X PREMIO DE LA HORNACINA. OPINIÓN DEL EXPERTO

Pedro Jaime Moreno de Soto (25/02/2015)


 

 

PRESENTACIÓN

Quisiera comenzar estas líneas felicitando encarecidamente a los responsables de La Hornacina, un portal web que a lo largo de los últimos años se ha ganado un reconocimiento y merecido prestigio dentro del ámbito cultural. Deben ser por tanto estas primeras palabras para ensalzar a sus máximos responsables, Sergio Cabaco y Jesús Abades, por su perseverancia en el empeño y su constante dedicación.

Me corresponde además manifestarles mi gratitud por haber tenido a bien contar conmigo para participar en el X Premio La Hornacina de escultura religiosa, y en el I Premio La Hornacina sobre pintura religiosa. Es un inmenso placer colaborar dando mi opinión, a la par que una tremenda responsabilidad y una comprometida tarea, dada la diversidad de formatos, estilos y técnicas, y a la relevancia y enorme calidad que atesoran las obras que concurren a sendos premios, lo que no hace más que relativizar las valoraciones emitidas.

No quisiera dejar pasar la ocasión sin felicitar también a los artistas que durante el pasado año 2015 finalizaron las obras que se encuentran seleccionadas para la ocasión. Mi más sincera enhorabuena, porque gracias a ustedes continúa vigente y con notable pujanza toda la tradición de imaginería religiosa, tan cara en nuestra tierra, y se abre a los nuevos horizontes de las corrientes estilísticas contemporáneas.

 

 

X PREMIO LA HORNACINA. ESCULTURA

El trance selectivo ha resultado complejo sin duda, ya que son muchas las esculturas que, sin menoscabo de las restantes, han despertado mi atención, por su incuestionable cualificación técnica, formal y por su originalidad.

 

 

Junto a la escultura elegida, de la que trataremos más abajo, quisiera enfatizar otra serie de obras como la portentosa interpretación del Nazareno, que bajo la advocación de Nuestro Padre Jesús de la Caridad (n.º 20), ha ejecutado el escultor Manuel Martín Nieto para la localidad de Calatayud. La obra, tallada y policromada en su totalidad, muestra una pose y potencia plástica extraordinaria. Resulta valiente en el volumen, con el que busca la rotunda plasticidad de los contrastes. La vocación por el modelado pronunciado del autor, le lleva a ejecutar una abultada cabeza que ofrece un registro técnico excelente. A esta sensación contribuye la cabellera voluminosa, de gruesas guedejas, con ritmos curvos y entrelazados. El destacado claroscuro de los mechones que penden adelantados del resto, agudiza la concentración expresiva en el rostro, duro y de acentuadas facciones, con pómulos muy marcados y boca entreabierta de labios carnosos. Junto a la intensidad expresiva de sus gesticulantes manos, una de las notas definitorias de esta obra quizás sea su mirada, penetrante y severa, que se acentúa por un ceñido entrecejo de gruesas cejas que revela la pesadez de la carga. Mediante esta gestual dramatización, de vivo impacto emocional y fuerza comunicativa, la obra interpela de manera directa al espectador, reforzando el efecto emocional que activa los resortes empáticos y el consiguiente sentimiento de compasión. Con ello, lo divino y trascendente se hace asequible, se muestra como una realidad próxima, corpórea y tangible, que le confiere a la obra un matiz muy humano, ascético y ejemplarizante, y favorece el aprendizaje moral del devoto, que se identifica con el propio Cristo sufriente. Es, sin duda, una imagen de patente creatividad, atrevida innovación y fuerte personalidad, que denota un claro dominio de la técnica y la consolidación de una trayectoria artística.

 

 

Quisiera también hacer alusión al Cristo yacente (n.º 50), que el joven escultor astigitano Francis Arredondo ha creado para la Cofradía del Santo Entierro del municipio mexicano de Metepec. La que al parecer es su primera creación de envergadura, resulta una obra heterodoxa, erosiva y valiente, de enjundia y contundencia emocional, alejada del adocenado convencionalismo que, en ocasiones, ronda la creación de inspiración neobarroca y realista. Esta sobrecogedora e impactante efigie parece obra por la que hubieran pasado los siglos. Se ciñe al tipo iconográfico convencional y a unos códigos expresivos que, por momentos, recuerdan a aquellas imágenes de los siglos bajomedievales, revalorizadas en su devoción durante la Edad Moderna, o a aquella otras realizadas en pasta de madera y telas encoladas a finales del siglo XVI y principios del XVII, donde la cualidad que más se valoraba no era tanto su belleza o perfección artística, como su aspecto singular y devoto. Qué duda cabe que su expresividad y profundo patetismo excita el ánimo del espectador. Nos muestra una imagen que por momentos deviene en macabra, dominada por la muerte que ya no ronda sino corroe, con un cuerpo de anatomía huesuda, rígida y esquemática, seco de composición, casi deformado, con las heridas abiertas hasta los huesos, regueros de sangre reseca y ennegrecida, y una gruesa soga que sujeta el acartonado perizoma. La anatomía se aboceta en busca de la limpieza de los volúmenes, como se puede apreciar en su torso, apenas trabajado en la talla de las costillas, o en la extremada rigidez de sus brazos. Especialmente llamativo es lo patético del rictus, con un rostro desencajado por el dolor, de ojos entornados pero abiertos, probablemente tallados en la propia madera, y barba embotada donde el material lignario y el óleo se confunden. Pese a mostrar un carácter retardatario y arcaizante, nos encontramos ante una talla cargada de recursos expresivos donde adquiere especial protagonismo la policromía, exageradamente sanguinolenta por exigencia del encargo, en consonancia con el sentido dramático que impone la devoción mexicana. Con ella acentúa volúmenes y perfiles e intensificaba el sentido efectista, descriptivo y pictórico de la imagen y a la postre, se convierte en recurso expresivo que capta la atención del espectador.

 

 

 

Otras dos creaciones que desearía destacar, giran en torno a la representación de Cristo despojado. Una de ellas, del escultor ciezano Antonio Jesús Yuste Navarro, es la de Jesús del Amor y Caridad Despojado de sus Vestiduras (n.º 11), de la Cofradía de Santa María Magdalena de Blanca (Murcia). Una escultura de calado psicológico y emocional que parece emancipada del episodio evangélico para ofrecer una versión espiritualizada y simbólica que compendia, resume y actualiza la meditación sobre el misterio pasionista completo del drama de la Redención. Con ello se ha derivado en una representación mística, no tanto histórica, para ponerse al servicio de una reflexión teológica y moral más profunda, no meramente narrativa. La otra es el Santísimo Cristo de las Penas Despojado de sus Vestiduras (n.º 12), obra tallada por José María Molina Palazón para la Hermandad del Silencio de La Ñora (Murcia). Con independencia de la indudable maestría mostrada por el artista y la incorporación de recursos técnicos muy sugerentes, en esta ocasión quisiera destacar el esfuerzo que ha realizado el artista por incorporar aspectos innovadores e interpretativos, en un intento de conciliación entre la tradición, la investigación histórica y una más que posible influencia cinematográfica. En este sentido, cabe señalar que los Evangelios son muy parcos en la descripción de los aprestos para la crucifixión, de manera que el origen de las escenas previas al suplicio habría que rastrearlos en el Teatro de los Misterios, donde la exégesis del imaginario medieval se encargó de completar el cruento relato de la escena. Paralelamente, los místicos desarrollaron visiones macabras sobre el momento en que Jesús fue despojado de sus vestiduras. Esta escasa apoyatura textual, tanto apócrifa como canónica, ha permitido crear al escultor un original y poliédrico universo iconográfico cargado de simbolismos y detalles contextuales, quizás un tanto anecdóticos, en el que se amalgaman distintos elementos alegóricos, algunos de carácter narrativo ajustados a los pasajes evangélicos, para contextualizar la figura individualizada de un Cristo, de corpulenta rusticidad, que se erige resignado en compendio simbólico de profunda significación teológica. En este contexto narrativo es el patibulum el que determina la composición, marcando la exacta orientación de la imagen de Jesús, en la visión resignada y escalofriante ante la inminencia del martirio. Junto al aparatoso pileus y el mencionado patibulum, en la escena vemos aparecer algunos atributos de la Pasión recogidos en una cesta, tales como las tenazas, la esponja, el martillo o el flagrum, y sobre un abandonado y maltrecho stipes los clavos y el titulus crucis. Qué duda cabe que el artista ha creado un conjunto original y novedoso, sin dependencias iconográficas con otros modelos homónimos conocidos.

 

 
     
     
 

 

Por último, sucintamente quisiera reparar en otras obras que han llamado mi atención. Una de ellas es el Santo Ángel de Pasión (n.º 2), que el escultor alicantino Ramón Cuenca ha creado para la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno del municipio murciano de Lorquí. Se trata de una acertada interpretación infantil de rechoncha talla, con un tratamiento suave de las formas, carnes blandas, vientre abultado y caderas con rebosamientos de pliegues, que contrastan con el movimiento y juego de diagonales, el tratamiento de los paños de ritmos quebradizos y la volumetría angulosa de los pliegues del drapeado. Incluimos en este breve elenco al Buen Pastor (n.º 4) de marfil, que la artista sevillana Lourdes Hernández Milano ha realizado para un coleccionista canadiense. La complejidad de la talla en la exótica materia ebúrnea para replicar los modelos indoeuropeos del siglo XVII, sin duda merece ser destacada. También incluimos en este apartado la imagen de Nuestro Padre Jesús de la Salud (n.º 21), que ha tallado la escultora utrerana Encarnación Hurtado para la comunidad parroquial de la Virgen Milagrosa y San Damasco Papa del templo del barrio malagueño del Molinillo. Una creación de raigambre clásica donde se hace patente, con extraordinaria calidad, lo mejor del barroco sevillano puesto de manifiesto, en cotas máximas de perfección en los códigos formales del universo creativo roldanesco. También destacaría la grácil y bella dolorosa que, bajo la advocación de María Santísima de la Misericordia (n.º 21), han ejecutado Ángel Pantoja y Ana Rey para la iglesia parroquial de San Claudio de León. Obra hiperrealista de técnica depurada, en la que la expresión dolorosa resulta compatible con la belleza de su rostro. En sus manos el escultor intimó la expresión en una concentración de recursos técnicos y una economía de medios narrativos, que raya el virtuosismo, hasta tal punto que parece barro u otra materia dúctil lo que es madera tallada.

 

 

Y llegados a este punto, dado que se impone el compromiso de elegir tan solo una de las obras, en esta ocasión me he decantado por el Cristo de la Misericordia (n.º 7) que José María Ruiz Montes ha realizado para el templo malagueño de San Miguel de Miramar. Se trata de una imagen de profunda unción religiosa, hondura espiritual e intensidad emotiva, en la que el artista se ha volcado en la sublimación de las emociones interiores y el culto a la belleza. Todo ello da como resultado la configuración de una poética muy personal. En dicha obra se concilian en feliz maridaje los principios clásicos de la escultura barroca, que se adentra en el naturalismo más acendrado, con soluciones formales y conceptuales propias de la escultura contemporánea que las reinterpretan. Una obra ejecutada con gran maestría, en la que la calidad del impecable modelado y la depurada técnica son indudables, y en la que destacan su equilibrada composición y proporciones, el concepto del desnudo, monumental y clásico, su gramática corporal y el exquisito acabado. La escultura muestra un refinado sentido de la belleza, que palpita en la plenitud de una anatomía muy conseguida, con la elegancia gestual de un tipo físico un tanto idealizado, ensimismado y casi ausente, y la sofisticación de un canon levemente estilizado. En ella no hay lugar para lo dramático o retórico, ni para el exceso emotivo en el sufrimiento o los detalles superfluos que puedan desviar la atención. Pese al momento trágico representado, sintetizado en los instantes previos a la expiración, no hay crispación en el dolor que pudiera restarle gravedad y nobleza. Ni siquiera pierde la frontalidad de la composición, prácticamente simétrica, con el efectista giro de la cabeza que, en un gesto de teatralidad verdaderamente emocionante, se inclina hacia la izquierda con una imponente escorzo que tensiona los músculos del cuello. La cruz está concebida con la existencia de un suppedaneum, lo que hace que la escultura adopte un leve contrapposto que le confiere una solemne y majestuosa apostura de raigambre clásica, que se atempera para ganar en frontalidad, en una contraposición de ritmos que describe una sutilísima y sinuosa línea serpentinata. La erguida figura reparte equilibradamente el juego de ritmos y tensiones derivados del contraste entre la carga firme del peso sobre la pierna de apoyo, en tensión, y la pierna derecha, levemente flexionada, más relajada y ligeramente adelantada. Este sentido idealizado de las formas y la expresión plástica se perciben incluso cuando el escultor se apresta al pormenor descriptivo y le confiere a la obra un cariz intensamente naturalista, lo que hace sin llegar a la estridencia, según se aprecia en la representación de las tensiones corporales y las consecuencias del escarnio que se aprecian en el tórax o en las inflamaciones venosas y arteriales de las extremidades. A la contemplación de los volúmenes limpios de la anatomía contribuye la pérdida de protagonismo del perizoma. Se ha simplificado hasta quedar reducido a una simple tela de sencillos y amplios plegados que, sin embargo, se vuelven un tanto rotundos y varados en el lazo. El paño se ciñe con una cuerda que deja al descubierto una de las caderas, lo que permite que el tronco, a través de la prominencia muscular de la zona abdominal baja, donde el pliegue inguinal crea un marcado trazo, tenga continuidad hasta los muslos. Con este recurso el escultor pudo definir la silueta del desnudo, dibujando la característica forma de huso entre la cintura y las rodillas. Resulta encomiable también el contraste de las formas blandas del cuerpo y los suaves planos de las facciones, con el curvilíneo tratamiento del cabello, de guedejas esbozadas a golpes de gubia dibujando sinuosas ondas, y el pormenorizado rizo de una barba que se ultima con un atinado y valiente peleteado, que se funde con la encarnadura potenciando sus valores pictóricos. El rostro, de gran belleza y dulzura, parece sosegado y con una serena resignación, casi evasiva y melancólica, marcada por el dolor. Con intencionalidad dramática el escultor agudizó la concentración expresiva en la mirada perdida de unos ojos un tanto rehundidos en la oquedad ocular, y en la boca, de la que entresaca la lengua en expresión de hastío. La obra adquiere su definitiva dimensión de recursos y emociones con una acertada policromía, que no cae en detalles banales o en exageradas distracciones como la recurrencia al exceso de sangre. Su autor creó un audaz y sutil entramado de veladuras, trasparencias y pátinas, de diferentes tonalidades y texturas, que ofrecen un efecto difuso de impecable calidad que le confiere a la escultura un cariz muy emotivo cargado de matices. Se trata pues de una obra con fuerte impacto emotivo y potencial narrativo, que no requiere de mayor alegoría, a la que se puede augurar un importante éxito devocional y que, sin duda, marcará algunas claves sobre la nueva senda emocional de la producción religiosa contemporánea.

 

 

I PREMIO LA HORNACINA. PINTURA

Pese a la deriva regresiva que se pudiera presuponer a la pintura figurativa religiosa contemporánea, la pujanza y calidad de las obras y los artistas que se han concitado en este I Premio La Hornacina ponen en entredicho cualquier augurio funesto. En su mayoría son obras propiciadas por el mundo cofrade, donde predomina la producción de carteles conmemorativos.

 

 

Dentro de este apartado me gustaría destacar el preciosismo, casi escultórico y de platero, plasmado por Jonathan Sánchez Aguilera, en el cartel concebido a modo de tríptico para la Coronación Canónica de la Virgen del Carmen del Santo Ángel de Sevilla. En la obra se concitan en acertada síntesis las corrientes renacentistas de origen flamenca, en su virtuosismo, e italiana, en cuanto al concepto clasicista, para dar como resultado un estilo muy personal.

 

 

En las antípodas de la técnica se presenta la obra de Antonio Díaz Arnido, con una pincelada suelta, rica en matices y texturas, y un dibujo que por momentos se vuelve abocetado, en obras como la portada para la publicación extraordinaria que la Hermandad de la Hiniesta de Sevilla editó con motivo del CDL Aniversario de sus Primeras Reglas como corporación penitencial; el cartel anunciador de la estación de penitencia de la Hermandad malacitana de la Humildad; y el del centenario de la llegada de la talla del Cristo atado a la columna de la localidad onubense de Hinojos.

 

 

En este apartado también tiene resonancia el cartel anunciador de los actos conmemorativos del 450º Aniversario Fundacional de la Cofradía gaditana de la Vera Cruz, que ha realizado Nuria Barrera Bellido. Una creación sugerente y enigmática de atmosfera muy expresiva y volátil en la que predominan los contrastes de color y los efectos técnicos.

 

 

Al margen de este género quisiera ponderar la composición que ha creado Raúl Berzosa para el techo de palio del mediático paso de la Sacra Conversación de la Cofradía sevillana de Nuestra Señora del Sol. En ella se aprecia la perfecta integración de las distintas artes que lo componen, que llegan a fusionarse para crear, al más puro estilo de las pinturas al fresco del barroco pleno, una magna composición de espacios y líneas de fuga que marcan el rompimiento de gloria. El autor ha creado una sabia composición, tremendamente efectista, de gran luminosidad, un rigor en el dibujo inapelable y una justa ponderación de gamas cromáticas.

 

 

Finalmente, contamos con varias obras de Manuel Peña Suárez en las que el arista hace gala de su personalísimo estilo, fusionando la corriente hiperrealista, que por momentos alcanza cotas de perfección, con el cariz antiguo que le confiere las técnicas del dorado y estofado que utiliza. Nos referimos a los retratos de las veneradas imágenes de Nuestra Señora del Rocío y Nuestra Señora de Valme. Capítulo aparte merecen dos cuadros en pastel sobre tabla que forman parte de la decoración pictórica de la capilla de la Santa Cruz de Abajo del municipio de Berrocal (Huelva). En ellos se representa el Bautismo de Cristo y Santa Elena ante el triunfo de la Cruz. Son obras de gran prolijidad colorista dentro de su marcada senda hiperrealista, a las que les ha insuflado una alta dosis de sensualidad.

 

 

Precisamente en este apartado de pintura quisiera distinguir como obra elegida la primera de las pinturas concebidas por Peña para la capilla de la localidad onubense, el Bautismo de Cristo, en la que el componente estético, sensorial y comunicador se acentúa de manera especial. En la representación de ambos personajes bíblicos el artista no se ha plegado a los conceptos de belleza tradicionales que subliman y sacralizan la escena. Ha preferido flexibilizar la imperante subordinación a los modelos clásicos para recrear otros ideales creativos, conceptuales y estéticos, con un cariz intencionadamente pseudomorboso y homoerótico. En definitiva, una obra casi secularizada, que ha perdido gran parte de la convencional carga espiritual que le era inmanente, con una poética de gran lirismo, que se adentra en las raíces de la iconografía cristiana, pero con un contundente espíritu renovador.

 

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