RESTAURACIONES EN EL MUSEO DEL PRADO

09/07/2013


 

 
     
     
San Jerónimo. Estado inicial
 
San Jerónimo. Estado final

 

San Jerónimo Escribiendo

El cuadro se encontraba depositado en la Casa-Museo Colón de Las Palmas de Gran Canaria, atribuido al pintor valenciano Esteban March. Recientemente, el italiano Gianni Papi, especialista en pintura caravaggista, lo identificó y publicó como obra temprana de José de Ribera.

Las razones que avalan esa atribución se basan en sus estrechas similitudes compositivas y estilísticas con varios cuadros realizados por ese pintor en torno al año 1615, como alguno de los que integran la serie de Los Sentidos. Con ellos comparte una precisión descriptiva y un uso muy tenebrista de la luz, que tiene su origen en una asimilación muy personal de las obras de Caravaggio.

Dado el interés de la obra, se llevó al Museo Nacional del Prado de Madrid con objeto de proceder a su restauración y a su exposición dentro de las salas dedicadas al naturalismo y a José de Ribera. En sustitución de esta pintura, la Casa-Museo Colón ha recibido en depósito la obra San Andrés, también de Ribera.

Desde el punto de vista de la colección del Prado se trata de una incorporación importante, pues junto con La Resurrección de Lázaro permite que el público se forme una idea exacta de la originalidad y el nivel de calidad que alcanzó el pintor durante sus primeros años en activo, una etapa muy singular de su carrera, y que hasta hace una docena de años no estaba representada en las salas del Prado.

El cuadro llegó al Prado con problemas en todo su perímetro, debido a humedades y a un antiguo ataque de xilófagos, y con una superficie pictórica que si bien conservaba su integridad, presentaba un aspecto anómalo, debido a la oxidación de sus barnices, a las irregularidades de su superficie que produjo una antigua forración, y a una limpieza selectiva anterior, que se había concentrado en algunas zonas en detrimento de otras.

Durante su restauración se han asentado y regularizado sus bordes, se han eliminado la polución y los barnices oxidados, se han reintegrado algunas faltas puntuales, y se ha sometido el cuadro a una limpieza que ha dado como resultado la recuperación de numerosos planos espaciales y, con ella, de la corporeidad del santo.

 

 
     
     
San Hermenegildo. Estado inicial
 
San Hermenegildo. Estado final

 

El Triunfo de San Hermenegildo

Una de las obras fundamentales de la historia de la pintura española del Siglo de Oro. Pintado en 1654 por Francisco Herrera el Mozo para el altar mayor de la Iglesia de los Carmelitas Descalzos de Madrid (actual Parroquia de San José), inaugura en la pintura española la tendencia hacia un dinamismo y un cromatismo plenamente barrocos, que marcará decisivamente la obra de los artistas madrileños y sevillanos de la segunda mitad del siglo. En ese sentido, se trata de una de las pinturas más influyentes de nuestra historia artística.

Se trata de una de las primeras obras adquiridas para el Museo del Prado, en el que ingresó en 1832. Su estado general de conservación es bueno, pero el tiempo había oxidado sus barnices, que recubrían a su vez una capa de polvo y colas incrustadas entre el relieve de la pincelada. Todo ello había dado como resultado un ensombrecimiento general de la obra y una pérdida de sus planos espaciales, lo que afectaba vivamente la lectura de una pintura que su creador concibió como un alarde lumínico, cromático y espacial.

La restauración ha ido dirigida no sólo a la reparación y prevención de daños estructurales sino, sobre todo, a devolver la legibilidad de la obra. El resultado, por la buena calidad de los materiales y el virtuosismo del pintor, es visible: el colorido luminoso, el juego de pinceladas empastadas alternadas con transparentes, los volúmenes y la perspectiva, el aspecto etéreo, casi de pintura mural... todo puede verse y entenderse mejor.

 

 
     
     
María Luisa de Parma. Estado inicial
 
María Luisa de Parma. Estado final

 

María Luisa de Parma con Tontillo

Este retrato ingresó en el Museo del Prado en 1847, junto con su pareja, Retrato del Rey Carlos IV, también de cuerpo entero, procedentes de los almacenes del Palacio del Buen Retiro, donde se guardaban las pinturas de la Colección Real que no estaban expuestas entonces en el Palacio Real. Se depositaron en 1883 en el entonces Ministerio de la Guerra y en 1911 fueron expuestos en el recién creado Museo de Arte Moderno, aunque el de la reina regresó al Prado después de 1940, mientras que el del rey se depositó hasta 1972 en el Museo de Bellas Artes de Zaragoza. Los dos retratos pasaron al Taller de Restauración en 2012, habiéndose concluido recientemente el trabajo de limpieza y conservación del de la reina, que se exhibe ya en las salas del Museo.

Ambos retratos formaron parte de los que Goya pintó inmediatamente después del acceso al trono de los reyes, en diciembre de 1789, que se convirtieron en las efigies más representadas de los nuevos monarcas. El de la reina es una de las obras más pensadas y técnicamente más elaboradas y concluidas de Goya entre los retratos reales, ya que con el acceso al trono de Carlos IV y María Luisa, sus mayores valedores, su carrera cortesana experimentó finalmente un notable progreso y pronto iba a ser nombrado por ellos Pintor de Cámara.

La reina viste aquí con la amplia falda o tontillo que recuerda al guardainfante del siglo XVII; adaptación, por otra parte, de los vestidos a la moda francesa de ese período, que dejaron de vestirse con la Revolución Francesa. También a la manera francesa es el espectacular tocado que cubre su cabeza, la escofieta de gasas y plumas adornada aquí con cintas de brillantes, como el resto del vestido. La reina, en pie, apoya su mano derecha sobre la mesa cubierta con el manto real de púrpura y armiño, en el que descansa la corona.

El aspecto amable y sonriente de la soberana es característico de los retratos que Goya hizo de ella, como también de los del rey, lo que simboliza en sus efigies la idea del Buen Gobierno, porque los monarcas debían ser afables con su pueblo y ser como padres para sus súbditos. En esta ocasión, Goya ha elaborado una obra de técnica muy rica y elaborada, con una pintura que cubre por completo la preparación rojiza del lienzo, que sólo aparece aquí en determinadas zonas, sirviendo por ejemplo de contorno al modelado de los brazos. Por otra parte, el estudio de la luz es magistral, incidiendo con mayor o menor intensidad según cae sobre la figura desde el potente foco situado fuera del ángulo superior izquierdo. La iluminación es directa y fuerte sobre el rostro, cuya luminosidad viene realzada también por la manteleta de gasa blanca sobre los hombros y el pecho, que dirige la mirada del espectador precisamente hasta su mirada, mientras que el artista va dejando en sombra la gran falda. El sentido geométrico de la composición, con el que Goya sitúa la figura en el espacio, se aprecia en la estructura perfecta de las formas, como el modo en que está construido el tontillo, en el que incluso se evidencia la rígida armadura que procura su especial diseño.

El cuadro ha mantenido hasta nuestros días la perfecta conservación de los ricos empastes, que han conservado todo su relieve y con ello procuran aún la sutil distribución de la luz pensada por Goya. Al desaparecer con la limpieza la gruesa capa de barnices amarillentos, se ha recuperado la belleza del colorido y sus gradaciones e intensidades, como en las telas o en la delicadeza de las carnaciones. Goya demuestra aquí su capacidad para representar la realidad, todas las materias, sedas, oros, joyas, etcétera, en una de las obras de mayor modernidad en la variedad y abstracción de las pinceladas. El trabajo de restauración, además de recuperar la luz y colorido originales, ha puesto de manifiesto una vez más la técnica de Goya y el modo de ejecución de sus pinturas.

 

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