Hubo en Italia otro maravilloso pintor que trabajó con el espíritu franciscano del más amable de los santos. Se aproximó más a él que el propio Giotto, respetable ciudadano, con esposa, seis hijos y cargos importantes. En cambio, Guido di Pietro da Mugello, llamado el Beato Angélico, Fra Angélico o Fray Juan de Fiésole, ingresó en la Orden de los Dominicos en torno a los veinte años de edad, y pasó su vida cuidando enfermos y pintando sin otra satisfacción que alabar en la tierra la gloria de Dios.

Nunca aceptó recompensa por su arte. Pintaba para las iglesias y conventos que se lo pedían. Creía que aceptar dinero era un pecado. Eugenio IV quiso hacerle Arzobispo de Florencia, pero no aceptó.

Antes de coger los pinceles, oraba un momento. La belleza era para Fra Angélico parte de la religión, el camino más directo para llegar a Dios. Sus obras son tan naturales como las de cualquier pintor de su época, sólo que reproducen una realidad diferente, fuera de este mundo. Sus Anunciaciones, sus ángeles, sus visiones del Paraíso, dan la impresión de estar trazadas por quien las ha contemplado directamente.

Pintó su celda del convento florentino de San Marcos. Luego fue decorando las lisas paredes de las de sus otros compañeros de religión, la sala capitular y el claustro. El edificio es hoy el mejor museo de su obra. En cierta ocasión, pintaba un cuadro en el que figuraba, sufriendo el dolor sobrehumano de la agonía, un Cristo en la cruz. La imagen afligió tan hondamente su alma, que tuvo que dejar los pinceles y echarse al suelo llorando. Y allí permaneció Fra Angélico sumido en su dolor, sin que nunca pudiese acabar el Cristo.

Nadie ha usado unos colores tan suaves y armoniosos. Su arte es místico, amable e ingenuo, hecho de sonrisas de paz inalterables. Sin el admirable equilibrio de su alma, no tendríamos hoy esas obras en que la belleza, la elegancia de la forma y la luz del espíritu se compenetran maravillosamente. Su pintura es una oración.