RETRATOS DE EMPERADORES (V)
NERÓN


 

 

Nerón

Nacido Lucio Domicio Ahenobarbo (el nombre de Nerón lo adquirió tras ser adoptado por Claudio), creció y se educó en el mismo centro de la política romana durante la dinastía Julio-Claudia; por lo tanto, en un ambiente muy siniestro. La avaricia de poder de la madre y sus métodos despiadados para lograrlo, dejaron huellas en el niño y le llevaron a identificar la política con la intriga, la desconfianza y la brutalidad.

La sucesión dinástica instaurada por Augusto sirvió por un tiempo, pero las conjuras que se sucedieron desde Sejano dejaron en claro la frágil situación del emperador. Legalmente, la autoridad emanaba todavía del pueblo y del Senado; por tanto, cualquiera que tuviera el favor de ellos se convertía en candidato. Y eran muchos los aspirantes, dada la tendencia de la aristocracia a casarse entre sí. Además, el peligro podía provenir no solo de los nobles sino también de su séquito, de la guardia pretoriana y hasta de los ejércitos de las provincias imperiales. La mejor manera de eliminar la competencia era adelantarse y aniquilar a los posibles rivales.

Nerón (Anzio, 37 - Roma, 68) estuvo expuesto a todos estos peligros y, de algún modo, pudo sobrevivir durante casi catorce años. En política externa no se le puede acusar de negligencia. En la economía, al igual que todos los emperadores y la aristocracia republicana, vivió del botín de las provincias, de la explotación de los súbditos y de las crecientes expropiaciones de la clase senatorial. Pero en su reinado se disolvió cada vez más la diferencia entre el fisco del emperador y el erario público, hasta el punto de que gran parte de los servicios estatales llegaron a depender de la liberalitas (generosidad) del emperador. Por lo demás, parece que se preocupó por el bienestar de los romanos (sobre todo de los que dependían del reparto gratis de alimentos) y fue pródigo en sus ocios, lo que le ganó el favor de la plebe; aunque en esto no se diferencia mucho del resto de gobernantes de los primeros siglos del Imperio. También se distinguió por los colosales proyectos de ingeniería y arquitectura, que le valieron admiración en su época por sus grandes innovaciones tecnológicas y artísticas.

Los problemas se acrecientan bastante en su catastrófica política interna. A ella le encaminaron tanto su débil carácter como el inmenso poder heredado sin méritos; no tenía ningún talento político o militar que justificara dicha herencia. Sus relaciones con el ejército y el Senado siempre fueron difíciles. La función militar le era indiferente, lo cual se reflejó en la dejadez con la que trataba a sus generales, en la renuncia a premiarlos adecuadamente y, sobre todo, en la propensión a premiar inmerecidamente a esbirros y sicarios. El resultado fue una creciente hostilidad entre sus lugartenientes que, al final, resultó fatídica para Nerón.

Poco a poco, se aisló de la política romana. La pompa imperial aumentó enormemente, como también el gusto de Nerón por los vestidos, festines y palacios espléndidos, o el placer de apabullar a los súbditos con su gloria o su munificencia. La arbitrariedad, el crimen y la megalomanía (culminada en su colosal estatua de 36 metros frente a la Domus Aurea) fueron otras vías a las que le inclinó su debilidad.

Finalmente, su afinidad hacia la declamación acompañada de cítara lo apartó para siempre de la preocupación política y lo encaminó a los escenarios, donde recibía aplausos por mera adulación. Dormirse o distraerse durante sus recitales fue considerado deslealtad. Nerón poseía un refinamiento exquisito, pero ningún talento artístico, de ahí su envidia ante el ajeno, que no dudó en exterminar en numerosos casos; entre ellos el de su propio tutor Séneca, que junto a otro asesor, Burro, creó la gloria de su reinado.

Aunque parece ser que fue por causas accidentales (Nerón ni siquiera estaba en la ciudad), una de las imágenes asociadas al Imperio es la de Nerón tocando la cítara o la lira mientras Roma arde en un incendio premeditado. Y la supuesta culpa achacada a los cristianos gradualmente convirtió a Nerón en el mayor y más cruento perseguidor de los seguidores de Cristo, si bien los Padres de la Iglesia y otros apologetas no mencionan dicha persecución a manos de Nerón ni las antorchas humanas que alumbraban el camino hacia el circo.

Harto de sus excesos, el Senado proclamó emperador a Galba y declaró enemigo público a Nerón, ordenando su arresto y ejecución. El derrocado princeps huyó de Roma y, finalmente, se suicidó asistido por su secretario. Con la muerte de Nerón terminó la dinastía Julio-Claudia y el principio de sucesión hereditaria a la corona.

 

La obra

Los complejos problemas de la iconografía de Nerón, que conocemos mal a causa de la damnatio memoriae y de las numerosas falsificaciones, tanto antiguas como modernas, no nos impiden reconocer en la retratística del periodo los caracteres neobarrocos y pictóricos de la cultura figurativa de su reinado; bastante coherentes, por lo demás, con la impronta helenística y oriental de la obra neroniana.

La cabeza conservada en el Museo Nazionale Romano-Terme di Diocleciano (mide 43 cm de altura) muestra un rostro regordete, de rasgos carnosos y ojos pequeños y hundidos, encuadrado por la masa de los cabellos que, con una franja, cubren la mitad de la frente, y por la célebre corta barba que ocupa parte de las mejillas y la zona inferior del mentón. Este retrato se halla marcado por una profunda introspección psicológica que nos recuerda, aunque sea con notables diferencias, la tradición del retrato dinástico helenístico.

En cuanto a la atribución cronológica, se discute si debe ser asignada al Quinquennium Neronis, época de su ascensión al trono, o a los años 64-68, en los que el emperador cambió su peinado con rizos artificiales para una mayor adecuación a las iconografías helenísticas. Sin embargo, las comparaciones con las monedas y el estilo de los retratos julio-claudios inducen a ubicarlo en los años centrales del reinado de Nerón.

 

Fotografía de Vincenzo Surace

 

FUENTES: TOLLINCHI, Esteban. Las Metamorfosis de Roma: Espacios, Figuras y Símbolos, San Juan de Puerto Rico, 1998, pp. 292-315; BIANCHI BANDINELLI, Ranuccio y Mario TORELLI. El Arte de la Antigüedad Clásica, volumen II, Madrid, 2000, p. 121.

 

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