EL GUSTO FRANCÉS Y SU PRESENCIA EN ESPAÑA (SIGLOS XVII-XIX)

10/02/2022


 

 
 

Copa Segundo Imperio (detalle)

Louis-Valentin-Elias Robert
Segunda mitad del siglo XIX
Colección BBVA (Madrid)
Foto: David Mecha

 

Presentación

La exposición El gusto francés y su presencia en España (siglos XVII-XIX) aborda las principales vías de penetración del gusto francés en España a través del testimonio de más de cien obras elaboradas entre los siglos XVII y XIX que todavía se conservan en nuestro patrimonio.

Este proceso de transferencia, culturización y mestizaje se analiza cronológica y temáticamente a lo largo de las once salas en que se ha dividido la muestra. En las iniciales se aborda la llegada de las primeras piezas galas durante el reinado de Carlos II, último de los Habsburgo españoles, así como la edad de oro de la pintura de ese período. En las siguientes se trata la consolidación del gusto francés durante el gobierno de los Borbones -con especial incidencia en los reinados de Felipe V, Carlos IV e Isabel II-, y en las últimas se examina la decadencia de su monopolio hacia 1870, cuando España ya se había convertido en un modelo romántico a seguir.

A mediados del siglo XVII Francia inició su imparable conquista cultural de Europa, que encontró en España uno de sus escenarios más privilegiados. En las centurias siguientes, la proyección del esplendor, la sociabilidad y el "savoir-vivre" franceses se fue extendiendo de manera progresiva, aunque desigual, desde la corte hacia los diversos ámbitos de nuestra cultura visual y material.

El gusto francés y su presencia en España (siglos XVII-XIX) rinde homenaje a los algo más de doscientos años en que "lo francés" fue sinónimo no solo de clasicismo en las artes sino sobre todo de distinción, magnificencia y elegancia extrema en el adorno y el vestir de los espacios y sus habitantes.

A través de numerosas pinturas (45), dibujos (16), esculturas (8), piezas de artes suntuarias y decorativas (31) y objetos de uso cotidiano, la exposición pretende adentrarse en la evolución del gusto francés en nuestro país, hasta el momento solo estudiado de forma puntual.

Este proyecto es el resultado de una profunda labor de investigación, que ha permitido sacar a la luz obras que hasta ahora se daban por desaparecidas, realizar nuevas atribuciones y restaurar un buen número de las piezas presentadas. La exposición cuenta con el apoyo de importantes instituciones españolas como la Biblioteca Nacional de España, el Museo de Bellas Artes de Bilbao, el Museo Nacional del Prado, el Museo Nacional Thyssen Bornemisza, el Museo del Romanticismo, el Museo de Artes Decorativas o Patrimonio Nacional, así como de destacadas colecciones particulares, cuyas obras se presentan por primera vez en una muestra. 

La exposición se puede visitar desde mañana viernes, 11 de febrero, al 8 de mayo de 2022 en la Sala Recoletos de la Fundación Mapfre (Paseo de Recoletos 23, Madrid) dentro del siguiente horario: lunes (excepto festivos) de 14:00 a 20:00 horas; martes a sábados, de 11:00 a 20:00 horas; domingos y festivos, de 11:00 a 19:00 horas.

 

 
 

Retrato ecuestre del Delfín de Francia a los tres años

Jean Nocret
1665
Colección particular
Foto: Joaquín Cortés

 

Las relaciones difíciles: retratos, intercambios y regalos. Coleccionismo e influencia francesa

A lo largo del siglo XVII, conocido en Francia como el Grand Siècle, la Península Ibérica fue un destino poco frecuentado por los artistas galos -a diferencia de Italia- debido a las hostilidades políticas que mantuvieron ambas naciones.

Las sucesivas alianzas matrimoniales entre las casas reales de Borbón y Austria facilitaron el intercambio de retratos y presentes diplomáticos, pero fueron muy pocos los pintores del país vecino que, como Claude Vignon, cruzaron los Pirineos. El doble enlace en 1615 entre Luis XIII y Ana de Austria, y entre el hermano de esta, Felipe IV y la francesa Isabel de Borbón, no impidieron que Francia declarara la guerra a España en 1635.

Durante la segunda mitad del siglo, Luis XIV arrebató a España el puesto de primera potencia europea e inició una progresiva e imparable conquista política y cultural del continente. En 1659, el Tratado de los Pirineos puso fin a la guerra de los Treinta Años e impuso una paz duradera que se selló con la boda del monarca francés y la infanta María Teresa de Austria, hija del rey español Felipe IV, unión que escenificó la reconciliación entre las dos naciones. De los seis hijos habidos del matrimonio solo sobrevivió el Delfín de Francia, cuyos retratos evidencian el retorno a un clasicismo inspirado en la Antigüedad.

El cuarto enlace real, celebrado en 1679 entre Carlos II y María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV, propició la llegada al Alcázar madrileño de nuevos retratos y regalos diplomáticos, como el San Juan Bautista de Pierre Mignard, presente en esta exposición, que Felipe de Orleans regaló a su yerno el rey de España.

Durante el siglo XVII los largos conflictos bélicos y las tensas relaciones con París dificultaron la llegada a la Península Ibérica de pinturas francesas. Algunas consiguieron cruzar la frontera como regalos o intercambios diplomáticos, mientras que otras arribaron a España vía Roma, capital por entonces de las artes y en la que se había establecido un número considerable de artistas franceses. Allí se adquirieron obras de pintores como Nicolas Poussin o Claudio de Lorena, cuyos lienzos pasaron a las colecciones españolas por su condición de intérpretes de la lección italiana.

Mientras tanto, en París, las décadas de 1630 y 1640 configuraron una edad de oro de la pintura francesa. Simon Vouet dominó un panorama artístico renovado y clasicista que promovía un lenguaje sobrio, armonioso y depurado. Bajo estos presupuestos estéticos se fundó en 1648 la Real Academia de Pintura y Escultura, que impuso durante el reinado de Luis XIV la primacía de un arte clásico, elegante y erudito. A partir de 1660 Francia gozará de una estabilidad interna y de una reforzada posición exterior que el soberano absolutista asociará a su propia persona. Las artes, en consecuencia, se pondrán al servicio del Rey Sol para ilustrar su poder y magnificencia bajo la supervisión del primer pintor del rey, Charles Le Brun.

En la centuria siguiente, Francia seguirá sentando las bases de su identidad estética con pintores como François Boucher o Jean-Marc Nattier, principales artífices de la imagen de Luis XV. Muchas de las obras e importantes dibujos de este período no arribaron a España en el momento de su concepción, sino en los siglos posteriores.  

 

 
 

Reloj de la Fuerza y la Prudencia

François-Louis Godon y Joseph Coteau
Hacia 1795-1800
Palacio Real de Madrid
Foto: Patrimonio Nacional

 

Llegada de artistas a la España de los borbones. Carlos IV, la explosión del gusto por lo francés

Si en los últimos años del siglo XVII se imponía en el ámbito artístico la victoria del arte francés sobre la tradición española, en el ámbito político el Rey Sol lograría de igual modo su objetivo. Carlos II, el último de los Austrias españoles, fallecía en Madrid el 1 de noviembre de 1700 habiendo nombrado en su testamento al nieto de Luis XIV, el duque de Anjou, heredero al trono. En 1715 accedía a él como Felipe V y se instauraba así en España una nueva dinastía de origen francés, la casa de Borbón.

Durante su reinado, Felipe V quiso transponer aquí los modelos cortesanos que en materia de decoración, etiqueta y "comodidad a la francesa" había conocido en Versalles. Además de los suntuosos objetos que recibió en herencia (conocidos como las Alhajas o Tesoro del Delfín), el soberano encargó un gran número de elementos ornamentales y de mobiliario a artesanos parisinos, con los que embelleció los Reales Sitios. A su acondicionamiento contribuyeron también artistas franceses que viajaron a España, como el arquitecto René Carlier, los escultores René Frémin y Robert Michel o el jardinero Étienne Boutelou. La atracción por lo francés experimentó así un impulso determinante en los ambientes cortesanos.

Desde su llegada al trono, a Felipe V le preocupó, por otra parte, la ausencia en Madrid de un retratista de su agrado. Terminada la guerra de Sucesión, logró atraer a su corte a un pintor francés de renombre, Michel-Ange Houasse, cuyos retratos no colmaron sin embargo sus expectativas. El artífice de la imagen oficial del soberano sería un segundo pintor galo, Jean Ranc, que a su muerte sería sustituido por Louis-Michel Van Loo.

Durante la segunda mitad del reinado de Felipe V y los sucesivos gobiernos de sus hijos, Fernando VI y Carlos III, la corte española viró hacia modelos italianos, y se fue diluyendo progresivamente el propósito inicial de imponer el referente francés en los ámbitos institucional y artístico.

Con la subida al trono de Carlos IV a finales de 1788 la corte se españolizó. Así, la gran mayoría de puestos vinculados con las artes los colmaron arquitectos, pintores y escultores nacionales formados en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En paralelo, sin embargo, los marcados y refinados gustos del monarca, su búsqueda de la exquisitez y su pasión coleccionista determinaron la introducción de una gran variedad de objetos suntuosos de origen galo junto a las últimas tendencias del arte francés, que empezaba entonces a tomar la delantera a Roma. Llegaron así del país vecino, para adornar las residencias reales, lujosas porcelanas, elaboradas mesas, sedas lionesas, braseros de bronce "all'antica" e importantes relojes. El soberano, muy aficionado a estos últimos, contó con un relojero de cámara francés, François-Louis Godon, quien le proveía de piezas realmente sobresalientes.

El proyecto decorativo más importante del reinado de Carlos IV fue el Gabinete de Platino de la Real Casa del Labrador en Aranjuez, audaz y temprano ejemplo del estilo Imperio francés. Obra del arquitecto de Napoleón, Charles Percier, en su ejecución intervinieron los mejores ebanistas y broncistas parisinos, y su interior se decoró con cuadros de renombrados pintores galos.

 

 
 

Retrato del infante Carlos, futuro Carlos III

Michel-Ange-Houasse
1716
Colección particular
Foto: Fernando Maquieira

 

Revolución e Imperio. El lujo tiene nombre francés

El arte francés del período revolucionario e imperial se enmarca en una época en la que los paradigmas sociales de Francia y España se alejaron considerablemente. El estallido de la Revolución causó una conmoción en la Península Ibérica, que adoptó una política hostil hacia el nuevo régimen francés. La ejecución de Luis XVI a principios de 1793 dinamitó los mencionados Pactos de Familia y desencadenó el estallido de la Guerra de la Convención entre los antiguos aliados.

La firma del Tratado de Basilea en 1795 puso fin al conflicto y reanudó las relaciones fluidas, los intercambios artísticos y los proyectos decorativos "a la francesa" de Carlos IV. Durante el Consulado, el monarca español, en un gesto diplomático que buscaba congraciarse con su intimidante vecino, encargó a Jacques-Louis David el gran retrato ecuestre de "Bonaparte cruzando los Alpes" que guarda el Musée National des Châteaux de Malmaison et de Bois-Préau. Esta obra maestra hubiera supuesto el más importante testimonio conservado en España de la gran pintura francesa del período de no habérsela llevado consigo José Bonaparte. El efímero reinado de este no atrajo a la Península Ibérica a ningún artista francés de renombre ya que el monarca intruso, deseoso de conseguir la adhesión de sus súbditos, se rodeó de artistas locales.

Las piezas expuestas en El gusto francés y su presencia en España (siglos XVII-XIX) testimonian el curso vertiginoso de unos acontecimientos que en menos de tres décadas condujeron de un pacto de familia a la guerra de la Independencia, y de la Europa de los absolutismos a la de las naciones. Los retratos de sus principales protagonistas se exponen junto a escenas de género, trajes de la época y objetos mitográficos.

Con la llegada al trono de Felipe V arribaron a la corte española objetos suntuosos provenientes de su herencia o que celebraban enlaces con la casa real francesa, como el abanico conmemorativo del matrimonio de su hija María Teresa con el Delfín de Francia. En el ámbito gastronómico se introdujeron en paralelo los modos y modas de Versalles, lo que provocó la venida a Madrid de plateros galos, que ejecutaron notables servicios de mesa destinados a ornar los comedores reales y de las grandes casas nobiliarias.

En tiempos de Carlos IV, sus agentes adquirieron en París piezas de adorno para sus residencias de recreo: relojes, candelabros o guarniciones para chimeneas... encargos que mantuvo José I durante su reinado. Tras la Restauración, con Fernando VII en el trono, llegaron a la corte piezas de las manufacturas reales francesas, como la bella vajilla de paisajes que atesora el Palacio Real de Madrid, cuyas escenas de vistas están basadas en los grabados que ilustran los libros de viajes de Alexandre de Laborde. A la misma época corresponde la refinada cristalería llamada "de los caramelos", decorada con cristales tallados a modo de cabujones.

Durante el reinado de Isabel II seguirá extendiéndose por España el gusto francés, que se concretará en nuevas tendencias decorativas. Manufacturas tradicionales como la del broncista Thomire, artífice del estilo Imperio, adaptarán su lenguaje a las nuevas modas, como evidencia la elegante compotera fabricada el año de la boda de la reina. De las más renombradas casas parisinas llegarán piezas de platería a los comercios de la zona de la Puerta del Sol, entre los que destacará el de Jean-François Mellerio, que en 1848 abrió una sucursal de la histórica joyería familiar en la calle Espoz y Mina. Allí compró la soberana varios aguamaniles, como el espléndido ejemplar que regaló con motivo del bautismo en palacio del infante don Francisco de Borbón, obra de estilo historicista realizada por la casa parisina Crosville y Glachant. La soberana también obsequió con piezas francesas a diversas autoridades, instituciones e iglesias de los distintos territorios del reino. Se expone aquí el bello cáliz de Louis Bachelet que en 1865 donó a la iglesia de Zarauz, donde todavía se conserva.

Mientras que una parte de la aristocracia adquiría en los establecimientos madrileños piezas francesas para decorar sus palacetes, otros lo hicieron directamente en Francia como el duque de Medinaceli, embajador de la corte española en París, que encargó un suntuoso adorno de mesa compuesto por más de treinta piezas de plata al orfebre François-Desiré Froment-Meurice, de las que en El gusto francés y su presencia en España (siglos XVII-XIX) se exhibe un refinado frutero con decoración alegórica. 

 

 
 

María Luisa de Borbón-Parma y su hijo, el infante Francisco de Paula en los jardines de Aranjuez

Joseph-Marie Bouton
1805
Miniatura
Colección Abelló
Foto: Joaquín Cortés

 

Interiores al gusto galo. Retratarse a la francesa

Desde la segunda mitad del siglo XVII Francia estableció los cánones del gusto europeo. Junto a las pautas de cortesía, etiqueta y refinamiento, ejerció su dominio sobre los usos del vestir y la decoración de los espacios interiores, escenarios domésticos de la sociabilidad "a la francesa".

Los salones fueron los ambientes privilegiados para la celebración de reuniones, tertulias y conciertos. La presencia de instrumentos musicales indicaba la elevada formación y estatus social de la familia, ejemplificada aquí con una importante arpa de temprana decoración neogótica fabricada en 1810 por la exclusiva casa parisina Erard. La relevancia de la música en la sociedad decimonónica se concretó asimismo en la presencia ornamental de bustos de compositores, como el de Charles Gounod que Jean-Baptiste Carpeaux modeló en barro cocido. En la ecléctica y ostentosa decoración del Segundo Imperio, estas piezas convivieron con otras exuberantes como el candelabro con forma de león rampante inspirado en la porcelana japonesa.

En la nueva cultura de las apariencias asentada desde el siglo XVIII, el tocador se impuso como el mueble de aseo con el que prepararse para actuar en el teatro del mundo. Los viajeros utilizaron como "ajuar de camino" tocadores portátiles, cuyos estuches, realizados con ricos materiales, preservaban los útiles de aseo.

En otra vertiente de la intimidad, el erotismo y la sensualidad que dominó una de las corrientes de la pintura cortesana dieciochesca se trasladó, con el mismo carácter de secretismo, de las paredes de los gabinetes privados a los libros prohibidos y a algunos objetos cotidianos, como las cajitas con compartimentos ocultos o los relojes de bolsillo. Se expone aquí uno de la casa Breguet et Fils que, bajo su refinada tapa cincelada, esconde una explícita escena sexual.

Las colgaduras y sederías lionesas (como las de Camille Pernon) que vistieron los interiores dieciochescos fueron sustituidas en el siglo XIX por los papeles pintados manufacturados, que seguían simbolizando la distinción, pero a precios más asequibles. Una de las tipologías más exclusivas fueron los papeles panorámicos como Les Jardins français, donde los personajes vestidos a la moda del Romanticismo pasean y se divierten en un pintoresco jardín. La cultura material del llamado "savoir-vivre" francés pervivió en las vidrieras, que traspasaron los espacios sagrados medievales para iluminar edificios civiles. Desde finales de la centuria, las obras producidas en el taller madrileño de Mauméjean dotaron de un sentido de distinción, prestigio y modernidad "a la francesa" a numerosos espacios residenciales.

Por otro lado, a lo largo del siglo XIX, el género del retrato, históricamente despreciado por la jerarquía académica, superó los códigos tradicionales de representación y adaptó sus formas a la creciente demanda (pública y privada) de una clientela más amplia, imponiéndose como el género moderno por excelencia. El retrato se asentó como una eficaz herramienta de configuración identitaria de los efigiados que, mediante su imagen pintada o esculpida, buscaron afianzar su posición -ya fuera la social, la política o la intelectual- en contextos y escenarios distintos.

En paralelo, con el ocaso del Grand Tour -apodo del viaje que acostumbraban a realizar como parte de su formación jóvenes de la nobleza europea, especialmente entre mediados del XVIII y principios del siglo XIX. El destino prioritario de este viaje era Italia y el encuentro con el arte de la Antigüedad-, el eje de la elegancia se desplazó de Italia a París. Retratarse en la capital francesa constituyó durante todo el XIX un signo de distinción para la alta sociedad europea. Algunos eligieron encargar sus retratos a escultores, y otros optaron por pintores que los efigiaran en miniatura.

En el campo de la pintura monumental destaca el retrato ecuestre de Eugenia de Montijo, que enfatizó su condición de española cuatro años antes de convertirse en emperatriz de los franceses por su matrimonio con Napoleón III. En El gusto francés y su presencia en España (siglos XVII-XIX), su retrato aparece flanqueado por dos obras que atestiguan el gusto artístico de la aristócrata: el bello jarrón de mármol rosado y bronce que remite al estilo decorativo que se puso de moda durante el Segundo Imperio francés, y la escultura titulada "La noche", obra de Joseph-Michel-Ange Pollet, producto de un encargo realizado por la propia emperatriz. 

 

 
 

El duque de Montpensier con su familia en los jardines de San Telmo

Alfred Dehodencq
1853
Colección particular
Foto: Pablo Linés

 

La visión romántica de España. La corte paralela de los Montpensier

Desde la perspectiva francesa de la Ilustración, España encarnaba unos valores censurables que debían ser ignorados o combatidos. Cuando Italia perdió el cetro de férrea institutriz del gusto artístico y las guerras napoleónicas comprometieron los viajes de los franceses, la Península Ibérica se reveló para Francia como una especie de "nuevo Oriente" a la vez cercano y desconocido, que despertó el interés de unos primeros viajeros eruditos como Alexandre de Laborde. El escritor Chateaubriand aplaudió su iniciativa al afirmar que "solo faltaba por pintar España". El conocimiento directo del país como consecuencia de la guerra de la Independencia (1808-1814) y la expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis (1823) descubrió a los artistas franceses (antes que a los propios españoles) unos paisajes, monumentos, costumbres y tradiciones hasta entonces denostados, pero que se desvelaban ahora como profundamente subyugadores.

A esta primera ola de hispanofilia romántica, creadora de un imaginario costumbrista y pintoresco, le siguió una segunda en la década de 1860 que se esforzó por captar en mayor medida el "color local" de España. En paralelo, el escritor Jules Champfleury, abanderado de la corriente realista como la vía que debía seguir la pintura, puso en valor la austeridad de artistas franceses del pasado como los hermanos Le Nain (cuya obra se confundía entonces con la de otro pintor llamado Maître des Jeux) o Jean-Baptiste-Siméon Chardin. Siguiendo su ejemplo, los artistas modernos debían pintar la realidad circundante con la misma franqueza y sobriedad de que habían hecho gala sus antecesores, alejándose de los artificios académicos.

El 10 de octubre de 1846 se celebraron en Madrid las dobles bodas de la reina Isabel II con su primo Francisco de Asís, y de la hermana de Isabel, Luisa Fernanda, con el hijo menor del rey Luis Felipe de Francia, el duque de Montpensier, don Antonio de Orleans. Este, consciente de la importancia que las imágenes de promoción personal tenían para afianzar su prestigio, en su viaje a la Península Ibérica trajo en su comitiva, además de al escritor Alejandro Dumas, a dos reputados pintores franceses de su confianza, encargados de acometer un ciclo pictórico que reflejara los momentos clave de su llegada a Madrid y de las celebraciones que tuvieron lugar con motivo de las llamadas "bodas españolas".

El matrimonio Montpensier se instaló primero en Francia, país que abandonaron tras la revolución de 1848, que destronó a Luis Felipe, y tras pasar por varios destinos se establecieron finalmente en Sevilla. En dicha ciudad, que aunaba una sólida tradición con las bases necesarias para el progreso industrial, Antonio de Orleans asentó una pequeña corte andaluza de tintes franceses y ejerció un notable mecenazgo artístico. Sus sofisticados hábitos y la decoración de sus residencias palaciegas -especialmente suntuosa la del palacio de San Telmo-, pusieron de moda el "goût Montpensier" y fomentaron la aparición de un nuevo refinamiento, que se materializó en la aparición de residencias "a la francesa" y comercios de lujo en la ciudad. En paralelo, la presencia constante del matrimonio en los diversos escenarios de la vida sevillana, como corridas de toros, romerías o fiestas paganas y devotas, contribuyó a la consolidación de la identidad colectiva y al nacimiento del turismo. 

 

 
 

Vendedor de fruta en Sevilla

Jean-Baptiste Achille Zo
Hacia 1864
Colección BBVA (Madrid)
Foto: David Mecha

 

Epílogo. La vía de la modernidad a través de España

Frente al hispanismo de carácter pintoresco aplaudido en París por su captación del "color local", otros artistas franceses acometieron una búsqueda más profunda de la esencia española.

Fue el caso de Édouard Manet, quien, huyendo del escándalo que había provocado su "Olimpia" en el Salón de 1865, decidió emprender ese verano un viaje a España para contemplar en directo las obras del pintor sevillano Diego Velázquez. Manet había empezado a gestar su personal síntesis del estilo español unos años atrás, configurando una fórmula mediante la que traspasaba a la vida moderna la lección de los maestros del pasado. Un año antes de viajar a la Península Ibérica acometió en París uno de sus bodegones más españoles, su exquisito "Uvas e higos", deudor de la lección velazqueña, especialmente clara en la indefinición de planos y fondo y en la contraposición de negros y blancos.

Durante su estancia en España, Manet solo escribió una carta, que remitió desde su hotel en la Puerta del Sol a su amigo Henri Fantin-Latour, férreo admirador como él de la pintura de Velázquez y reivindicador del género del bodegón. Su delicadísimo "Jarrón de alhelíes blancos" se enmarca dentro de un realismo de corte intimista alejado de toda grandilocuencia. Transmite la quietud de las atmósferas contemplativas de pintores como Zurbarán o Chardin, enlaza con la deleitación en las texturas de la tradición de los maestros flamencos y holandeses, y remite a Velázquez en la indefinición del fondo ocre.

Un tercer amigo de ambos, Théodule-Augustin Ribot, emprendió el mismo camino y absorbió las lecciones de los grandes maestros del pasado, que reelaboró en una visión personal, alejada de los dictados del gusto artístico de su tiempo. Su "Armero" bebe claramente de la doble lección de Manet y del maestro del Siglo de Oro, José de Ribera. Como escribió a su muerte Marcel Fouquier, "Ribot […] es, por encima de todo, si se quiere, un Ribera, pero un Ribera francés".

 

 
 

Cristo muerto llorado por dos ángeles

Charles Le Brun
Hacia 1642-1645
Palacio Real de Aranjuez
Foto: Patrimonio Nacional

 

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