GIACOMETTI Y GISBERT EN EL MUSEO DEL PRADO

03/04/2019


 

 

Giacometti en el Museo del Prado (hasta el 7 de julio de 2019)

El Museo del Prado, en el marco de la celebración de su Bicentenario, con la colaboración de la Comunidad de Madrid y la Fondation Beyeler y el apoyo de la Embajada de Suiza y el Grupo Mirabaud, presenta la exposición Giacometti en el Museo del Prado, uno de los artistas más influyentes del siglo XX, quien concebía el arte como un único y simultáneo lugar de confluencia del tiempo pasado y presente.

Aunque nunca viajó a España, asistió en 1939 a la exposición Chefs-d'œuvre du Musée du Prado celebrada en Ginebra, donde habían sido trasladadas gran parte de sus colecciones durante la Guerra Civil Española. En esa exposición se encontraban representados varios de los pintores predilectos de Giacometti, como Durero, Rafael, Tintoretto, El Greco, Goya o Velázquez. Carmen Giménez, su comisaria, concibe la exposición como un paseo póstumo, donde las esculturas del artista, transitan por las galerías principales del Prado. El recorrido empieza en la sala de "Las meninas" de Velázquez, continúa frente a "Carlos V en la batalla de Mühlberg" de Tiziano, en proximidad al "Lavatorio" de Tintoretto, discurre junto a la obra del Greco y contrasta con los cuerpos colosales representados por Zurbarán en su serie de "Hércules".

Uno de los fenómenos más llamativos en los doscientos años transcurridos desde la apertura del Museo del Prado ha sido su progresiva conversión en lugar de peregrinaje de los artistas de vanguardia. De Courbet a Bacon, pasando por Manet, Degas, Whistler o Picasso, su visita al Museo marcó un antes y un después en su trayectoria artística. Ha habido, no obstante, destacadas ausencias, y quizás ninguna tan notoria como la de Giacometti, a quien está dedicada esta singular exposición. Un artista que concebía el arte como un único y simultáneo lugar de confluencia del tiempo pasado y presente, y, sus creaciones avalan hoy aquí la atemporalidad de la figura humana como modelo de representación para el arte de todos los tiempos.

Hijo de un destacado autor posimpresionista suizo, Alberto Giacometti (Borgonovo, 1901 - Chur, 1966) empezó a dibujar con avidez desde niño y a realizar, en la mayoría de los casos a partir de reproducciones, copias no solo de los maestros antiguos, sino del arte de todos los tiempos y culturas. Continuó esta labor durante su formación en París, ciudad a la que se trasladó en 1922, y a lo largo de toda su vida, como atestiguan sus cuadernos. En torno al año 1930, Giacometti se adhirió al movimiento surrealista, sustituyendo progresivamente en su obra lo real por lo imaginario. No será hasta 1934 cuando vuelva a servirse de un modelo en sus composiciones, lo que desembocará en su ruptura con el surrealismo. Este empeño por reflejar lo real lo aisló en cierta forma del arte de su tiempo y lo vinculó inexorablemente al pasado.

Es fundamentalmente a partir de 1945 y hasta su muerte en 1966 -período representado en la exposición del Museo del Prado- cuando la práctica de Giacometti se centra en la representación de la figura humana, sobre todo de sus seres más cercanos, y se observa en su obra una búsqueda infatigable de lo real que pretende trascender la apariencia meramente superficial de sus modelos. Una obsesión que se hace más patente todavía en la radicalidad de sus retratos posteriores a la II Guerra Mundial, cuya terrible experiencia influyó definitivamente al artista, como demuestran las obras aquí reunidas.

Giacometti en el Museo del Prado, formada por 20 obras -18 esculturas y 2 óleos- procedentes de instituciones públicas y colecciones privadas nacionales e internacionales, nos recuerda que la obra de este artista único, gran dibujante, pintor y escultor, le debe tanto a la historia de la pintura como a la de la escultura y corrobora que los precedentes esenciales de su obra se encuentran también en la pintura barroca italiana y española. 

 

 

Una pintura para una nación. El fusilamiento de Torrijos (hasta el 30 de junio de 2019)

El cuadro "Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga" (imagen superior), de 1888, resulta singular en las colecciones del Museo Nacional del Prado de Madrid. Es la única pintura de historia que se encargó por el Estado con destino al Prado, denominado Museo Nacional de Pintura y Escultura desde el inicio del Sexenio Revolucionario (1868-1874). Precisamente en 1868 su autor, Antonio Gisbert (1834-1901), había sido nombrado director del Museo y durante su mandato tuvo lugar la nacionalización de las colecciones, antes de propiedad real, y la incorporación de los fondos del Museo de la Trinidad, tanto de las obras procedentes de la Desamortización como de las pinturas contemporáneas adquiridas por el Estado en las Exposiciones Nacionales, lo que daba un protagonismo nuevo a la pintura española en el Prado.

La primera obra importante de Gisbert había sido "Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo" (imagen inferior), de 1860, también en la exposición, muy celebrada por los liberales y que le valió una primera medalla. El tema anticipaba, un cuarto de siglo antes, el del "Fusilamiento", pues aquellos caudillos también habían sacrificado su vida en la defensa de las libertades.

El general José María Torrijos (1791-1831) era un militar de prestigio internacional, amigo del marqués de La Fayette, el héroe de la independencia americana, de los poetas Tennyson, Espronceda, que cantó su muerte en un célebre soneto, y del duque de Rivas, que le retrató en el exilio. La última carta a su esposa, adquirida por el Congreso poco antes del encargo del cuadro, es testimonio elocuente de su humanidad valiente y generosa. Él y sus compañeros, entre ellos un antiguo presidente de las Cortes, Manuel Flores Calderón, un ex ministro de Guerra, Francisco Fernández Golfín, situados a su lado, y el teniente británico Robert Boyd, que había combatido, como Lord Byron, por la libertad de Grecia, fueron fusilados sin juicio previo por orden del monarca Fernando VII en 1831. Muchos de los ejecutados habían luchado heroicamente en la guerra de la Independencia contra los franceses, de modo que unían, en su mérito, la defensa de la integridad de la nación y la de las libertades que debían fundar la legitimidad del gobierno fernandino.

En 1886 el gabinete liberal de Práxedes Mateo Sagasta encargó el cuadro, que se convirtió en un elemento simbólico de la construcción de la nación española desde la perspectiva de la defensa de la libertad. Su adquisición se hizo por Real orden de 28 de julio de 1888, con destino al entonces llamado Museo Nacional de Pintura y Escultura, en el que entró con el número de Inventario de Nuevas Adquisiciones 837. El cuadro se convirtió en un elemento simbólico del proceso de la construcción de la nación española, de un modo independiente y opuesto a la vertiente más conservadora, abordada por la derecha a través de sus ideólogos, el más destacado de los cuales fue Marcelino Menéndez Pelayo. Dentro de una orientación liberal se reivindicaba la identidad revolucionaria y de combate frente a los excesos de poder del pasado y se establecía una línea histórica de exaltación de figuras heroicas y mártires de la libertad que partía de las Comunidades de Castilla hasta llegar a las víctimas de la represión absolutista. En el fusilamiento se producía la unión del pueblo con la burguesía revolucionaria, que había sido la base del triunfo del Sexenio.

El gobierno liberal de Sagasta recordaba con esta obra los valores que habían hecho posible la derrota final del absolutismo y la construcción de una nación regida por la voluntad popular a través de las Cortes. La implantación, con la Constitución de 1869, de la soberanía nacional, del sufragio universal masculino y de las libertades individuales, incluida la religiosa, supuso un primer impulso progresista que pudo después recuperarse durante el mandato liberal. La serena contundencia con la que Gisbert mostró la defensa de la libertad contra el abuso del poder evidencia su completa convicción acerca de la consolidación del triunfo de aquellos principios. En la composición, el artista relegó con acierto al pelotón de fusilamiento al último término, tras la larga fila de los condenados y los cadáveres del primer término, tendidos sobre la arena. Guiado por su deseo de veracidad viajó a Málaga para ver el lugar de la ejecución, se entrevistó con algunos testigos aún vivos, recabó imágenes de los fallecidos y, cuando no las había, fotografías de sus hijos, y compuso un convincente friso de noble enfrentamiento a la muerte.

Gisbert planteó la pintura con grandes dimensiones e imponentes figuras, de tamaño superior al natural, que estudió en un dibujo. Este boceto, de dimensiones también extraordinarias para lo que era habitual en un diseño preparatorio, se expone, tras su restauración, por vez primera. En las modificaciones que hizo se advierte la voluntad de severa depuración que guio al artista. Este quiso mostrar una visión objetiva, próxima al naturalismo, estilo entonces triunfante en Francia, que se avenía con sus propósitos de veracidad. Esa objetividad, unida a una emoción muy contenida, ha sido el fundamento de la fortuna del cuadro, celebrado entonces por los críticos más destacados, como Francisco Alcántara y Jacinto Octavio Picón o, después, por escritores como Manuel Bartolomé Cossío, Ramón Gómez de la Serna y Antonio Machado.

Una pintura para una nación. El fusilamiento de Torrijos se enmarca también en el marco del Bicentenario, cuya idea motriz es celebrar el Museo del Prado como el gran regalo que se ha dado la nación española. En concreto, esta exposición conmemora el 150 aniversario de la nacionalización de las colecciones reales por la naturaleza estatal de su encargo. Cuenta con la colaboración de Ramón y Cajal Abogados. Junto a su boceto, también se exhiben óleos, estampas y documentos relacionados con la pintura.

 

 

Dirección y horarios: Paseo del Prado s/n, Madrid. Diario, de 10:00 a 20:00 horas.

 

Volver          Principal

www.lahornacina.com