SU MAJESTAD MR. TURNER

Jesús Abades (17/12/2014)


 

 

No han tenido suerte la mayoría de los grandes pintores a la hora de ver retratado su talento en el cine. La primera reflexión que podríamos plantearnos es el equívoco de muchos directores a la hora de intentar ponerse más geniales que el genio en cuestión. Quizás quien mejor lo hizo fue Henri Georges Clouzot, que en El Misterio Picasso se limitó a filmar al maestro malagueño (amigo suyo, la verdad es que tenía cierta ventaja) en ropa interior y haciendo lo que (magistralmente) le salía de los pinceles. El resultado fue la más perfecta adaptación del cine a la pintura, y no al contrario; pues hasta los que defendemos a muerte el Séptimo Arte debemos reconocer que no pasa de ser una narración banal al lado del insondable lirismo que manifiesta la encantadora destreza de un buen cuadro. Y está sería la segunda (y más importante) reflexión.

Mike Leigh, cineasta inglés de ascendencia judía, muy alejado del exceso de mediocridad y de los atajos creativos que ha tomado el cine de las últimas décadas (e incluso parte del cine anterior), se ha atrevido a plasmar en Mr. Turner los últimos 25 años del que fue considerado un maestro indiscutible y el pintor más grande de Gran Bretaña: Joseph Mallord William Turner. Pese a que Dalí no se cansó de repetir que los pintores ingleses eran los peores del mundo, Turner (junto con Constable, injustamente tratado en la película de Leigh por un déjame allá esa mancha roja) no solo fue el primero de la clase en un género pictórico que bordaban en la isla, el paisajismo, sino también un genio precoz e internacionalmente reconocido, que con tan solo 24 años fue elegido asociado por los meapilas de la Royal Academy, donde además enseñó perspectiva.

Perspectiva desde luego no le falta a Leigh a la hora de recrear la obsesión casi enfermiza de Turner por captar, que no fotografiar (de hecho, la fotografía en sus inicios, anciano ya el pintor, queda bastante ridiculizada) toda clase de efectos lumínicos en el lienzo, para lo cual no dudó en pintar enloquecidamente, viajar por media Europa, echar mano de cualquier artefacto e incluso regurgitar violentamente sobre la obra, para lograrlo. Tras realizar múltiples apuntes a lápiz en pequeños cuadernos (de los que nunca se separó, ni en sus últimas horas), estudiaba minuciosamente las tormentas, las puestas del sol, las nieblas y hasta los naufragios y las columnas de humo de barcos y locomotoras para crear sus inconfundibles atmósferas donde muchos de los contornos desaparecen (por ejemplo, el famoso elefante que ni siquiera otra pseudocientífica como Turner es capaz de apreciar). La película de Leigh ayuda a comprender estos propósitos del renovador del romanticismo mediante una fotografía que nos sumerge en un auténtico desastre sucio y amarillo, como sus propios cuadros. Así los definía una majestad de nivel inferior, la reina Victoria, que por cierto los adoraba.

Otro acierto de Leigh es no caer en el error de mostrar al artista como un Dios supraterrenal ni como un monstruo que siembra cadáveres a su paso. El retrato de Turner es el de alguien contradictorio, extraordinario y a la vez mundano, como el análisis de sus propias obras: hosco y tierno, egocéntrico y humilde (qué paciencia tenía con los petimetres críticos de arte), generoso y misántropo, capaz de no superar la pérdida afectiva de su padre y de enamorarse perdidamente de una posadera al tiempo que martirizaba sentimentalmente a su ama de llaves y renegaba de su esposa e hijas. Era cierto de tipo de hombre, como diría Marlene Dietrich.

Y el cineasta, famoso por su manera de contar vivencias, por la emoción improvisada (la más conmovedora de las emociones) y por pasearse por la marginalidad con crudeza y realismo, así entiende a Turner, acertando además en repartir el atractivo de la cinta en los variopintos personajes que le rodearon. En esto también lleva Leigh cierta ventaja, pues muchas veces tiene la virtud de lograr una gran complicidad gracias a un impecable y complejo equipo actoral, presidido en este caso por su habitual Timothy Spall encarnando gloriosamente a Turner. No será en conjunto una película tan perfecta como otras de su filmografía (caso de Secretos y Mentiras o El Secreto de Vera Drake) pero encajando con el universo pictórico es una joya que solo se ve desgastada por un metraje algo excesivo, un lastre habitual del cine contemporáneo del que ni el propio Leigh se libra.

 

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