PARANGÓN Y DIFERENCIAS ENTRE DOS OBRAS DE FEDERICO COULLAUT VALERA

Pablo Jesús Lorite Cruz


 

 
Manos de la Virgen de la Soledad (Cuenca)

 

Coullaut Valera se puede considerar como un imaginero muy boyante en grupos religiosos, donde era capaz de tallar hasta el susurro en el aire, caso de las Negaciones de San Pedro, interesantísimo grupo venerado en el Museo-Iglesia de Semana Santa de Orihuela. Ahora bien, es muy difícil definir una concepción de Dolorosa de candelero dentro de su producción artística. La dificultad aparece en el sentido de que no fue muy prolífico a lo largo de su producción en este tema iconográfico, y en realidad sólo podemos definir dos Dolorosas: la Soledad de Cuenca (1947) y la Esperanza de Úbeda (1955). Es cierto que existe una anterior, la Dolorosa de Hellín salida de su gubia en 1940, pero no deja de ser una copia de la antigua imagen de Francisco Salzillo que se había perdido en la contienda de 1936, por lo cual no marca su gramática personal, sino la del gran maestro murciano del siglo XVIII.

Para adentrarnos en la Virgen de la Esperanza vamos a permitirnos un parangón con la Gioconda de Leonardo da Vinci, cuyo mayor interés (independientemente de la perfección de Leonardo, el uso del paisaje, del color...) es que es un retrato con la típica sonrisa leonardesca que esconde algo afín a muchísimas interpretaciones que siempre quedan en una hipótesis más. A diferencia de su Dama del Armiño, es un retrato que todo historiador querría saber quién es, pero el hecho de no conocer a esa penetrante observadora, cargada de alma, viva en el lienzo, permite crear ese resplandor de misterio que existe en torno a ella. ¿Por qué hablar de Leonardo?, porque en cierto modo la Esperanza ubetense muestra algo parecido. Conocemos que Coullaut Valera fue un gran retratista, tanto a nivel de personas conocidas (Monumento a Pío Baroja en la Cuesta de Moyano de Madrid) o en personas de la calle (jinete andaluz en el monumento a los Álvarez Quintero del parque del Retiro de la misma ciudad; la influencia de Donatello es patente en este último punto, identificar al ciudadano de a pie). Esta clase de retratos son comunes en su obra civil, pero en la religiosa son más extraños, pues Coullaut Valera nunca se inspiró en nadie para hacer una figura de Cristo: todas sus imágenes de Jesús tienen un aspecto definido, único, de trazos que, a simple vista, permiten perfectamente conocer y atribuir una imagen a su persona.

Esta idea es común a muchos imagineros de su época: la concepción única de Cristo la podemos ver en Mariano Benlliure, Antonio Castillo Lastrucci, Amadeo Ruiz Olmos o Francisco Palma Burgos (en estos dos últimos con algunas diferencias dependiendo de sus etapas artísticas), e incluso lleva a nuestros días en imagineros como Luis Álvarez Duarte, Francisco Romero Zafra o José Antonio Navarro Arteaga.

Coullaut Valera presentará siempre en su faz cristífera unos ojos rasgados y tranquilizadores frente al sufrimiento, unos trazos de gubia muy delicados y compactos en la cabellera, barba fina, bigote ancho, y unos músculos de la cara relajados en una tez muy fina, donde se idealiza frente a la rudeza de otros escultores, pero no se espiritualiza de manera dinámica como podía ser el caso de Palma Burgos. Son rostros humanos, encerrados en su dolor, muy asequibles a la mirada del fiel y con una policromía clara afín a la herencia dieciochesca, como indicábamos del gran maestro Salzillo, hito de la historia del arte.

 

 
Rostro de la Virgen de la Soledad (Cuenca)

 

Simplemente queríamos presentar las anteriores líneas como introducción, pues en realidad nos queremos fijar en esa escasa producción mariana sobre la Virgen Dolorosa, donde podemos identificar una obsesión en el autor por el retrato de una mujer, alguien que decidió llevarse a su tumba sin revelar su identidad y dejar inmortalizada a lo largo de su producción artística.

La primera vez que nos aparece es en la Soledad de San Agustín, de la ciudad episcopal de Cuenca, cuando el escultor contaba con 35 años de edad. No hay duda de que se trata de un retrato, en cierto modo doloroso por parte del imaginero, algo que quiso dar a conocer de manera sutil en los labios. Podemos diferenciar dos partes en la mascarilla: desde la nariz a la frente tenemos la misma solución que en la Esperanza, mismas cejas perfiladas y amplitud de frente donde destacan los ojos grandes de una belleza considerable que, en el caso de Cuenca, se pierden ligeramente en el cielo, mientras que en la Esperanza toman una frontalidad en plano inclinado que, a cierta altura, permiten la conexión con el fiel, pero no se clavan en éste porque no deja de ser una mirada sin camino, perdida en el dolor.

La boca sí es diferente en las dos: la conquense, curiosamente, la arquea hacia arriba, como si le temblaran los labios en una expresión de angustia desesperada, a punto de comenzar a llorar desconsoladamente. Por eso, el rostro es más alargado frente a la forma más circular de la ubetense. Podemos aguzar que esa marcada desesperación queda muy clara en la extraña posición de sus manos, las cuales aparecen unidas pero no en oración, sino cruzadas, algo muy poco normal en imaginería mariana.

 

 
Venus y Cupido. Obra de Bronzino

 

¿Quién es esta mujer?, en realidad no lo sabemos, pero nos queda patente la intencionalidad del autor de inmortalizar su fugaz belleza de juventud en una imagen para la eternidad.

La belleza humana es pasajera, como indicara Bronzino en Venus y Cupido al pintar el Olvido (hombre con media cabeza) junto a la joven y preciosa Venus (diosa del amor), mientras el Tiempo corre el cortinaje para mostrar esa belleza fugaz de la diosa que presume de la misma mediante la manzana de oro de la Discordia que había provocado la guerra de Troya; más en el suelo, las máscaras muestran cómo la belleza es un disfraz de la vejez, venenoso como indica la arpía en segundo plano y fugaz como las rosas frescas que el amorcillo lanza a la diosa. Coullaut Valera, aún joven, conocía esa belleza fugaz, posiblemente ya camino del recuerdo, por tanto no quiso perderla como un volátil y entrometido perfume, la conservó de la manera que sabía: en madera policromada, táctil y tangible.

Es el dardo que recoge Césare Ripa (RIPA, Césare. Iconología. Ediciones Akal, Madrid, 2002, Tomo I, pp. 130-133): la belleza, como el dardo, pincha ligeramente al principio, pero luego el dolor aumenta por amor a poder perderla. Bien indica el iconólogo del siglo XVI que la belleza se representa con una nube sobre la cabeza que tape su rostro, pues es algo tan difícil de definir que no llega al raciocinio humano; es más, la belleza en un humano es un reflejo de la grandeza divina de Dios (1).

Ante esta idea, representar y trasladar una extraordinaria belleza femenina al cuerpo de la Virgen no tiene otra explicación que la de devolver e imaginar a María con la máxima belleza que ésta debió tener. Es la misma idea que ya en el siglo XVII Bartolomé Esteban Murillo realizó con las mujeres que veía en Sevilla, convertirlas en sus Inmaculadas; o a principios del siglo XX Antonio Castillo Lastrucci con sus Dolorosas, aunque éste nunca llegó al retrato, algo que podemos ver en Dolorosas muy similares, como la Hiniesta Dolorosa de San Julián o la O trianera, ambas en Sevilla.

 

 
Virgen de la Esperanza (Úbeda-Jaén)

 

En realidad, Coullaut siguió la idea anterior y regaló aquella belleza que le había inspirado a la más grande de las mujeres, a María. Era el máximo a lo que podía llegar como escultor, a trasmitir esa faz a la cara de la Virgen. Y aquí está la diferencia con Úbeda: mientras que la talla conquense muestra dolor, en la ciudad de los cerros sin cerros ese dolor es muy apaciguado, la Esperanza es totalmente idealizada, atesora el dolor cotidiano, a veces inhumano e injusto, que sufren los hombres y que Don Federico debió tener muy en cuenta para una imagen que iba a ser venerada en la capilla de un hospital.

Esta es una de las cuestiones que marca tanta devoción hacia esta dolorosa ubetense, una de las más importantes de la ciudad, por el hecho de que en esos 20 años que permaneció en el Hospital de Santiago el postrarse ante Ella y admirarla era una manera de auto consuelo del fiel, normalmente enfermo o acompañante de algún enfermo que en estos momentos no le quedaba más que acobijarse en la divinidad.

Hay que tener en cuenta que Don Federico sabía muy bien para quien trabajaba. Mientras que en Cuenca estaba presentando una talla que sustituía a una anterior de Pío Mollar para la procesión más famosa de la ciudad, la del Nazareno de las Turbas, aquella que realiza estación de penitencia en la Madrugada del Viernes Santo entre el ruido de aquellos que se mofan de Jesús mediante tambores y trompetas rememorando todos los años una tradición muy antigua. La Soledad, al pertenecer a la mencionada procesión (no a la misma cofradía), parece como si escuchara los sonidos emulados de la ciudad de Cuenca que le producen ese dolor tembloroso.

La Esperanza, sin embargo, nace para una cofradía nueva, en una ciudad bastante distante de todos los puntos de influencia del imaginero. Era el lugar ideal para esconder absolutamente aquella mujer bella de ojos negros, donde difícilmente sería reconocida por la ciudadanía.

 

 
Oración en el Huerto de Cuenca

 

A pesar de estas ideas, esta mujer debió de estar en la cabeza del imaginero toda su vida, y por una vez más quiso representarla en 1967 cuando él contaba 62 años de edad, momento en que aquella belleza en la que se había inspirado ya debía de ser un recuerdo marchito.

En esta ocasión, en una obra de madurez, traslada su rostro al ángel de la Oración del Huerto de Cuenca, conservado en la Iglesia de San Antón. En esta ocasión el cuerpo masculino del ángel semidesnudo, que había venido representando a lo largo de todas sus concepciones de este misterio, cambia ese rostro dulce y misterioso que, por ejemplo, observamos en los grupos de Úbeda u Orihuela, por el de la Esperanza.

Es evidente que, en esta ocasión, no podemos hablar de la belleza delicada de María en una obra de candelero; lo que aquí presenta el autor es un fugaz recuerdo de aquella mujer joven que aún estaba grabada en su mente y la presenta con pelo largo, como la debió de conocer, frente a la Esperanza donde, sobre su belleza física, consigue una idealización espiritual que roza la divinidad.

A modo de conclusión, repetimos una pregunta: ¿Quién era la Virgen de la Esperanza? La respuesta es la Virgen María con unos rasgos de alguien que posiblemente nunca sabremos, lo que le crea un aura de misterio muy especial que la convierte en una obra maestra de Federico Coullaut Valera.

 

Nota de La Hornacina: Pablo Jesús Lorite Cruz es Doctor en Iconografía. Artículo homónimo publicado en "Gethsemaní", Úbeda, nº 28, 2011, pp. 57-60. Fotografías: http://escolaniasoledad.blogspot.com.es, National Gallery de Londres, Miguel Ángel Consuegra Molina y www.juntacofradiascuenca.es

 

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