JACQUES HENRI LARTIGUE


 

 

Jacques Henri Lartigue ocupa un lugar muy especial en la historia de la fotografía: el de un aficionado con talento que siempre habló de la pintura como su principal pasión y de la fotografía como una dedicación secundaria. Desde 1902, con ocho años, hasta su fallecimiento en 1986, Lartigue vivió fotografiando.

Nació en 1894 en Courbevoie, en el seno de una familia de industriales. Su padre le compró la primera cámara fotográfica cuando tenía ocho años y, desde pequeño, inició un diario con fotografías y breves textos que lo acompañó toda la vida y que es un documento extraordinario para conocer el modo de vivir de una generación que descubrió la moda, el deporte o las competiciones de motor.

Lartigue fue un niño enfermizo que pronto comprendió que su felicidad podía desaparecer. Por eso decidió narrar su vida y, mediante ese relato, construir su propio personaje, del mismo modo que construyó su propia felicidad representándola constantemente. Para Lartigue, la felicidad es indisociable de su conservación, de modo que hay que retenerla mediante la escritura, la fotografía y los álbumes, la última etapa en la elaboración de sus recuerdos.

Lartigue conservó durante toda su vida la frescura de la infancia y la insaciable curiosidad de la juventud. En sus imágenes celebra el instante presente y oculta la angustia que le produce el paso del tiempo.

 

 

Descubierto de forma tardía y fortuita en 1963, cuando contaba casi 70 años de edad, por John Szarkowski, entonces conservador de fotografía del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Lartigue fue conocido y reconocido en su propio país y en todo el mundo gracias a la gloria alcanzada en Estados Unidos. En 1974, el presidente de la República Francesa, Valéry Giscard d’Estaing, le invitó a realizar su retrato oficial; entre ambos se estableció una sólida amistad que condujo a Lartigue, en 1979, a donar en vida la integridad de su obra al Estado.

Desde la infancia, se obsesionó con recordar todo lo que experimentaba e hizo de la fotografía el instrumento de su memoria. Esa voluntad de recordar, muy arraigada en el pequeño Lartigue, estaba estrechamente relacionada con su deseo de fijar la felicidad. Así, memoria y felicidad son dos realidades que sufren la misma amenaza de desvanecerse y la genialidad de Lartigue estriba en el hecho de que no fotografiaba ni la memoria ni la felicidad, sino lo que constituye su esencia: la fragilidad. En sus fotografías, la felicidad está siempre relacionada con el cuerpo humano y su interacción con el espacio que lo rodea. La gente feliz recibe los embates del oleaje, los golpes de viento de las borrascas o los rayos del sol. Los cuerpos pierden constantemente la verticalidad y se levantan del suelo. Y es que conseguir fotografiar la felicidad depende de la gracia con la que se captan los movimientos casi imperceptibles: una mirada repentina, que dura tan sólo un instante o un gesto en equilibrio inestable.

La mirada de fotógrafo de Lartigue tiene presente la ambigüedad que existe en la realidad: lo infinitamente pequeño puede tener un tamaño mayor que lo grande o lo lento puede ir a tanta velocidad como lo rápido. Su fotografía capta esa esencia y ahí reside la verdad de las imágenes de Lartigue, auténtico mago del instante. Pese a parecer estáticas, sus fotografías hablan siempre de la posible continuación del tiempo, de una forma de huir de los límites y de las perspectivas ordinarias.

 

 

Para acentuar la impresión de ambigüedad, Lartigue utiliza con maestría el encuadre en distintos momentos del acto fotográfico. Primero, en el instante de apretar el disparador. Su cámara se convierte en una prolongación de su cuerpo: a veces está situada a ras de suelo, como la mirada de un niño boquiabierto ante el mundo de los adultos; en otras ocasiones se adapta a los andares de una transeúnte o a la velocidad del ciclista en pleno descenso. En otras ocasiones, el encuadre es el resultado de una reflexión, sobre todo cuando Lartigue trabaja en la cámara oscura: manipula sus imágenes, amplía un detalle o corta una parte para intensificar un efecto.

Progresivamente, Lartigue tuvo más en cuenta el encuadre en el momento de fotografiar. En sus imágenes encontramos abundantes elementos arquitectónicos -puertas, ventanas, juegos de sombras, rendijas reveladas, espejos- y los protagonistas parecen atrapados en esos elementos. Los individuos, en lugar de encontrar a qué aferrarse en medio de todas las líneas que los rodean, parecen flotar sin sujeción.

Durante su juventud, Lartigue intenta captar la realidad física de la velocidad, traducir mediante la imagen la emoción que se siente ante la máquina. Lo llevó a cabo sobre todo en los circuitos de carreras de automóviles, a los que solía llevarlo su padre, que era un gran aficionado. Lartigue consiguió que el espectador viera en sus fotografías lo mismo que él percibía cuando experimentaba la velocidad: un espacio comprimido, acortado, a menudo deformado; la transformación violenta del campo de visión.

 

 

Lartigue, nacido con los primeros Juegos Olímpicos y criado en una familia en la que el deporte ocupaba un lugar muy destacado en la educación, fue de adolescente un tenista consumado y uno de los primeros franceses en practicar asiduamente deportes de invierno. Le fascinaba sentir la velocidad y durante toda su vida se esforzó en desafiar la rigidez del cuerpo. De la misma manera, en sus imágenes deportivas busca la eficacia, y para ello, las líneas se mueven a su alrededor, los espacios se amplían y surgen perspectivas inéditas a cada instante.

Cuando era niño, el sueño más repetido de Lartigue era poder volar. No es de extrañar, pues, que se apasionara ya desde la niñez por la aviación. En 1904 fue testigo con su cámara de los intentos de despegue de Gabriel Voisin en Normandía y captó los primeros metros del aviador por encima del suelo. Con su hermano frecuentó desde 1907 los campos de aviación y finalmente, el sueño de su infancia se hizo realidad en el año 1916 con su bautismo aéreo. Es difícil calcular cuántos saltos y despegues hay en la obra de Lartigue. Para él, todas esas cabriolas son la imagen de la vida misma, símbolo de su vitalidad. Pero todos los saltos y despegues llevan asociados los descensos y las caídas. Los lanzamientos, las volteretas y las escaladas acaban casi siempre en salpicaduras y caídas, y con ellas, las carcajadas. Sus fotografías adquieren un tono ligero sobre la ausencia de gravedad.

En el universo de Lartigue sólo hay mujeres jóvenes y hermosas. La búsqueda de la felicidad y la belleza que lleva a cabo desde su infancia excluye cualquier deformidad o signo de envejecimiento y mantiene a distancia todo lo que pueda enturbiar un día resplandeciente o recordar la fealdad y la muerte.

 

 

 

En la primavera de 1910, cuando aún no tenía 16 años, Lartigue descubrió la moda y, sobre todo, a las modelos. Durante meses, cámara al hombro, se lanzó a la avenida del Bois de Boulogne, cerca de su casa, donde las mujeres distinguidas paseaban a horas concretas para enseñar sus vestidos nuevos. Lo que esperaba retener el joven fotógrafo no era el detalle de los tejidos, sino más bien la aparición de mujeres elegantes. Sus primeras representaciones de las paseantes ponen de manifiesto una distancia y un temor nuevos ante el universo femenino, provocados en primer lugar por la diferencia de edad y, después, por el deseo sexual. Lartigue, que siente una emoción de tipo erótico, se esconde. De ahí el encuadre oblicuo con el que las captura, esa toma de vista tan baja. Con la experiencia, la mirada de Lartigue cambia y mira directamente a los ojos de sus amantes. En contraste con el resto de su obra, Lartigue pide explícitamente a esas mujeres indolentes que no hagan nada, que no se muevan.

A principios del siglo XX, todo el mundo sueña con disfrutar de los nuevos placeres de la velocidad y el deporte, y con recorrer sin obstáculos los territorios que día tras día descubre la modernidad. También el joven fotógrafo y su hermano Zissou sueñan desde pequeños con disfraces que les permitan asemejarse a los héroes de sus aventuras preferidas: aviadores, pilotos de carreras o exploradores de mundos lejanos. Gorros, gafas y abrigos de piel hacen que quienes los lleven parezcan extraterrestres. De ahí que en la obra de Lartigue exista un grupo de imágenes encontramos exploradores de un nuevo tipo, figuras enmascaradas, pesadas y paralizadas en su singular atuendo.

Finalmente, destacar la fascinación de Lartigue por el infinito y la naturaleza, donde el hombre se enfrenta a su soledad. En esta parte de la obra de Lartigue, el individuo aparece con apenas más consistencia que una brizna de paja, como un fantasma agitado por los vientos o movido a merced del oleaje. Nuestro paso terrenal es efímero: eso es lo que nos repiten constantemente estas imágenes que traicionan una felicidad imposible de retener y que indican que sólo estamos en la Tierra como habitantes transitorios.

 

 

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