CORONACIÓN DE ESPINAS DE FRANCISCO ROMERO ZAFRA PARA CIEZA

Enrique Centeno González (29/03/2009)


 

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La feliz coincidencia en el tiempo de dos trabajos de un artista en el mejor momento de su carrera coloca este año a Cieza (Murcia) en primera plana de la actualidad, atrayendo el interés de los entusiastas de esta rama de la expresión escultórica, tan peculiar y tan nuestra, que es la imaginería.

El grupo de la Coronación de Espinas, encargado por la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, se une a la Virgen de la Amargura, presentada en La Hornacina el pasado 20 de marzo, como pieza capital en la obra del escultor e imaginero cordobés Francisco Romero Zafra. Pese a sus diferencias en cuanto a la verbalización de su arte, las dos obras del autor resultan de una perfecta coherencia por cuanto ambas sintetizan con total acierto la plasmación material del binomio entre lo carnal y lo divino.

El lenguaje delicado y romántico de la Dolorosa se torna con la Coronación de Espinas descarnado, casi brutal, pero en uno y otro caso cada golpe de gubia lleva el signo inequívoco de lo trascendente, del firme deseo de captar la atención del fiel a través de la presencia clamorosa de lo físico para entrar en la dimensión puramente espiritual.

La recreación dramática y terrible del martirio de Cristo forma parte de la espiritualidad popular española, lanzada a la defensa del ideal trentino desde los albores del barroco. Romero Zafra pone su dominio de la técnica para entroncar con esta sensibilidad, pero, además, su genio de artista de raza trasciende lo anecdótico de la sangre para entroncar directamente con la herencia de los más grandes: el contrapposto de este Cristo sentado y maniatado, y sin embargo pleno de movimiento, tiene mucho de la imponente presencia de las esculturas renacentistas y también de la majestuosidad olímpica griega. Por encima del martirio, de las llagas, de las contusiones y de la plasmación espantosa de la radical condición humana y sufriente de Cristo, Romero Zafra hace emerger la naturaleza del Dios vivo, otorgando a la imagen una rotundidad y aplomo imponentes.

El virtuosismo de la recreación anatómica va más allá del gusto por lo minucioso. El artista se recrea con detalles mínimos de gubia o de policromía, como el ligero amoratamiento del dedo del pie flexionado que sostiene el peso del cuerpo, la densidad de las gotas de sangre, la espina que desgarra la membrana auricular, el sinfín de arañazos y llagas de los latigazos en la espalda -que se muestra en su integridad por el desanudamiento del cordón del paño de pureza- o la recreación de pequeñas desolladuras de la piel en el roce con la soga. El rostro de Jesús compendia la intención de la obra, al sumar a la huella afilada del sufrimiento toda la soberana nobleza que emana la figura; enmarcado todo ello en la belleza de unos rasgos profundamente emotivos.

El soldado romano, que acaba de terminar la tremenda acción de coronar de espinas la cabeza del Redentor, tiene toda la fuerza y la rabia de un torturador sádico, concentrando en su rostro la saña de quien disfruta con lo que hace. Sus ropas militares no restan un ápice al acierto de su composición, plena de movimiento y energía dirigida con furia contra la víctima. La anatomía alcanza en este sayón, como es costumbre en su autor, categoría de exhibición hiperrealista, lo que unido al sentido caricaturesco de su rostro y a la brutalidad de su escorzo subraya la decisión del escultor de evidenciar con el grupo la dicotomía esencial entre el Bien y el Mal.

Pulsando en el icono que acompaña la noticia, podrán ver una galería fotografía de esta magnífica composición, en la que nada queda al azar y con la que el cordobés nos regala una de sus más poderosas creaciones, una muestra definitiva de su maestría como imaginero en el más puro sentido del término.

 

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