JAPÓN: ARTE Y CULTURA (V)
FUNDICIONES

Carlos Cid Priego


 

 

Los fundidores japoneses, además de magníficas esculturas en bronce, hicieron toda clase de obras de arte industrial, como pebeteros, linternas, campanas, gongs, arreos militares y utensilios domésticos y de tocados (vasos y espejos). En los pebeteros hallamos animales tratados con tal maestría que hasta la más diminuta pluma da la impresión de vida y soltura, a pesar de la dureza del metal. Sin embargo, donde brilló más el fundidor japonés fue en la armería. Durante las luchas feudales, su oficio era el más apreciado, y merecía por ello grandes honores.

Famosa fue la familia Masuda Munemori, de la que se decía que procedía de un nieto del dios Takora, y que ya trabajaba en el año 75 antes de Cristo. Más apreciados aún eran los Miochin, que ocuparon cargos en la corte. Sus cascos, muy resistentes, solo pesaban un kilogramo.

La joya más preciada de las armas era la espada (fotografía superior), símbolo del soldado y emblema de la nobleza guerrera (samurais). El día de ceñir la espada, a los 15 años de edad, era el más importante de la vida. Las espadas de dos manos se transmitían como inapreciable tesoro a través de las generaciones. Su forja tenía la importancia de una ceremonia religiosa. El forjador ayunaba y rezaba para obtener la protección divina, invocaba los cinco elementos, colocaba en su taller un manojo de paja bendecida y vestía traje de gala palatino. La forja de la espada comenzaba soldando una barra de hierro (futura empuñadura) a varias cintas de acero, las partía por la mitad y las doblaba. Luego las calentaba en el horno envueltas en arcilla y ceniza y las forjaba en el yunque. Finalmente, unía cuatro de estas barras y repetía quince veces la operación, lo que daba casi 17.000 capas de metal. El templado requería también laboriosas operaciones secretas.

El arte de la fundición tuvo tres periodos: el arcaico, de enorme elegancia y ornamentación menuda; el medio, de gran lujo de detalles, y el moderno o naturalista, de excelente técnica pero menor valor artístico. Se empezaba por hacer un modelo en cera, y se rodeaba con finas capas de arcilla y agua hasta obtener un molde resistente. Se dejaban unos agujeros y se fundía la pieza por el sistema de la cera perdida. Cada obra era única, y el proceso es el polo opuesto de nuestra vulgar fabricación en serie.

Las campanas tuvieron también mucha importancia, sobre todo en los templos. Aunque recuerdan las nuestras, son muy diferentes: en lugar de estar en una torre, penden a poca altura en un pequeño templete separado (fotografía inferior). Carecen de badajo y se tañen con un pesado martillo que cuelga a su lado. En lugar de los repiques rápidos, se dan lentas campanadas de prolongadas vibraciones, y se espera a que éstas se hayan extinguido para dar el siguiente golpe. Están decoradas con ricos relieves, y su fundición era también un importante acto, en este caso de cariz más religioso, en el que se acostumbraba a que las mujeres echaran en la fundición sus joyas.

Por último, mencionar los gongs y las linternas. Respecto a los primeros, se usó bastante el gong enmarcado por dragones. En cuanto a las segundas, a veces enormes, se adornaban con la más extraordinaria fantasía.

 

 

"Su serena respiración era más lenta que la de Eguchi. De vez en cuando el viento pasaba sobre la casa, pero ya no tenía el sonido de un invierno inminente. El bramido de las olas contra el acantilado se suavizaba al aproximarse. Su eco parecía llegar del océano como música que sonara en el cuerpo de la muchacha y los latidos de su pecho y el pulso de ella le servían de acompañamiento. Al ritmo de la música, una mariposa pura y blanca danzó sobre sus párpados cerrados. Retiró la mano de la muñeca de ella. No la tocaba en ninguna parte. Ni la fragancia de su aliento, ni de su cuerpo, ni de sus cabellos era fuerte."

(La Casa de las Bellezas Durmientes, Yasunari Kawabata).

 

FUENTES: A.A.V.V. "Japón", en El Arte Oriental, Barcelona, 1968, pp. 526-528.

 

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