CURRO GONZÁLEZ


 

 

El pintor andaluz Curro González (Sevilla, 1960) descubrió muy pronto su vocación artística: para ello será definitiva una visita en el año 1971 al Museo Nacional del Prado de Madrid y, muy especialmente, su encuentro con El Triunfo de la Muerte, pintado por Peter Bruegel. Realiza sus primeros trabajos de un modo autodidacta, muy influido por las pinturas de los maestros Van Gogh y Matisse.

Entre 1978 y 1983, cursa estudios en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla, estudios que terminará a pesar de comprobar muy pronto el mínimo interés de cuanto allí se le puede ofrecer como enseñanza y práctica artísticas. De esta etapa, que podríamos considerar formativa, es destacable la influencia del expresionismo abstracto americano y, especialmente, de la versión nacional de este movimiento que realiza José Guerrero.

En 1981, viaja a los Estados Unidos, donde conoce en vivo esa cultura que tanto le fascina y que para él se manifiesta, fundamentalmente, en las pinturas de Rohtko y Pollock, los textos de Ginsberg y Kerouac, pero, sobre todo, en las canciones de Dylan y en los poemas de William Carlos Williams. Ese mismo año, participa en la exposición Nueva Generación en homenaje a Picasso, que organiza el museo de Arte Contemporáneo de Sevilla y, desde entonces, empieza a exponer de forma regular en galerías y espacios institucionales. En el número de otoño de 1984 de la revista Figura -con la que ya había colaborado en el primer número-, aparece una entrevista en la que se testimonia su abandono de la abstracción y su progresivo interés por un cierto enfoque narrativo y por cuestiones relacionadas con la problemática de la percepción visual.

A mediados de los 80 se produce la eclosión definitiva de una joven generación de artistas sevillanos, vinculados a la mencionada revista Figura. En estos años desarrolla en su trabajo un proceso de reflexión que lo lleva a afirmarse en el empleo de un lenguaje pictórico independiente de un estilo artístico, y en el que se hace cada vez más patente el papel que el dibujo va cobrando en su obra; una obra que irá adquiriendo un carácter más íntimo y cercano al mundo de la poesía y que abunda en la adopción de un sistema de trabajo en series al objeto de dar cabida a las tensiones narrativas y a las problemáticas de lenguaje que pretende abordar en esos años.

Lo anterior se materializará en trabajos como Atlas y La Herida (1987), y en series como Hacia el Final de la Jornada (1988) y El Descenso (1990). La temática abordada en estos trabajos (nacimiento y muerte) sitúan la obra de Curro González en un punto crítico que le hace sentir la necesidad de establecer alguna distancia con la obra; el sentido del humor y el filtro de la ironía se convertirán, desde entonces, en instrumentos imprescindibles para el desarrollo y comprensión de su trabajo.

 

 

Entre 1990 y 1995, realiza numerosos autorretratos que, en forma caricaturesca -como en la serie El Banquete-, se inclinan hacia un tipo de lenguaje artístico marginal y parodian los temas que antes podían concebirse como transcendentes. Así mismo, adoptará modos cercanos a las artes ornamentales con la intención de transmitir mensajes de contenido crítico, e incluso recogerá tradiciones kistch, como en un conjunto de jarras-retrato de amigos y compañeros de generación que realizará para la exposición El Artista y la Ciudad (1992).

Se hará cada vez más evidente en el trabajo de Curro González la recepción y actualización de una tradición barroca que se manifestará en su preocupación por temas cercanos a la vanitas, pero ahora enfocada desde una particular visión laica no exenta de cierta comicidad.

En 1995 presenta en las Salas del Arenal de Sevilla un conjunto de trabajos que, bajo el título Doble Dirección, recogen las anteriores preocupaciones. Algunos de los trabajos expuestos en esa ocasión estaban claramente inspirados por obras de Bruegel y apuntan una evidente intención crítica (social, política y de costumbres).

 

 

A partir de 1996, y hasta finales de los 90, incorporará a su obra su preocupación por temas como la memoria y su relación con la filosofía hermética de Giordano Bruno (paradigma de respuesta-interpretación marginal y heterodoxa) o el lenguaje y la viabilidad de una hermenéutica. Trabajos que abordan estas cuestiones lingüísticas, así como el sentido mismo de la identidad, la elección o determinación de los elementos significativos ante una realidad fragmentada y carente de referencias fiables y su confrontación con la jerarquía que emana de la historia, la cultura, la civilización (la mirada).

Se trata de obras influidas por el mundo barroco de la alegoría y la emblemática, en las que se constata y documenta esa dispersión de la identidad; obras que dan fe de un orden definitivamente perdido, tal vez irrecuperable, y que apuntan, como única posibilidad de recomposición o redescubrimiento, la vía de la fantasía y la memoria. En esta misma dirección se orientan muestras como The Gaslighter Nightmare (1999) o Strange Fruit (2001), así como las obras con las que estará representado en Les Chiens Andalous (2001), en las que él mismo aparece frecuentemente autorretratado, como un actor que desempeña un papel en la obra.

La técnica pictórica se va asentando en un empleo del color matizado y de acabado mate, que permite un amplio campo de registros y la hace idónea para la realización de grandes formatos.

En muestras como Party Final (2002) o Deja que el Futuro Pase de Largo (2003), el autor propone una reflexión sobre la sociedad de consumo, su consecuente manifestación de la cultura entendida como espectáculo y la artificial y estereotipada alegría de los nuevos rituales de diversión popular (cuya más genuina manifestación serían los parques temáticos, construidos frecuentemente a imagen y semejanza de Disneylandia), evidenciando la relación que todo ello guarda con la influencia o contaminación que ejerce la civilización estadounidense sobre la visión contemporánea del mundo, en tanto que principal impulsora y promotora de los ideales y las formas que ofician en esta liturgia del capitalismo triunfante.

En los trabajos más recientes de Curro González se complementa la visión crítica frente a una cultura de usar y tirar con la insistencia en la necesidad de hacernos conscientes de la fugacidad de nuestra existencia -la herida del tiempo-, reelaborando la temática barroca de las vanitas con una visión contemporánea que nos sitúa ante el desasosiego provocado por el conocimiento de esta realidad ineludible.

 

 

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