ESCLAVOS EN EL PARAÍSO

Jesús Abades


 

 

El pasado 2 de abril se cumplieron cinco años del fallecimiento de Terenci (Ramón) Moix (1942-2003), un hombre de letras total que ejerció de novelista, ensayista, crítico, guionista, traductor y periodista viajero. Quizás por ello, logró conjugar magistralmente en su obra el romanticismo francés, la solemne tragedia de Shakespeare (cuyo Hamlet tradujo), el visceral relato de Faulkner, la picaresca madrileña, el rigor de Champollion y el espíritu pop de la Gauche Divine barcelonesa. El resultado es una fusión que consiguió adaptar lenguajes tan dispares a su personal universo, alcanzando su mayor perfección en el subgénero de la novela histórica.

Dentro de los méritos del catalán, destacó su transgresor acercamiento con el público, lo que unido a su simpatía y a un lúcido respeto hacia todo pensamiento respetable, sin obviar una feroz defensa por el suyo propio, le otorgó una legión de seguidores que siempre le premió con férrea fidelidad. En realidad, Terenci era como de la familia.

Mitos de su venerado pasado egipcio han sido adaptados infinidad de veces, pero nunca con la humanidad que supo imprimirles Terenci Moix, hasta el punto de que el transportado lector podía sentir el sol de Tebas o la arena del Valle de los Reyes filtrándose entre las páginas. Nadie tampoco como él para recrear los fastos del Hollywood glorioso, justificando su consabida condición de mitómano. Ni siquiera el cronista social más corrosivo supo retratar con tanto acierto las miserias del famoseo patrio. Su desmedido amor por el cine y su voraz seguimiento de todos los prismas que conforman la descacharrante sociedad española lo hicieron posible.

En su esfera personal, fue un ser humano complejo, excesivo y laberíntico. Quizás no podía ser de otro modo, ya que vivir bajo el yugo de la inspiración y en una continua búsqueda del equilibrio entre forma y contenido, aspiración de todo creador de belleza, exige unos sacrificios personales que a veces conllevan una esclavitud desoladora. Así, fue esclavo de la soledad, esclavo del tabaco a modo de paraíso narcisista, esclavo de la imagen como eterno Peter Pan y esclavo de una pasión que, bajo el aspecto de activa ansiedad, movía hasta el último detalle de su vida. Pero, por encima de todo, fue un icono de la libertad.

Uno que ha hecho de las letras su oficio, resulta que, lejos de hacer esta práctica un engendro mecánico, todavía tiene que parase a pensar qué exponer y cómo abordar una figura del calibre de Terenci Moix. Hasta después de muerto dio una soberbia muestra de dignidad vetando a quienes apoyaban desde el escaño una guerra tan injusta como su pérdida. Siempre amable, sonriente, polémico y extraño. Siempre entre nosotros.

 

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