III CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE FRANCISCO SALZILLO (XIII)
VIRGEN DE LAS ANGUSTIAS DE SAN BARTOLOMÉ (MURCIA), PRIMERA GRAN
OBRA MAESTRA DE FRANCISCO SALZILLO

Antonio Zambudio Moreno


 

Fue allá por 1741, en concreto el día 1 de enero de dicho año, cuando según el historiador José Sánchez Moreno, la Santísima Virgen de las Angustias, obra que Francisco Salzillo esculpiera por encargo de la Real, Muy Ilustre y Venerable Cofradía de Servitas de Murcia, fue colocada en su altar. Otros miembros de la historiografía local, como Díaz Cassou, hablan de posteriores modificaciones y retoques, acabándose definitivamente el 7 de febrero del citado 1741, si bien hay estudios más recientes que dictan que la obra pudiera estar concluida con anterioridad. Todo eso es trascendente, importante para catalogar y situar en su preciso contexto la ejecución de esta talla que supuso tal vez un antes y un después en la plástica escultórica de su autor, aunque lo verdaderamente substancial y significativo de esta pieza es esta última cuestión, la ruptura que supone en la carrera del artista su elaboración, pues con ella deja de ser un escultor prometedor, para convertirse en un artífice sublime de la escultura española del XVIII. Y es que, tal vez, dado que siempre es difícil establecer estos juicios y comparaciones teniendo en cuenta el carácter subjetivo del arte, estamos ante una de las obras cumbres del Barroco Hispano. 

El tema de la Piedad, se venía representado desde épocas muy pretéritas, allá por el siglo XIV, cuando la mística realista imperante en la Europa Medieval, comienza a expandir la imagen de la Virgen cuando le es depositado el cuerpo de su hijo una vez descendido de la cruz.

A partir de ahí, el arte tiende a representar en esta escena, o mejor dicho, tiende a conjugar en ella, todos los dolores y angustias, siete según la tradición, que la redentora de los hombres padeció al ver como torturaban y masacraban a Cristo. A lo largo de las distintas épocas desde entonces se la representó en distintas actitudes y formas, si bien, dentro de la plástica escultórica, Salzillo da con esta obra un golpe de efecto dentro de la iconografía habitual, pues basándose en la composición pictórica que Annibale Carracci había ejecutado con anterioridad, realiza un grupo de composición atrevida y audaz. Y es que el posicionamiento de la imagen de Cristo es innovador dentro de la representación de este grupo, pues abandona los preceptos anteriores para apoyar su cabeza en la rodilla derecha de su madre, lo que marca un mayor desequilibrio y convulsión en la escena, que se desarrolla sobre un peñasco dando con ello una mayor sensación de soledad y de aislamiento, generando un mayor efecto dramático.

Resulta una representación patética, que contrasta con los recuerdos que en ese momento debe sentir la madre cuando evoca la infancia de su hijo, la felicidad de aquellos días, por ello quizá la cabeza de Cristo se “introduce” en el vientre de su madre, como si esta quisiera volver a tenerlo dentro de sí para dotarlo otra vez de vida, pero no, el redentor se halla inmerso en la muerte, manifestada en la laxitud que muestran sus miembros, en la inclinación de su cabeza, en el peso y decaimiento de su cuerpo inerte. Un cuerpo ubicado sobre una madre que vive y presencia un momento “antinatural” como es ver a un hijo muerto, pues por ley de vida es aquella la que debería dejar este mundo con anterioridad a su vástago, resultando por ello esta escena representada, el mayor dolor que una madre puede llegar a sentir.

El rostro de la Virgen no es idealizado, no viene a manifestar ese enaltecimiento que muestran las tallas de las Dolorosas y representaciones de La Piedad que posteriormente ejecuta el maestro murciano. Es una mujer madura, consciente plenamente del drama que vive, que dirige su mirada al cielo intentando buscar una explicación a tan fatal acontecimiento, mostrando un sufrimiento pleno de su alma, agarrando con su mano derecha el cuerpo de su hijo muerto y extendiendo la zurda en un ademán declamatorio, si bien el posicionamiento de sus brazos no exagera su actitud, y desde luego ni falta que hace, pues el desarrollo conjunto de la escena es suficiente para entender el drama que se vive.

La imagen de Cristo es tremenda en cuanto a la transmisión de sentimientos se refiere, conjugando como sólo sabía hacer el maestro Francisco Salzillo y Alcaraz, la belleza formal y el idealismo del cuerpo humano con un sentimiento de drama, de sufrimiento, que surge de la colocación inerte y a su vez desequilibrada de Jesucristo, dotado de unos valores anatómicos excepcionales y de una calidad pictórica en cuanto a sus valores polícromos extraordinaria, con un encarnado que muestra un cuerpo post-mortem pero dolorido, de tonalidad olivácea, poseedor del matiz propio de la muerte.

A ello hay que añadir el posicionamiento curvilíneo y la traza en diagonal que marca la figura del Redentor, cuya resolución de sus brazos, en particular el derecho, dota a la escena de una línea equilibradora de la composición. El cruzamiento de sus piernas es otro recurso que adopta el artista murciano para dotar a la escena de un mayor ritmo en la disposición de la misma, generando mayor dinamismo, destacando también el suave y sinuoso acento que marca el sudario extendido sobre el peñasco y que separa a Cristo de la tierra sobre la que se posa, mostrando con ello que su espíritu, su naturaleza, es divina.

Quizá resulte una obra que dentro del barroco más grandilocuente, posee ciertas dosis de clasicismo gracias a esa contención del cuerpo inerte de Jesús, la belleza formal del mismo, el posicionamiento poco forzado de la imagen de la Virgen y el detalle que siempre introducía Salzillo en sus escenas más patéticas manifestado con la presencia de unos pequeños angelitos doloridos y adoradores que dotan a la composición de una mayor ternura y delicadeza, destacando el primor y exquisitez que se hace patente en el bellísimo juego de manos existente entre los pequeños espíritus alados y la propia figura de Cristo, manifestando con ello la nota tierna que el autor siempre quería imprimir en sus creaciones, dejando claro que para nada era un masoquista del dolor y que siempre dejaba espacio para la reflexión en torno a la inminente resurrección del verdadero Mesías.

 

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