NUEVA OBRA DE ALBERTO PÉREZ ROJAS

Sergio Ramírez González (31/03/2014)


 

Nota de La Hornacina: ampliada la galería el 5 de abril de 2014 con fotografías de Roberto Villarrica.

 

Galería de Fotos

 

El nuevo reverdecer de la primavera no solo nos acerca a la Semana de Pasión con ilusiones renovadas, sino que trae consigo aparejado el interés creciente por conocer las obras escultóricas que han ido definiéndose durante todo el año y ahora acaban finalizándose. Numerosas horas de trabajo, proyectos alterados en la evolución propia de la pieza, satisfacciones e inquietudes dependientes de la inspiración artística y emociones plenas ante el feliz resultado constituyen las bases de un proceso que suele ser común a todo creador, consciente de que el éxito último se encuentra en manos de la crítica exterior. Una crítica, ávida de establecer sentencia, amparada en su evidente derecho a opinar y cuyos argumentos -de lo más diverso- discurren a través de cauces tan heterogéneos como el formal, técnico, estético o espiritual. Más allá del análisis pormenorizado de cada uno de estos aspectos se viene a convenir en los más amplios foros, que para asegurarse la buena acogida de una escultura religiosa viene a ser necesaria la existencia de un poderoso valor: la transmisión de emociones.

Estamos completamente seguros que el reconocimiento siempre esperado por todo escultor lo recibirá, con creces, el joven Juan Alberto Pérez Rojas una vez ejecutada la efigie del Cristo de la Divina Misericordia, con destino a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de la localidad cordobesa de Almodóvar del Río. Como ya nos tiene acostumbrados, pese a su todavía corta trayectoria artística, Juan Alberto resuelve este nuevo encargo con una enorme brillantez propia de quien se acerca cada vez más a la fase de madurez plástica. En resumidas cuentas, una obra fruto de la conveniente formación teórico-práctica, el estudio de los modelos tradicionales y la interpretación particular que debe imprimir todo creador.

El Crucificado objeto de estudio se adapta en sus proporciones (194 cm de altura) al marco arquitectónico donde irá ubicado: presidirá el altar mayor del templo, con lo que ello supone a la hora de ajustar lo máximo posible las líneas de visualización y perspectiva. Como conjunto, dicha imagen aúna tendencias estilísticas diversas imbuidas de la esencia clásica, manierista y barroca, de cara a plantear un resultado donde se conjuga la tensión con la serenidad, la voluntad con el abatimiento. Qué duda cabe, que la utilización de una madera tan noble como el cedro y el policromado al óleo contribuyen de alguna manera a alcanzar tales logros.

Todo aquel que se acerque a contemplar la obra en Sevilla (estará expuesta desde mañana hasta el 7 de abril en la iglesia de San Vicente Mártir) o en su destino, coincidirá probablemente, y es normal, en identificar ciertos grafismos de la efigie en la inspiración obtenida de los maestros hispalenses del primer barroco, del mismo Castillo Lastrucci e, incluso, del referente formativo de Pérez Rojas, el maestro Juan Manuel Miñarro. Lejos de ser un inconveniente para la escultura habría que proponer tales influencias como el mejor indicativo del avance contemporáneo de la escultura religiosa, la cual mira hacia delante sin dejar nunca de lado lo que hubo atrás. Sí resulta bastante original la composición de líneas corporales de clara raigambre italiana con base en los modelos manieristas convenientemente adaptados por la escultura barroca genovesa. Nos referimos al marcado arqueamiento e intento de escorzo que traza el cuerpo desde los pies a la cabeza, con su punto de arranque en el contraposto de las piernas con fuerte elongación de la izquierda y suave reposo de la derecha. Se gana por tanto en ritmo compositivo, en función de la energía y ascensionalidad adscrita a su perfil sinuoso transmitido a las líneas maestras del paño de pureza y la cabellera. Sin embargo, todo lo que podría comportar a priori un dinamismo desorbitado se convierte en esta pieza en un brío atemperado con su punto de partida en la laxa anatomía e la inclinada cabeza de lánguido, sereno y derrotado rostro.

Es el rostro justamente la parte más característica en la producción del autor, habituado a representarlos bajo cánones alargados y de fresca apariencia, aquí determinado al mismo tiempo por el gesto desconcertado que acentúan los cercos orbitales rehundidos, la mirada lejana y la boca entreabierta. Se deja hueco a los detalles minuciosos y preciosistas tendentes a aumentar la sensación de realismo, caso de la inclusión de ojos de cristal, tallado de dientes y lengua, y corona de espinas, también en madera de cedro, con una compleja configuración en la que sobresalen sus amenazantes púas. Una cruz arbórea que simula un leño sirve de marco idóneo a un cuerpo de contenido descolgamiento patente, sobre todo, en la rigidez y tensión muscular de los brazos, que no impiden en ningún momento el gesto de la bendición con la mano derecha.

Tonalidades tostadas definirán la policromía del Crucificado con una doble vertiente bien precisada, a tenor de la significativa y casi total ausencia de rastros de sangre en la parte frontal y el recrudecimiento purpúreo de la espalda a consecuencia de los rastros dejados por los latigazos. En resumen, y para concluir, una obra impregnada de un aire de contención dramática en la que el acierto compositivo y el correcto tratamiento anatómico aumentan su prestancia en pos de acercar al espectador hasta el mundo emocional.

 

Nota de La Hornacina: acceso a la galería fotográfica de la obra, que será ampliada en los próximos días, a través del icono que encabeza la noticia. Sergio Ramírez González es Doctor en Historia del Arte.

 

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