MÁS DE MIL CÁMARAS ¿VELAN? POR TU SEGURIDAD

Jesús Abades


 

 

Pasé como una exhalación por la Basílica del Gran Poder para empaparme bien por gente de confianza de lo sucedido el pasado fin de semana y, de camino, enterarme de la feliz noticia del retorno del Señor de Sevilla a su templo con besamanos extraordinario incluido para disfrute de sus innumerables devotos.

Como mi intención es siempre quitar hierro a los percances que no pasan a mayores, les dije que, de ahora en adelante, instalen al Cristo en una cámara acorazada al lado de la tienda de recuerdos y, en el altar mayor, pongan una obra cualquiera de un "imaginero" que "trabaja" en una querida provincia vecina. Del susto, el agresor seguro que sale corriendo. Conseguí arrancarles una sonrisa, así que felicítenme, porque entre el mal trago y el choteo que están aguantando con un correo-basura en el que la imagen aparece con el brazo escayolado en cabestrillo frente al servicio de urgencias, no está precisamente el horno de San Lorenzo para muchos bollos.

Comentaba hace unas semanas con mi amigazo y compadrazo Alejandro Cerezo en la última temporada cabildera de El Cobertizo del Conde, cerrada hace unos días con gran éxito de audiencia (gracias de nuevo, estimados), el tema de la seguridad en los templos y las medidas que podrían tomarse para paliar la ola de robos, agresiones, graffitis que no son precisamente de Basquiat y demás daños que los mismos padecen. ¿Conclusión? Ninguna. Es más, aunque anunciamos una segunda parte, afortunadamente la actualidad se impuso y decidimos olvidarnos del tema, porque para hablar tonterías siempre él y yo tenemos tiempo entre porras y chocos fritos.

Además, tampoco somos especialistas en medidas para un asunto como el que nos ocupa, que es poco menos que estar tentado de celebrar un año sin fumar encendiendo un cigarrillo, en vez de apagando una vela, pues dado que las cámaras sólo sirven para identificar (en algunos casos, con collejas al derecho a la privacidad), es lógico pensar que una plegaria a un Cristo muerto, un rosario a una Virgen que llora (homenaje a El Pali), una mirada a un retablo barroco o, simplemente, sentarse en un banco arropado por la semioscuridad sobrecogedora de las capillas antiguas, no puede ir acompañado de un segurata acechando en plan cancerbero por si a uno se le ocurre sisarle el pañuelo a la Dolorosa o zamarrear al santo en cuestión hasta dejarlo hecho unos zorros.

La agresión al Cristo del Gran Poder pertenece a la facción de ataques causados por enajenados mentales; en este caso, un funcionario de prisiones (al parecer, de tipo transitorio aunque él mismo se ha autodenominado como el Espíritu de Jesús) al que han suspendido de sus labores y está ahora imputado por un delito de atentado contra el patrimonio histórico-artístico. Menos mal que la Justicia de la España con dos dedos de frente a veces no se quita la venda de los ojos, pues si la cosa llega a depender de los Cruzados de Puerto Hurraco, el agresor ya estaría linchado, gaseado, lapidado, pisoteado y abrasado. Lo más divertido ha sido el enfoque de varios medios locales, que en plan Aurora Bautista interpretando a Agustina de Aragón (a un grito parecido al de "infieles, nunca tomaréis Zaragoza") han abordado el suceso como el-acabose-por-lo-nunca-visto, cuando eso, desgraciadamente y como he dicho antes, forma parte de una ola muy antigua que, últimamente, no anda corta de virulencia.

Déjenme recordar en el tiempo, aunque tanto calor me tenga algo amodorrado el cerebro: están los famosos casos de la Piedad y el David de Miguel Ángel, el perturbado que lesionó varias obras de arte en Venecia, y, dentro de las tallas en madera, me viene a la memoria el Crucificado de Santiago de Compostela y el destrozo casi integral que, no hace mucho, sufrió el Niño de la Virgen del Socorro de Rociana del Condado. Milagrosamente, nunca mejor dicho, su cabecita salió ilesa, siendo reconstruido el resto por Luis Álvarez Duarte. Lo del Gran Poder, a diferencia de los anteriores, ha sido un amago que, por el destino o tal vez por el sesgo popular que toma su advocación, no ha llegado a desgracia y se ha quedado en sobresalto y pequeña molestia. Así de poderosa es la zancada del entrañable Nazareno.

 

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