrimos que se está en continuo y trascendental cambio, que tiene que ver con el crecimiento y las sucesivas podas para crecer fuerte y dar frutos en abundancia. Para comenzar este viaje se debe tener determinación y coraje para poder transitar las sucesivas etapas que tienen que ver con la vida de cada uno.

Tal vez los laberintos más conocidos, sean los que realizaron en las catedrales góticas francesas -durante los siglos XII y XIII- los maestros constructores pertenecientes a gremios herméticos, como los llamados Hijos de Salomón, sobre quienes planeaba la sombra alargada de la Orden del Temple.

Poitiers, Amiens, Arras, Reims, Bayeaux, Mirepoix, Saint-Omer, Toulouse y Saint-Quentin, entre otras, poseen laberintos octogonales, cuadrados o redondos, como en el caso de la catedral de Chartres, una de las más conocidas, cuyo laberinto está basado en la geometría del círculo.

 



Precisamente, estas formas reproducidas en el pavimento de las catedrales eran conocidas en la Edad Media con el nombre de Camino de Jerusalén. No se trata de evocar la imagen de la ciudad histórica, sino de la Jerusalén Celeste.

Cuando se trata del mundo apasionante de los laberintos es obligado citar a Teseo y al Minotauro. Pero nuestra intención no es recordar este mito, sino más bien dilucidar su posible significado. Cuando el príncipe Teseo llega a Creta y enamora a Ariadna, hija del rey Minos, obtiene de ella un ovillo para poder penetrar en el Laberinto. En realidad se trata de un huso con hilo que irá desenvolviendo a medida que penetre en su interior. Una vez muerto el Minotauro, y cuando Teseo recoge el hilo enrollándolo de nuevo, lo hace de forma perfectamente circular.

Este huso alargado de Teseo representa las imperfecciones de su ser interior, que necesita desenvolverse y pasar por una serie de pruebas. La esfera que construye al recuperar el hilo simboliza la perfección lograda, una vez que completa ese proceso y sale al exterior. En algunos vasos encontrados en el Ática vemos la figura de Teseo portando un hacha de doble filo que recibe el nombre de Labris y que fue el arma del dios Ares-Dionisos, quien recorrió el primer laberinto.

El hacha y la espada han sido siempre emblemas de voluntad. Para abrirnos paso dentro de nuestro laberinto es necesario ante todo esta fuerza rectora. El hilo que sirve para encontrar el camino de regreso es la memoria, que nos evitará caer en los mismos errores que en el pasado. En realidad, Ariadna entrega una clave, una solución personal. El Minotauro es la materia, lo físico y mundano que nos atrapa como una cárcel, igual que a Teseo. 

Cuando se comprenden los símbolos del mito, también se adquiere el conocimiento de cómo hallar la salida al exterior desde el corazón del laberinto. Entonces nuestro Teseo interior puede despertar, destruir al Minotauro y conseguir así la libertad. 

Entre los diferentes tipos de laberintos, los de sentido único tienen un solo camino en espiral hasta llegar al centro, por lo que no hay riesgo de perderse en él. En las antíguas civilizaciones europeas, tales laberintos fueron tal vez escenarios de rituales, en los que los miembros de la comunidad avancaban por el laberinto en un acto simbólico de unidad comunitaria. El laberinto de la catedral de Chartres es un claro ejemplo de este laberinto de sentido único o Camino de Jerusalem. Este tipo de laberintos, muy usuales en el cristianismo medieval, era considerado como el verdadero camino trazado por Cristo. 

Por el contrario, un laberinto de caminos múltiples, lleno de giros que desorientan al bucador, representa un ejercicio mucho más individual y potencialmente amenazador. Simboliza la forma en que la mente puede confundirse fácilmente y desviarse de un camino en sus intentos por encontrar la vía de regreso a la fuente de su ser.

 

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