LA EVOLUCIÓN DE LA ESCULTURA DE CRISTO CRUCIFICADO EN ESPAÑA. GÓTICO

Sergio Cabaco y Jesús Abades


 

 

Procedente de Francia, donde apareció en el segundo tercio del siglo XII gracias a la figura del abad Suger de Saint-Denis, el arte gótico alcanzó en nuestro país un gran desarrollo. Las primeras manifestaciones hispanas surgieron a finales del siglo XII y, con propiedad, en el siglo XIII, alcanzando el estilo su plenitud en los siglos XIV y XV. En el caso concreto de la escultura, los inicios se encuentran en la decoración escultórica de las catedrales de Burgos y León, repitiéndose en ambas cánones franceses.

Frente al esquematismo inexpresivo del arte románico, la escultura gótica se acerca al naturalismo y a una estética basada más en la sensación que en la razón. Las figuras dejan de transmitir distanciamiento y majestad para mostrarse cercanas al fiel que las contempla. La graciosa curvatura sustituye a la rígida verticalidad, los severos y artificiosos plegados se ven reemplazados por una mayor libertad en el trazado de las vestiduras, y el hieratismo de los semblantes da paso a unos rostros dulces y humanos.

En los temas religiosos, predominantes también en este periodo, el Cristo crucificado y la Virgen con el Niño siguen siendo los principales protagonistas, aunque los temas hagiográficos, sobre todo los concernientes a los pasajes martiriales, adquieren igualmente una gran relevancia.

Conviene señalar que en España, hasta finales del siglo XIII, continúan perviviendo las formas románicas, algo que es perceptible en piezas como el Cristo del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, recientemente restaurado. Fechado en la segunda mitad de la centuria, conserva el sumario modelado del torso, típico del románico, y la corona real en lugar de la corona de espinas, habitual ésta última de la estatuaria gótica.

 

 

En líneas generales, el crucificado gótico se halla representado muerto y sufriente, aunque siguen realizándose figuras de Cristo vivo en el madero. Jesús aparece con la cabeza desplomada hacia el lado derecho y los ojos entreabiertos, mostrando un acusado rictus de dolor en el semblante. Tal y como sucedía en el arte románico, la mayoría de las piezas son labradas en madera policromada.

Al recrear a un hombre que padece en el madero, en lugar de una divinidad insensible a los tormentos, el artista gótico se preocupa en recrear los signos de la Pasión, a veces con bastante crudeza. Se insiste en destacar los regueros de sangre que manan del cuerpo del redentor y quedan remarcadas las cinco llagas de la Crucifixión, especialmente la del costado por considerarse lugar de nacimiento de la Iglesia tras el Concilio de Vienne. Este último detalle puede verse en obras como el Cristo de los Pobres del Monasterio de la Rábida, en Palos de la Frontera (Huelva), procedente de la Colegiata de Santa María del Campo de La Coruña.

Los pies se hallan sujetos por un solo clavo, empleándose la tosca cruz arbórea por encima de la lisa y pulimentada, con el fin de ganar en dramatismo y expresividad. Las líneas se quiebran, los brazos y las piernas se doblegan para hacer notar el peso del cuerpo, y los largos cabellos se organizan en guedejas lisas o suavemente onduladas, pegadas al cráneo por el sudor y la sangre del varón.

No son poco frecuentes en esta época la representación de crucificados imberbes, como por ejemplo el Cristo de la Capilla del Canónigo Cabrera, de la Catedral de Segovia.

 

 

En el siglo XIV, el arte de los talleres castellanos se propaga a otras zonas de la Península Ibérica, caso del País Vasco, Andalucía, Navarra -territorio en el que ya alcanzó un considerable auge en el siglo anterior- y, sobre todo, Cataluña, donde se manifiesta el gusto por la volumetría de los cuerpos y por la potencia de los ropajes mediante las creaciones de artistas como Pere Anglada, Bertran de Riquer o Jaume Cascalls.

La figura del crucificado alcanza la madurez estilística en dicha centuria, con obras basadas en las revelaciones de Santa Brígida de Suecia como el Cristo de San Felipe de Carmona (Sevilla), fechado en el primer tercio del XIV al igual que el Cristo del Subterráneo de Sevilla. Presenta los ojos cerrados, cabellera y barba modeladas mediante bucles, cabeza forzadamente ladeada hacia la derecha, silueta arqueada, piernas cruzadas en aspas y ancho sudario, anudado en la cadera derecha, que cae hasta las rodillas en quebrados pliegues; caracteres todos ellos típicos de las efigies medievales de la época y que también presentan otras obras como el Cristo de Ochánduri venerado en la Iglesia de la Concepción de la villa de Ochánduri (La Rioja), el sevillano Cristo del Millón, el Cristo de Lepanto de Barcelona o el Cristo de San Martín de Frómista que recibe culto en el templo homónimo de Frómista (Palencia), aunque en estos dos últimos casos también perviven grafismos propios del románico tanto en la cabellera como en el abocetado estudio anatómico.

Mención especial merece el famoso Cristo de Burgos, tanto por el concienzudo afán realista de tan singular ejecución, casi inexistente en nuestro país, como por el gran número de imágenes talladas a su imagen y semejanza, algunas de ellas en la misma centuria como el desaparecido Cristo de San Agustín de Sevilla. El icono original burgalense entronca con las creaciones del antiguo Imperio Romano-Germánico destinadas a los ritos del Viernes Santo, no solo por el hecho de poder articular cuello, brazos y dedos de manos y piernas, sino también por los materiales empleados en su hechura: pelo natural en cabellera y barba, piel vacuna para ocultar los engranajes que permiten el movimiento de la imagen, lana picada para rellenarlos y asta para las uñas.

 

 

En el siglo XV se deja sentir profundamente el influjo de las escuelas nórdica y borgoñona y, en especial, la rotundidad formal del escultor Claus Sluter. Frente a los quebrados crucificados del XIV, observamos en esta centuria un retorno a la verticalidad, aunque muy alejada de los rígidos modelos románicos. Las figuras ganan aún más en esbeltez, los brazos se vuelven a alinear al travesaño del madero, se pormenoriza la anatomía y se va acortando cada vez más el paño de pureza, hasta llegar en algunos casos a una mera banda horizontal.

Todos esos rasgos se van a ir acusando a lo largo del Cuatrocientos en una evolución escultórica que comprende obras como el Cristo del Amparo de Vertavillo (Palencia), el Cristo de las Indulgencias que procesiona en la Semana Santa de Cáceres -erróneamente fechado en el siglo XIV-, el maravilloso Cristo de la Cartuja de Miraflores (Burgos), labrado junto con el retablo mayor que preside por el afamado Gil de Siloé, o el Cristo del Portal, venerado en Portugalete (Bizkaia). Tanto la obra de Siloé para Burgos como la de Portugalete se catalogan en los últimos años del siglo XV e introducen las novedades de la escuela flamenca que precedieron la peculiar introducción del Renacimiento italiano en España a lo largo del primer tercio del siglo XVI.

 

NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA

Varias de las fotografías son de Fernando Montes, Juan José Camisón, Museo Nacional Colegio San Gregorio de Valladolid y Valentín N.V.

BRACONS, Josep. Las claves del arte gótico, Barcelona, 1986.

DE AZCÁRATE RISTORI, José María. Arte gótico en España, Madrid, 1990.

MARTÍNEZ MARTÍNEZ, María José. El Santo Cristo de Burgos, contribución al estudio de los crucifijos articulados españoles, Valladolid, 2004.

 

Primera entrega en este

 

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