LA PARADA DE LOS MONSTRUOS

Jesús Abades


 

 

Se cumplieron los peores pronósticos. La elección masiva de un pelele de terror psicológico como emblema del mayor fenómeno trash de nuestra política presagiaba una involución hacia la posguerra que, vistos los resultados de los últimos meses, está a la altura de su falta de talento. El destrozo al estado del bienestar (una mezquindad que empezó a ser concebida tras las últimas urnas) ha tenido como excusa directiva el yugo de la Eurozona (lo siento por Berlín, ciudad fetiche, pero existen tres Alemanias: la de 1914, la de 1945 y la que actualmente padecemos, todas jodidas y jodientes) y ha sido calificada de infame por casi todos los tabloides del país, incluso por algunos de los más afectos a su rancio neoliberalismo.

En realidad, semejante esperpento, tan dañino como falsamente mesiánico, no supone más que una vergonzosa estrategia para que las cúpulas financieras apunten aún más arriba y acabar de ahogar en el arroyo a unos humildes ciudadanos que están perdiendo tanto la alegría como la ilusión ante el futuro. Y todo palmeado por unos freaks de escaño fabricados en serie por los ayatolás de la caverna, empeñados en adocenar al votante a base de mítines que fusilan a diario las libertades y los derechos sociales.

En una sociedad cuyo desarrollo no está en ganar mundiales de fútbol, como bien dice mi querido José Luis Sampedro, lo peor de estos bodrios enmascarados de mandamases no es su propia existencia, sino que a través de ella se ratifique que el voto mayoritario no siempre es sinónimo de buen voto y se descubra hasta dónde puede llegar la ambición y la impunidad de las grandes fortunas una vez que sus caciques (banqueros y empresarios corruptos muchos de ellos) se aferran a la chequera con sus zarpas.

El engendro de los malasombras, consentido por la cómplice oposición, también puede venderse como un horror mediático, una especie de El Grito en el Cielo bajo la carpa de un circo petardo donde solo hay saltimbanquis de la hipocresía ejercida previo pago. Seguramente porque indagar en sus prejuicios les llevaría sin remedio a conclusiones incómodas, los truhanes que salen a la pista (en su mayoría del lado oscuro de un país del que no dejarán ni sus costas) prefieren curarse en salud y hacer lo que realmente se les pide: violentar en lugar de actuar y azuzar el sufrimiento de un pueblo que los ha aupado y ahora debe cortar sus alas.

Es tarea nuestra erradicar una legislatura que toma medidas a sabiendas que son retrógradas para acumular más prebendas, que apuntilla a los desempleados, que socava el arte y la cultura para agriar el alma, que esquilma la educación y la investigación para empobrecer el intelecto, que carga sobre los pobres estafas de ricos mal revestidas de crisis, que defenestra la opinión plural, que resucita el apaleo al pardillo y que desahucia a los que necesitan ayuda para envejecer bien después de lo mucho que han rendido a la sociedad.

Y también es tarea nuestra, aunque cada vez la cuesta nos vaya dejando más grises, intentar mantener la dignidad en un panorama con forma de contenedor que plantea, cuanto menos, la inquietante cuestión de hasta qué extremos puede degradarse el ser humano por codicia y vanidad, unos defectos más innatos que adquiridos pese a quedarnos muy claro que a Andrea Fabra (versión burraka de Eugenia Enchufols) la aleccionó su padre. En cualquier caso, barbas a remojar para los embusteros que (por el momento) nos conducen al shock económico y social, pues el patio está en ebullición y el miedo trueca en clamor a pasos de gigante rebelado.

 

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