EL CARNAVAL DE ARLEQUÍN

Jesús Abades y Sergio Cabaco


 

 

"Lo pinté en mi taller de la Rue Blomet. Mis amigos de aquel entonces eran los surrealistas. Intenté plasmar las alucinaciones que producía el hambre que pasaba. No es que pintara lo que veía en sueños, como propugnaban entonces Breton y los suyos, sino que el hambre me provocaba una especie de trance, parecido al que experimentan los orientales. Entonces realizaba dibujos preparatorios del plan general de la obra, para saber en que sitio debía colocar cada cosa. Después de haber meditado mucho lo que me proponía hacer, comencé a pintar y sobre la marcha introducía todos los cambios que creía convenientes. Reconozco que El Bosco me interesaba mucho, pero no pensaba en él cuando trabajaba en “El Carnaval”.

En la tela aparecen ya elementos que se repetirán después en otras obras: la escalera que es la de la huída y la evasión, pero también la de la elevación, los animales y sobre todo los insectos, que siempre me han interesado mucho. La esfera oscura que aparece a la derecha es una representación del globo terráqueo, pues entonces me obsesionaba ya una idea: “¡Tengo que conquistar el mundo!”. El gato, que lo tenía siempre junto a mí cuando pintaba. El triángulo negro que aparece en la ventana representa la Torre Eiffel. Trataba de profundizar el lado mágico de las cosas. Por ejemplo, la coliflor tiene una vida secreta y eso era lo que a mi me interesaba y no su aspecto exterior. Durante ese año frecuenté mucho la compañía de poetas porque pensaba que era necesario ir más allá del “hecho plástico” para alcanzar la poesía”."

 

La verdad es que sobran más palabras ante la perfecta descripción que el autor catalán hace de su obra, un óleo sobre lienzo cuyas medidas son 66 x 93 cm. Pintada entre los años 1924-1925 y conservada en la Albright-Knox Art Gallery (Nueva York), El Carnaval de Arlequín se halla considerada, junto con La Masía (1921-1922) e Interior Holandés (1928), como su mejor pieza onírica y colorista, realizada durante una época en la que los cuadros del artista eran poco menos que interpretaciones pictóricas de la poesía surrealista.

En palabras del poeta André Breton, líder del Surrealismo con el que Miró se relacionaría a partir, precisamente, del año 1924: "Miró es probablemente el más surrealista de todos nosotros".

 

 

Plenos de lírica e ingenio, hablamos de lienzos irracionales que contienen multitud de imágenes distorsionadas en las que se alternan las siluetas de amebas con las de animales jugando, las líneas marcadas con organismos retorcidos, los puntos con las plumas y las formas rizadas con fantasiosas construcciones geométricas. Todo ello organizado sobre fondos planos y claros, y pintado arbitrariamente, con una rica gama de colores brillantes en la que destacan el azul, negro, blanco, rojo y amarillo.

Lejos quedaba aún el estilo sobrio y etéreo que Joan Miró adquiriría a partir de los años 30 del siglo XX y daría lugar, finalizada la Segunda Guerra Mundial, a sus grandes composiciones abstractas. En su última época, el artista llegaría a sintetizar su estilo hasta el punto de que sus obras mostrarían líneas solitarias sobre los lienzos, desarrolladas sobre un fondo monócromo.

Genio del arte moderno que llegaría a cultivar otros campos como el collage, la escultura, la escenografía teatral e incluso los cartones para la fabricación de tapices, Miró llegaría a instaurar con esta pintura y otras como Paisaje Catalán o El Cazador (1923) una corriente personal e imaginativa que sería conocida como el "Magicismo Mironiano", caracterizada por una total libertad a la hora de mezclar lo insólito y lo real, y por un movimiento rítmico y vivo, perfectamente acorde, en este caso, con el carácter festivo y humorístico del Carnaval.

 

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