LA DOMUS AUREA

Con información de Palma Martínez Burgos (23/09/2006)


 

Hablamos de un palacio construido por mandato del emperador Nerón tras el incendio que en el año 64 asoló Roma.

Dos siglos después, el emperador Trajano levantaba sobre sus restos las llamadas termas trajaneas. El abandono medieval acabó sepultando gran parte de estos conjuntos perdiendo su memoria, pero en el siglo XVI el afán coleccionista y el incipiente gusto arqueológico ayudaron a descubrir algunas de las gigantescas salas que formaban parte del conjunto palaciego.

Un poco de fantasía y un mucho de culto a las ruinas fueron suficientes para despertar la imaginación de aquellos romanos, que ante la riqueza y exuberancia decorativa de tales grutas creyeron que era así como sus antepasados decoraban las cuevas y subterráneos, de ahí el nombre de grutescos que recibió por extensión toda la decoración renacentista que imitaba los repertorios hallados en la enigmática Domus Aurea.

 En ellas se inspiró el propio Rafael para pintar las Loggias del Vaticano, y durante muchos siglos han dejado una huella indeleble en la pintura. Pero aunque conocíamos la decoración, sólo ahora hemos podido ver el espacio en el que se alojaban. La recuperación de los restos del palacio de Nerón fue una ardua y prolongada tarea en la que colaboraron estrechamente instituciones y profesionales para ver finalmente recogidos sus frutos.

Ya en la entrada, abierta al público desde el año 2000, la bajada de temperatura y la oscuridad inicial predispone a un ejercicio de fantasía. La desnudez del hormigón y las grandes bóvedas de ladrillo que han perdido su revoco pictórico insinúan un laberinto de formas y espacios que superan la escala humana. Cuando además uno va oyendo las explicaciones comprende la fastuosa megalomanía de un emperador enfermizo e inquietante que quiso hacer de su espacio privado la mejor muestra del culto a los sentidos.

Algunas de las estancias, grandiosas e imponentes, han sido recuperadas casi en su totalidad, pese a la cantidad de terrenos y de historia que las sepultaron. Pero es difícil no hacer un permanente esfuerzo por no olvidar que todo aquello, hoy en tinieblas, estaba bañado de una luz que entraba a raudales por los vastos miradores que los arquitectos abrieron a un paisaje presidido por el lago artificial sobre el que después se levantó el Coliseo.

 

Fotografía de Álvaro De Leiva

 

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