"Son las últimas horas de la tarde de un día del mes de mayo, mes de María, y caminamos con paso recatado y lento por las galerías del hospital para no turbar el reposo a que tienen derecho los que allí buscan alivio a sus dolores. De pronto, sentimos que nos llaman y una invitación monjil nos hace volver de nuestros pasos y penetrar en una amplia sala, donde casi toda la comunidad está reunida; van acudiendo más hermanas y pronto la estancia está llena de tocas blancas que se agitan y mueven de un lado para otro semejando un inmenso palomar. ¿Qué sucede?, preguntamos; que ha llegado nuestra Milagrosa, la imagen que, para nosotras, para nuestra capilla, ha modelado un reputado escultor valenciano; y efectivamente, en el centro de la gran estancia, dos operarios se disponen a abrir el cajón donde ha sido transportada la Virgen desde el país de los naranjos. Ayudamos en aquella empresa, con temor de que algún golpe, alguna falsa maniobra, cause daño en la escultura y se logra sacarla del embalaje y dejarla aun cubierta de finos papeles sobre el pavimento de la habitación. Es un momento emocionante, mis manos temblorosas rompen cuerdas y rasgan papeles, apareciendo la bella imagen radiante de hermosura, como la concibió el artista que puso en su confección toda su alma de creyente y todo el genio de su arte. Al aparecer la figura de María, con su manto azul, con su mirada de amor y de ternura, con los brazos abiertos como para atraernos hacia su corazón sagrado, aquellas Hermanitas de la Caridad, ángeles custodios de la orfandad y de la desgracia, vírgenes sacrificadas por amor a Dios para aliviar los dolores ajenos, prorrumpen en un himno hermoso, a coro, como si fueran una sola voz, cantando y repitiendo sin cesar, ¡Oh Virgen Milagrosa, Oh madre del Amor! Quedamos como extasiados ante aquel hermoso cuadro mariano, espectáculo edificante y consolador; la alegría inunda la estancia; del jardín vecino sube el aroma de las flores y el trinar de los pájaros; el último rayo del sol que se oculta, proyecta una ráfaga de luz rojiza, como si la naturaleza quisiera también participar de aquella alegría y contribuir a aquel espectáculo encantador; vemos entonces a la Virgen que parece animarse en su rostro, y con una mirada dulce e intensa, enviar a sus hijas, las monjitas de este hospital, una prueba de agradecimiento con su maternal bendición, y salimos de aquella estancia donde todo respiraba virtud, santidad, amor a la Reina de los cielos, despacio, muy despacio, con sentimiento de abandonarla, más creyentes, más llenos de fe, brotando de nuestros labios como única frase en aquellos momentos de despedida, la hermosa jaculatoria. ¡Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos! "